Teniendo en cuenta que España está en la UE, con la consiguiente pérdida parcial de soberanía, desde el Tratado de Madrid-Lisboa de 12 de junio de 1985 y hasta ahora nadie pidió nuestra opinión, el actual referéndum-consulta sobre la Constitución no es un panal de rica miel sino un avispero.

Teniendo en cuenta que España está en la UE, con la consiguiente pérdida parcial de soberanía, desde el Tratado de Madrid-Lisboa de 12 de junio de 1985 y hasta ahora nadie pidió nuestra opinión, el actual referéndum-consulta sobre la Constitución no es un panal de rica miel sino un avispero.

Una esperanza envuelta en un conflicto erizado de minas. Como las infinitas posibilidades del cubo de Rubby. Así, la Iglesia casi invoca la abstención porque la Carta Magna no promueve los valores cristianos. La derecha nacional insta al “no” xenófobo por la inicial aceptación de la islamista Turquía en el mapa comunitario. Los neofascistas postmodernos quieren el “sí” porque ven en su marco el embrión de un Estado único y unitario desde Gibraltar a los Urales. El Partido Popular recita el “no” con indisimulada retranca para pasar factura a Zapatero sin dejar de parecer gente de orden. Y el PSOE se tira a la piscina del “sí” sin condiciones porque como afirmó la vicepresidenta del Gobierno, Teresa Fernández de la Vega, “nos gustaría ser los primeros en expresar nuestra adhesión a la Constitución europea”. Con tal lodazal, decidir cuál debe ser la posición de la izquierda social parece casi como elegir entre morir o perder la vida. Haga lo que fuere, la incomprensión está servida. Y sobre todo decantarse por el “no”, ya que podría interpretarse como aceptar tener de compañeros de viaje a la peor de cada casa.

Sin embargo, el laberinto es sólo aparente. Resulta un cepo si se mide por el rasero convencional que sigue la pueril máxima de que el enemigo de mi enemigo es mi amigo. O viceversa. Pero el hecho de que incluso buena parte de las organizaciones libertarias políticamente activas hayan salido de la clandestinidad abstencionista para votar “no” demuestra que han huido de la trampa del denominador común y el chantaje del qué dirán. Lejos de lo que pudiera parecer a simple vista, el “no” de los antisistema representa una reivindicación de la utopía. Es un “no” a una Europa predeterminada y a una Constitución prefabricada, y un “sí” rotundo a un mundo mejor que es posible, aquí y ahora, si una inmensa minoría sabe decir oportuna, contundente y razonadamente “no”. En eso no se equivocó Rodríguez Zapatero durante el debate sobre el Plan Ibarretxe cuando citó a Albert Camus y su libro “El hombre rebelde”. La libertad muchas veces consiste en saber decir “no” (de entrada y de salida).

Porque decir “no” al “Tratado por el que se establece una Constitución para Europa” es un “sí” a la solidaridad, al laicismo, al conjunto de culturas y etnias que nutren la diversidad, a la sociedad civil frente al aparato depredador del Estado, al principio de autodeterminación de individuos y pueblos, y a la democracia y la paz como medida de todas las cosas. De ahí que el “no” de la izquierda social sea un rechazo consecuente, con denominación de origen, sin complejos, con premeditación y alevosía. Es un “no” a la Iglesia revanchista, a la derecha rancia, al fascismo galopante, al consenso por cooptación y al bipartidismo consuetudinario. Nace de la convicción de que ha llegado el momento de pasar de la ficción a la realidad. Porque la humanidad sólo ha avanzado cuando la gente normal ha empujado hacia delante con su propio aliento. Sin recabar en teorías pías del mal mejor o el más vale malo conocido, y otras resignaciones propagadas por el Capital y sus voceros. Hasta el sabio conservador Max Weber tuvo que reconocer que “sólo cuando la humanidad ha pretendido lo imposible consiguió lo posible”. Hay que pedir la luna para conseguir alumbrar al menos con una cerilla. O sea, no renunciar nunca a la felicidad.

