Estimado Carlos, una vez más tus valiosas aportaciones abren caminos a la esperanza. La lucidez, coherencia y rigor que se desprenden de tus libros y artículos constituyen desde hace mucho tiempo una de las escasas referencias intelectuales y éticas que movilizan a la reflexión y a la acción transformadora por ese mundo mejor que ambicionamos, más libre, más justo, más próspero y más comprometido con el respeto a nuestra morada vital.

[Artículo de Carlos Taibo: Por una organización libertaria y global]

Y sé que como yo opinan muchas otras personas sencillas y anónimas que cada día dan abnegadamente lo mejor de sí mismas para abrir respiraderos en este páramo político que nos quiere canibalizar. Estas opiniones en conciencia, convocándonos a la crítica responsable e insumisa constituyen un semillero convivencial que en su propia dinámica diseña las señas de identidad de la autoinstitución de la sociedad por la sociedad misma.

Y sé que como yo opinan muchas otras personas sencillas y anónimas que cada día dan abnegadamente lo mejor de sí mismas para abrir respiraderos en este páramo político que nos quiere canibalizar. Estas opiniones en conciencia, convocándonos a la crítica responsable e insumisa constituyen un semillero convivencial que en su propia dinámica diseña las señas de identidad de la autoinstitución de la sociedad por la sociedad misma.

Por eso, tu argumentada propuesta <Por una organización libertaria global> merece ser considerada con la máxima atención y concederla el recorrido que se merece. Estás hablando, ni más ni menos, que de planificar un escenario de raíz libertaria en la saga-legado, siquiera sea por empatía, de lo que ha significado dicho movimiento histórico, como alternativa global al sistema de explotación y dominación que corona el neocapitalismo depredador. Lo que, sin ánimo excluyente respecto a otros proyectos con similar objetivo, supone la afirmación de lo libertario como levadura conjuntiva de esa nueva solidaridad internacional que precisamos urgentemente para rebatir de plano el bárbaro discurso hegemónico.

Y esto dice mucho de la generosidad de tu exposición y al mismo tiempo supone una exigencia de altos vuelos para los que, a trancas y barrancas, venimos de esa obstinada y siempre precaria militancia. Como tuve ocasión de comentarte hace unas semanas en Madrid, al coincidir en una manifestación contra el pensionazo, <te lo compro todo>. Hace décadas que tengo la convicción personal de que lo libertario es de lo poco vigente hoy en día como respuesta eficaz a las inaplazables demandas sociales. Y ello por sus propias virtudes, y porque las debilidades y declinaciones de quienes actúan desde diferentes ámbitos del socialismo autoritario han arruinado cualquier estrategia que se enmarque en clave de rechazar in nuce la fosilización de la soberanía individual y social.

Creo que ya deberíamos estar de vuelta y escarmentados de banderas de conveniencia que pretenden aglutinar la contestación al panóptico vigente desde ambiguas posiciones de centralismo paternalista, intermediación fagocitante, fidelidad acrítica, elitización política, dirigentismo social o absentismo ético. El federalismo frente al burdo estatismo, la acción directa ante la subordinación mediada, la ejemplaridad personal respecto al ventrilocuismo social, el apoyo mutuo en vez de la competitividad, el feminismo integrador, la austeridad y el respeto del medio natural han sido valores consustanciales de la propuesta antiautoritaria en todas sus expresiones. De ahí su favorable posicionamiento cuando otros modelos son engullidos por un sistema que se ha convertido en una especie de ogro filantrópico para una parte anestesiada de la sociedad.

Pero quiero referirme a algunos aspectos de tu escrito que pueden suscitar un cierto debate en la complicidad, al margen de esa tentación de <nostalgia inhabilitadora> por parte del anarcosindicalismo épico que denuncias en el escrito, a la que haré referencia en otro lugar. Un texto denso del que considero especialmente oportunas las alertas sobre el cortoplacismo como lastre de la profesionalización de la política y la llamada a la conformación de una vigorosa cultura libertaria como antídoto frente a los estereotipos alienantes que vomitan los medios de comunicación, que ayude con su despliegue a <promover la construcción de un mundo nuevo desde la base y desde ya”. Con ese ánimo, deja que me refiera al tema del trabajo asalariado como un factor declinante clave en los esquemas de resistencia ante el desorden reinante, y a su necesaria abolición como avance civilizatorio.

