De la cuna a la tumba. Los seres humanos son y serán diferentes e iguales en dignidad. Pero los poderes de todos los tiempos los quieren desiguales e intercambiables. Que son dos cosas radicalmente distintas. El abismo que existe entre el hecho diferencial y la desigualdad natural es el nicho seminal que separa ideológicamente a derechas e izquierdas de todos los tiempos.
Para las variopintas familias del socialismo histórico, la diferencia es una característica de la personalidad humana que enriquece la vida social (supone multiplicidad, biodiversidad e identidad), mientras la escuela autoritaria ve en la desigualdad primordial el motor de la convivencia gobernada (impele uniformidad, jerarquía y resignación).
Por eso todos los poderes justifican que unos pocos manden para que el resto obedezca, y consideran que las masas (agregado que sólo existe en física y estadísticas) son fardos destinados por su menor inteligencia, catadura moral y bajeza cultural a secundar sus privilegios.
Para deslumbrara a los ignorantes, las elites necesitan atributos de excelencia en todos los órdenes de la vida. Aunque una constitución que se precie proclame como condición sine qua nom la igualdad ante la ley de todos los ciudadanos, en recuerdo de aquella isonomía de la democracia griega, para los amos siempre opera una favorecedora discriminación positiva.
La impunidad ante la ley de muchas monarquías constitucionales (la española reinstaurada por la Carta Magna del 78, por ejemplo), suele ser su santo y seña, sin que por ello salte en pedazos el sistema normativo sobre el que sustentan su legitimidad. Incluso, dinastías no electivas como la Borbónica, reinante por designio exclusivo de Franco (Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado de 29 de julio de 1947 y designación de Juan Carlos como rey el 22 de julio de1969), lo blasonan con hechos notoriamente opuestos al derecho.
La vigente ley sálica, una de las “perlas” antidemocráticas inserta en “nuestra” constitución, es su quintaesencia.
Precisamente este vestigio autoritario, arrogante, reaccionario, degradante, anacrónico y misógino, que irracionalmente corona el punto 1º del artículo 57 de la C.E. (calco milimétrico del artículo 11 de la Ley de Sucesión franquista) demuestra la existencia de un cordón umbilical entre aquella sanguinaria Dictadura y esta Democracia del consenso y la amnesia.
Signo evidente de que la transición que opera sobre semejante continuismo, sin ruptura con su estirpe criminal, no encubre más que la patrimonialización de la “exclusividad” de unos pocos mandamases a costa de la hiriente desigualdad de los más. Hablamos, en fin, del proceso por el que se sacraliza el derecho de propiedad como pilar y clave de bóveda del sistema de dominación en las llamadas sociedades de masas. Un recurrente revival demostrativo de que en el capitalismo avanzado los vicios privados siguen sirviendo como coartada para el marketing de las virtudes públicas.
Desde que Proudhon denunciara el origen social y cleptómano de toda propiedad no ganada, han sido muchas y muy distintas las versiones sobre este asunto fundamental.
Aunque la tesis del fundador del término anarquismo sufriera demagógicas distorsiones a causa del éxito nominalista de la propuesta “la propiedad es un robo”, su exigencia era contra el derecho de herencia y a favor de la propiedad generada por el propio trabajo.
Ciertamente, la cuestión de la propiedad también ha servido ad infinitud para distinguir, con matices varios, entre ideologías de derechas y de izquierdas. Así, de un lado Marx concretó la histórica rapiña en la propiedad de los medios de producción, y de otro la defensa de la propiedad se ha incorporado desde la revolución americana en las legislaciones democráticas de la órbita capitalista como un derecho casi natural.
Pero el maximalista y saqueador derecho de propiedad imperante, como en el caso de la desigualdad, es de nuevo un mecanismo de dominación privada presentado como paradigma de madurez pública.
Se mire por donde se mire, aún hoy, sin llegar a la patológica exageración de la orfandad total que prescribieron algunos sistemas totalitarios en cuanto a lo que es propio y necesario para que el individuo realice su proyecto vital y social (la posesión de las cosas), lo cierto es que la aleación de democracia y capital supone doctrinariamente una especie de nuevo derecho de pernada de baja intensidad.
Por más que el proceso se ha hecho morganático con el paso del tiempo, persiste en sus principales señas de identidad. La herencia, los tipos impositivos reducidos para su transmisión, el trato fiscalmente favorable en lo referente a patrimonios socialmente improductivos o suntuarios (ya sean grandes latifundios en un contexto de lacerante necesidad o las enormes bolsas de viviendas vacías sustraídas de un mercado pecuniariamente hiperinflacionado), los paraísos fiscales, los monopolios básicos, la sucesión monárquica sin secesión, la inviolabilidad y impunidad de las castas offshore del derecho, y ahora la privatización de las células madre como antídoto contra la enfermedad y garantía de salud eterna para los privilegiados de siempre, son algunas de las máscaras que adopta el absolutismo postmoderno de la propiedad.
Está históricamente demostrado que el cordón umbilical que une desigualdad con derecho a la propiedad para perpetuar la explotación y la dominación social no sólo condiciona a sus protagonistas estelar. Su estigma va más lejos y alcanza también a cuantos por acción u omisión han permitido sin solución de continuidad que el pasado robado persistiera en un futuro hipotecado y esclavo.
En el caso de España, ese cordón umbilical político afecta a la oposición que allanó la transición hacia la monarquía del 18 de julio con todas sus oprobiosas consecuencias. La prueba hoy es el infame título de hija predilecta de Andalucía concedido por el presidente del PSOE (¡¡obrero !!) a la duquesa de Alba, alto representante de la peor calaña nobiliaria carpetovetónica.
Sabido es que el poder corrompe y que el poder absoluto corrompe absolutamente. También que la única forma de romper el eterno yugo umbilical que abraza desigualdad, propiedad expoliadora y dominación, radica en el ejercicio del derecho de autodeterminación de individuos y pueblos. Aunque para romperlo antes es preciso poner auto-de-terminación al consenso que hizo posible esos cordones umbilicales que han sido patente de corso para los menos y asfixiante soga para los más.
Fuente: Rafael Cid