Por lo demás exigir ser felices es algo muy constitucional. Hubo un tiempo, cuando los hombres y mujeres creían que los sueños estaban al alcance de la mano, tras aventar la larga noche absolutista y feudal, en que incluso estuvo de moda. En dos de las primeras grandes declaraciones constituyentes que vieron los tiempos la conquista de la felicidad, que decía Bertrand Russell, estaba en nómina. En el preámbulo de la Declaración de Independencia norteamericana de 1776, que consideraba derechos inalienables “la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”, y en el artículo 13 de la española de 1812 (“el objeto del gobierno es la felicidad de la nación, puesto que el fin de toda sociedad política no es otro que el bienestar de los individuos que la componen”). Así que menos lobos con esas estériles llamadas al realismo huero que en realidad sólo encubren un deseo impenitente de servidumbre voluntaria. Se puede ser constitucionalista y revolucionario a la vez. Basta con saber decir “no” a tiempo.

De lo contrario caeremos en el fetichismo constitucional de unos textos vacíos (“un papel”, según Lasalle) que sirven para taparnos la boca mientras marcamos el paso de la oca de la obediencia debida. Nos entregamos a un insulso y rutinario “sí, quiero” para dejar de ser seres humanos irrepetibles, individuos (“el único y su propiedad”, en expresión de Stirner) y que los de siempre decidan por nosotros…para ellos. Es el trágala constitucional ; las Sagradas Escrituras que todo lo aguantan ; reyes, príncipes, arciprestes, cárceles, pícaros, financieros y saltimbanquis, con tal de que conste el fundamental documento que dice que aceptamos la realidad realmente existente, y a callar. El cheque en blanco que nos ata de por vida, de generación en generación, por tierra, mar y aire, al absurdo rigodón de la legalidad vigente. Carne de cañón para amortajar afectos, cunas y solsticios. Porque, además, por la forma oligárquica de crearse, esta Constitución es una Carta otorgada, que ni siquiera viene con el pan debajo del brazo de nuevas libertades como, por ejemplo, la de Bayona de 1808. Y no tiene que ser así. Sobre todo no tiene porque ser siempre así. A veces, como supo ver Camus, existir significa decir “no” en el instante clave, en el minuto justo, en los escasos momentos de la historia en que el guión exige que la calle hable para que continúe la farsa. Es preciso que cambie algo para que todo siga igual.

Los realistas que nos gobiernan claman para que seamos razonables, que no rompamos la baraja, que no hay bien que por mal no venga. Y dicen grandes frases, cinceladas en sus mascarones de proa con guirnaldas perfumadas, para que nos sumemos a la inquebrantable adhesión del día de autos. Sin sustancia ni meollo que lo soporte. Como cuando, refiriéndose a la Constitución tardofranquista de 1978 aseguran con toda tranquilidad que “nunca España vivió un periodo de tanto progreso”, confundiendo la parte con el todo. Y pretenden que al conjuro de las feromonas que administran sus medios de persuasión de masas lancemos al olvido todos los palos de la baraja. Como ignorar que en esa égida sin par se alcanzó el mayor índice de paro de la época (el 22% en 1985), el más alto grado de inflación (el 15% en 1980), que entre el 83 y el 85 se crearon 700.000 desempleados más, y que al iniciar el siglo XXI seguimos teniendo la tasa más pobre de población activa (el 39,7% sobre el total), una burocracia clientelar mastodóntica (el 25% del empleo), el más abultado ratio de paro ( el 10,4%) y de precariedad laboral de la UE, y que el umbral de prosperidad de la juventud consiste en que un 40% de entre 24 y 35 vivan con sus familias que, encima, en más de la mitad apenas consiguen llegar a final de mes con la renta disponible.