La centralidad del trabajo en la vida de las personas es una cuestión vital, que define la situación, nuestro estar en el mundo. De un lado, no podemos pedir que la gente quede al margen del trabajo, lo necesita como sustento. De hecho, algunos de los conflictos sociales más notorios tienen que ver con la búsqueda, obtención o acaparamiento del trabajo asalariado. La crisis económico-financiera que ha dejado en paro a millones de trabajadores en occidente, no ha despertado movimientos de rechazo importantes en el mundo sindical porque la dialéctica originada se ha limitado a buscar consensos con los causantes de la crisis y los poderes públicos, en el sobreentendido de asegurar el empleo a los sectores que todavía lo usufructan, aún a cambio de empobrecer su tarifación y derechos anexos en el futuro. Y de otro lado, debemos constatar que las rebeliones populares registradas en algunos países emergentes (Túnez, Egipto, etc.) vienen determinadas por la presión de sus poblaciones para optar al club del primer mundo, con sus atributos y espejismos de libertades, derechos humanos, elecciones libres y progreso material. Algo parecido, no igual, ocurre en Brasil y China, dos ejemplos de Estados-ballena decantados hacia parámetros de bienestar social cuantitativo, donde aquellos viejos valores que buscaban hacer del hombre la medida de todas las cosas han perdido impronta.

No obstante, en los llamados países desarrollados la centralidad del homo faber, que es a su manera la de un individuo social y comunicacional, está migrando al mundo del consumo, apuntando hacia un homo economicus que identifica al individuo aislado y ensimismado. Todos los hombres y mujeres son consumidores, pero no todos los hombres ni todas las mujeres son trabajadores. El sistema no precisa del trabajo de todos, pero sí del consumo de todos. Y esa realidad creciente coloniza la conciencia de hombres y mujeres. El trabajo ha dejado de ser para muchos un medio racional de vida (vida vivible que está en otra parte) para convertirse en un eslabón frenético de la cadena de consumo. No se trabaja para después, al margen del trabajo, poder vivir, desarrollar valores que nos gratifiquen como personas en sociedad.

El zoon politikon, el animal político, el ser social, está solapado porque el consumo como centralidad parasita al hombre, vaciándole de sociabilidad y bondad. La exigencia del pleno empleo era la coordenada natural de una sociedad que buscaba en la actividad laboral los recursos para una vida digna. No se concebía, pues, una economía con paro estructural, porque suponía no sólo una injusticia sino además un derroche. Pero con el desarrollo tecnológico, el desempleo y el trabajo bricolaje están en la lógica productiva y han sido asimilados como algo normal por la gente que es su carne de cañón. Se acepta la exclusión social de una parte de la población porque la centralidad vital radica en el consumo.

A menudo he pensado que esta variable orbital fue uno de los motivos del “suicidio” del Bloque del Este. Sin duda se trata de un tema muy complejo y del que aún nos faltan claves para interpretarlo correctamente. Pero parece evidente que el sistema de socialismo de Estado se derrumbó como un castillo de naipes porque sus sociedades internas lo permitieron. Nadie lucho por conservarlo. Frente a la garantía de trabajo para todos (el qué tipo de trabajo era otro cantar) y servicios públicos fundamentales asegurados (comida, sanidad, educación, etc.) que aquel modelo ofrecía, con más o menos acierto, sus poblaciones consideraron más atractiva la propuesta del adversario, el formato de capitalismo de Estado, desigual y limitada, pero teóricamente capaz de saciar las aspiraciones materiales (o artificiales) de cualquier individuo estadístico. Al margen de las evidentes carencias en derechos y libertades del Este frente al Oeste, claro. Porque mientras en el bloque del Este la disciplina cuartelera era una condición de supervivencia, en el Oeste la libertad de mercado, el dinero fetiche como medida de todas las cosas (su valor de cambio), se erigía como apuesta necesaria para escenificar una cierta cultura de sociedad civil. Siempre se habló de la labor corrosiva que las emisiones de televisión, captadas por satélite, tuvieron a la hora de hipnotizar consumistamente a los ciudadanos del Este. Un fenómeno de similares características, aunque de distinto calado y signo, a lo ocurrido en Túnez y Egipto con las filtraciones de Wikileaks.

