“No cambiaremos la vida si no cambiamos de vida” (José Saramago)

Mucho se ha hablado de la crisis desde el punto de vista material, porque incide sobre el área económica y trasciende al nivel de vida de los ciudadanos. Pero casi nada de su vertiente política, cuando un análisis riguroso demuestra que el origen de la crisis y la salida dada a la misma son de naturaleza estrictamente política.

“No cambiaremos la vida si no cambiamos de vida” (José Saramago)

Mucho se ha hablado de la crisis desde el punto de vista material, porque incide sobre el área económica y trasciende al nivel de vida de los ciudadanos. Pero casi nada de su vertiente política, cuando un análisis riguroso demuestra que el origen de la crisis y la salida dada a la misma son de naturaleza estrictamente política.

Y no hablamos del hecho incontrovertible de que la crisis que asola al mundo desarrollado fue provocada por una des-regulación política ni a que la solución que se arbitra por los gobiernos afectados y organismos supranacionales (FMI, BCE, UE, G-20) complotados se base también en otra medida normativa, en este caso de sentido contrario, como son las políticas de regulación.

La verdadera raíz política de la crisis es mucho más profunda. Se inscribe en el ADN mismo de esta democracia de mercado que supone el statu quo hegemónico. Hablamos del concepto “representación”, deus ex machina de la política y la economía realmente existentes, capitalista y formalmente democrática. Lo mismo que hay una democracia representativa, consistente en que una elite legalmente elegida por los ciudadano conduce la “nave del Estado”, hay una economía representativa, que supuestamente pretende el interés general aunque en la práctica ello se traduzca casi en un beneficio privado exclusivo y a menudo excluyente.

En uno y otro caso, economía representativa y política representativa, prevalece lo privado-individual sobre lo público-social a través de esa artimaña de la democracia representativa (indirecta), que hunde sus fundamentos teóricos en Locke y Montesquieu, mediante la cual la soberanía popular se deposita en la soberanía nacional. Una transferencia de soberanía que hace a los representantes responsables sólo ante la nación en su conjunto y no ante sus votantes, que es tanto como decir ante Dios y ante la Historia. De esta forma, el pueblo, los ciudadanos, los contribuyentes devienen en un simulacro que justifica la dominación vigente. Por eso, la incubación de la crisis actual ha estado precedida por el descrédito de la política y el falseamiento de la democracia que ha permitido actuar a sus anchas a la oligarquía reinante.

Le mano invisible de la política son los podres fácticos. Se está viendo en el desarrollo de la crisis, pero se ha visto antes en procesos que amenazaban con ruptura del statu quo, como ocurrió en la famosa transición española, donde representantes políticos recién salidos de las ubres del franquismo, nuevos dirigentes de izquierda y sindicatos mayoritarios, empresarios y otros grupos de interés y agentes sociales, auto-convertidos en elite, asumieron la misión histórica de decirle a la nación española cuál era la hoja de ruta que conduciría a un radiante porvenir. Se había inventado la democracia corporativa, que no ha resultado ser sino una versión trasnacional y posmoderna de la democracia orgánica y el Estado corporativo que el franquismo promovió durante 40 años, con una libertad de mercado constreñida a su propia rancia genealogía.

El desplazamiento del ciudadano en el proceso de toma de decisiones, que es la esencia de una democracia que merezca el nombre, estuvo presente durante el franquismo y se ha mantenido en raciones crecientes en esta democracia otorgada que cohabitamos. Durante la dictadura el ciudadano era sólo un attrezzo obligatoriamente silencioso que servía para refrendar los actos de gobierno (la mayoría silenciosa) y en la actual democracia de mercado se está viendo reducido a su carácter de contribuyente y consumidor que, como en la crisis vigente, sólo se “activa” cuando se necesita su muda adhesión al sostenimiento de los mercados. La película Canino, de Yorgos Lanthimos, es una excelente y trágica ilustración de la degradación en que estamos cómodamente instalados y de cómo impregna hasta nuestros instintos más íntimo.

Los ejemplos abundan por doquier. Desde aquel “nosotros los líderes” con que se encabezaba el Tratado de Lisboa como preludio despótico de esa supuesta Constitución Europea, hasta la celebración de los 25 años de la entrada de España y Portugal en la Unión Europea (UE), ceremonia celebrada entre cuatro paredes por falta de calor popular, todo indica que se ha trazado una línea divisoria casi insalvable entre representantes y representados cuyas consecuencias no podemos todavía ni imaginar. Claro que la inclusión en Europa, en su dos momentos decisivos, 1985 y 1999, se realizó sin consulta popular, interpretando la clase política el “sí quiero” de una ciudadanía que no se había pronunciado, aunque ahora es la primera impelida a correr para apagar el incendio europeo.

En resumidas cuentas, los ciudadanos, antaño teóricos titulares de derechos inalienables, se han convertido en esta democracia de mercado en rehenes políticos y económicos de la casta dominante. La doctrina de la “libertad negativa”, formulada por Isaac Berlin y adoptada por el neoliberalismo como divisa, deja en manos de la bondad del mercado lo que exceda del ámbito privado en terrenos como la seguridad personal, libertad de pensamiento y derecho de propiedad. Todo lo demás es aleatorio. ¿Sirve de algo demostrar que el programa electoral con que el PSOE subió al poder decía todo lo contario de lo que ahora va a imponer en materia de derechos sociales y laborales ? Como dejó escrito Rousseau, “un pueblo cuyos mandatarios no le deben cuentas a nadie sobre sus gestión, no tiene constitución”.

La representación es un robo porque confisca la soberanía popular y desnaturaliza la voluntad general. Todo ello con daños colaterales sin cuento que han socavado los principios mínimos del Estado de Derecho y la separación de poderes .En nombre de la libertad, desde arriba se comenten los mayores crímenes políticos. Sólo existe el poder Ejecutivo y sus mariachis legitimadores. Políticos, juristas, académicos, medios de comunicación y otros satélites del poder han salido a la palestra para exigir que al ex magistrado Baltasar Garzón se le aplique la eximente conocida como “doctrina Botín”. Así denominada porque permitió que el banquero más importante del país saliera sin causa de un procedimiento por un presunto delito de fraude a Hacienda por una cuantía de miles de millones de pesetas. La “doctrina Botín” que se reclama para el “caso Garzón” (por cierto, hermanado financieramente en un pleito judicial con el propio Botín) consiste en considerador irrelevante la acción popular en un juicio si la fiscalía no la apoya durante un proceso. La fiscalía, que teóricamente actúa de oficio en cumplimiento de la legalidad.
Democracia de mercado : todo para el pueblo, pero sin el pueblo.

Rafael Cid