Esos “méritos” ellos lo ponen en el podium del radiante porvenir. Aunque si añadimos los datos del registro político (un golpe de Estado militar el 23-F ; la mayor catástrofe ecológica de Europa con el Prestige ; un fenómeno terrorista de raíz política con ETA ; la mas grave epidemia sanitaria del continente con el síndrome tóxico, un episodio de terrorismo de Estado con el GAL y una guerra ilegal contra un país árabe de nuestro entorno con la invasión de Irak) podemos comprender que lo llaman porvenir porque ciertamente está por-venir. O sea, ni esta ni se le espera. Con ilustres excepciones, eso sí, que sólo hacen confirmar la regla. Por ejemplo, la del Jefe del Estado, Juan Carlos de Borbón. Vino al mundo “estatal” con una mano delante y otra detrás, y ahora, según la revista Forbes, es una de las primeras fortunas de la tierra. Y a decir de las crónicas nadie en su abultada familia ha sufrido el paro ni la precariedad laboral. Aunque en honor a la verdad sí la discriminación de genero. Pero en éste extremo todos tenemos algo de responsabilidad por ratificar la políticamente correcta Constitución del 78 que consagraba tan descarado atropello sexista.

Ignorar todo este tobogán de “anomalías” y sus secuelas sobre personas de carne y hueso es intentar hacernos comulgar con el fetichismo constitucional. El olímpico todo por la Patria de las casas-cuartel. Claro que esas trampas al final ahorcan. Mentimos, luego cabalgamos, afirman, pensando en la indocumentada grey donde hincan sus espuelas. No hay más que ver los iconos de la campaña institucional del “sí” inquebrantable. Gran Hermano, Luís del Olmo, Teresa Campos, Butragueño y hasta los inefables Del Río. Ciudadanos ejemplares todos ellos. Gente de palabra. Currantes. Probos contribuyentes. Como el elenco de “grandes empresas que apoya la Constitución europea” (El País 02/02/04) junto a algunos líderes de opinión insertos en la Plataforma Cívica por Europa presidida por Antonio Gala : Teléfónica (esa empresa patrimonializada por Aznar y multada por Bruselas por retener una Acción de Oro progubernamental) o el Banco Santander Central Hispano (el mismo cuya cúpula está siendo juzgada por delitos financieros y que es dueña del Banesto dirigido por un tal Alfredo Sáez , aquel que llamó a una cruzada para clausurar el derrochador Estado de Bienestar lo antes posible). Ciertamente en esta Europa de pata negra y serie B no cabemos todos.

En esa Europa fortaleza, engreída, insolidaria, mercantilista, cuartelera, pacata, insostenible y caníbal no tenemos sitio. Se comprende que los autodenominados sindicatos mayoritarios (o representativos) estén por el “si” inquebrantable. Les va en ellos millones de euros en subvenciones comunitarias. Pero no se puede aceptar un proyecto elitista que refeudaliza las relaciones sociales ; quiebra la democracia al desmantelar el Estado social de derecho ; agiganta las desigualdades primando el capital de las corporaciones sobre el factor humano, fameliza lo publico al socializar los costos y privatizar los beneficios, y confisca los recursos del Estado para favorecer negocios particulares. Hay otra Europa posible pero no está en esta hecha a imagen y semejanza del dinero y el poder. El día del referéndum no es una jornada para celebrar. Es, por el contrario, un lugar inhabitable en una fecha infausta. Curiosamente, el 20-F fue el día inicialmente elegido para el Golpe de Estado de Tejero. No es un sueño y se puede convertir en una pesadilla. El 20 Brumario de Giscard Bonaparte. Hagamos como el viejo Jorge Oteiza cuando, tras aceptar un galardón en un momento de debilidad existencial, exclamó : “todo una vida de magníficos fracasos para echarla a perder con un premio de mierda”. Hoy, como ocurre a menudo, para ser realistas hay que pedir lo imposible. Con Camus, con aquel joven Raimon, con todos los que piden la paz y la palabra : ¡¡DIGUEM NO !! Nosotros no somos de ése modo.