Pero la propia naturaleza del trabajo, inserto en todas las doctrinas económicas que en el mundo han sido, y su evolución competitiva, aparece como elemento coadyuvante en el desenfoque que analizamos. Aquel trabajador ejemplar, virtuoso, cumplidor con sus obligaciones pero exigente en lo relativo a sus derechos, que se convertía en referencia para sus compañeros y creaba un irresoluble conflicto político al empleador, pillado entre el deseo de poner sordina a sus reivindicaciones y la falta de legitimidad para reprobarle por su saber hacer, típico del proletariado cenetista, ha pasado a la historia. Hoy el trabajo que generalmente se realiza tiene una discutible función social, cuando no forma parte directamente del entramado venal de la dominación.

No me estoy refiriendo sólo a la cantidad de artefactos, cachivaches o productos inútiles o clonados de obsolescencia programada que inundan el mercado, desviando recursos que debían utilizarse para satisfacer auténticas necesidades o ser dirigidos hacia investigaciones que redunden en la mejora general de la vida humana. Hoy en día, oficios, empleos y profesiones de las denominadas liberales, como periodismo, profesor, abogado, médico, etc., en bastantes ocasiones ayudan a justificar, perpetuar o legitimar el statu quo afirmando una mística de sometidos. Una enseñanza enfocada a surtir de herramientas humanas al aparato productivo (la famosa flexiseguridad); unos medios de comunicación que reproducen las categorías dominantes y deslegitiman los valores alternativos; juristas que atienden las demandas de la norma legal por encima de la justicia y sanitarios enfeudados a las industrias clínico-farmacéuticas, conforman ya un panorama de obligada referencia.

Esto justifica de sobra la incorporación del modelo decrecentista en las actividades de los movimientos sociales anticapitalistas, pero no desmiente la pertinencia de indagar qué tipo de acción sindical se requiere para “redimir” (perdón por el palabro) a un proletariado que parece ignorar su estéril condición y a menudo incluso admite su integración en el statu quo como algo deseable y conveniente. De ahí la necesidad de encarar organizaciones red que se adapten al terreno de lo realmente existente, pero que al mismo tiempo tengan la versatilidad de establecer dinámicas libertarias que inserten en su práctica diaria el mundo que pregonamos. Lo que antes de su demonización se conocía como “propaganda por el hecho”.

Traigo aquí a colocación la muy interesante reflexión que en coordenadas próximas a la propuesta constituyente “Por una organización libertaria global” ha realizado el también profesor Tomás Ibáñez en la conferencia que, como colofón a los actos 100 años de anarcosindicalismo 1910-2010, organizados por CGT, pronuncio en Barcelona el 17 de diciembre pasado bajo el título “Apuntes sobre el pensamiento anarcosindicalista”. Sostiene en primer lugar Ibáñez que la potencialidad del anarcosindicalismo radica en su diversidad genealógica.

A mi entender, hay una característica fundamental del anarcosindicalismo, hay una constante que corre a través de todo su ser, y esta no es otra que su naturaleza mestiza, su heterogeneidad constitutiva, su formación a través de múltiples hibridaciones. En efecto, el anarcosindicalismo y su pensamiento se sitúan de lleno bajo el signo de la hibridación. Fue quizás ese mestizaje congénito el que le inyectó su incuestionable vigor, preservándolo de la fragilidad que suele acompañar casi siempre la pureza”.

De este su pecado original, de esta anomalía, sacaría fuerzas lo libertario, porque como pensamiento-acción que es, en opinión de Ibáñez, sabe adaptarse a los cambios de su entorno, modulando respuestas, sin por ello mutar su naturaleza germinal sino, antes al contrario, recreándola, reinventándose.

Fue el producto de una hibridación entre la reflexión y la lucha, fue su punto de unión, su entronque, tan distante de la mera especulación como de la práctica ciega. Esto significa, por una parte, que se trata de un pensamiento que es intrínsecamente evolutivo, puesto que se constituye, permanentemente, en el seno de unas condiciones sociales que son, ellas mismas, cambiantes. Cambiantes por la propia capacidad evolutiva interna que ha demostrado tener el capitalismo, mal que nos pese, y también por los cambios que las luchas obreras imponen al capitalismo. Por otra parte, como las luchas de las que toma sus señas de identidad el pensamiento anarcosindicalista son, claro está, luchas colectivas, esto significa que se trata también de un pensamiento que es colectivo en su propia naturaleza. Un pensamiento que se elabora en común, desde abajo, y que toma buena parte de sus elementos constitutivos a partir de los debates en las asambleas de los sindicatos”.

Luego, por ser lo libertario una expresión de lo colectivo-social, que justifica su mala salud de hierro, su permanente reenganche, concluye Tomás Ibáñez en una longitud de onda próxima a las inquietudes de Carlos Taibo, su sostenibilidad habrá que buscarla en esa capacidad innata de ser el fiel reflejo de una causa sin erigirse nunca en causa que prefigure un supuesto.

Nuevas ataduras, materiales y mentales, construidas por la sociedad del consumo y de la comunicación, penetración de la lógica del mercado en todos los entresijos de la vida, fragmentación y dispersión de las unidades de producción, enorme heterogeneidad de las situaciones laborales, precarización de la existencia laboral y de la existencia a secas, dispositivos de individualización que rompen el sentido de lo común y que disuelven la idea misma de lo colectivo. (…) No es este el momento para desmenuzar las coordenadas de la sociedad contemporánea, pero es obvio que esas nuevas coordenadas exigen que se renueven profundamente las formas y los contenidos de la acción y del pensamiento anarcosindicalista (…). Habrá que pensar, por ejemplo, si no sería posible idear una nueva estructura donde, lo sindical y lo social pudieran fundirse en una misma entidad orgánica”.

Tenemos ante nosotros dos meditaciones convergentes en cuanto a la probidad de lo libertario y de su indispensable apertura a todos los enunciados de la contestación al capital. Se trata de aportaciones muy notables, tanto por la distinta filiación ideológica de sus autores (un ácrata de toda la vida, Tomás Ibáñez, y un veterano de los movimientos sociales, Carlos Taibo), que sin embargo no son discursos totalmente inéditos. Buena parte de lo que proponen Taibo e Ibáñez, cada cual con su propio código, se halla también en la formulación que un anarcosindicalista por libre como el historiador Cesar M. Lorenzo formuló en la ponencia ofrecida en el Ateneo de Madrid, en enero de 2010, dentro de las jornadas de apertura de celebración del centenario del anarcosindicalismo. En síntesis, el hijo del último secretario general de la CNT durante la guerra vino a respaldar su fisonomía mestiza como un potencial de futuro, si la renovación ideológica, que el presumía en la CGT, se completaba holísticamente sin ensoñaciones paralizantes.

Porque el mundo ha cambiado pero no ha cambiado de base. La internacionalización de los movimientos de capital y la transversalidad de sus mercados, eso que han dado en llamar globalización para dotarlo de un enunciado placebo, traslada hoy exigencias derivadas a los movimientos de transformación social. Movimientos y organizaciones que, sin dejar de ser oriundos de cada territorio en donde surge la problemática, cuando lo permite su dimensión a escala deben trascender a otras áreas para compartir la pedagogía de los mecanismos de lucha y resistencia experimentados. Esta demanda de bipolaridad centro-periferia, periferia-centro, precisa dotarse de un carácter inclusivo que vertebre todas las alianzas posibles en el mapa de la contestación al paradigma dominante, que por ser global y hegemónico irradia no sólo al locus principal sino, en su propia dimensión, a otras sociedades distantes pero no distintas. La mortífera degradación del medio ambiente, la lucha contra la xenofobia, la búsqueda de una cultura de la paz y la refutación del paro estructural son afanes comunes a amplios sectores de población de países desarrollados y emergentes, como han puesto en evidencia las rebeliones populares de Túnez y Egipto, regímenes-colmena que, no por casualidad, estaban liderados por partidos políticos pertenecientes a la Internacional Socialista, convertida hoy en el arma secreta del neoliberalismo.

Posiblemente el debate más acuciante en el primer tercio del siglo XXI sea la definición del tipo de espacio público en que puedan expresarse esas luchas sociales. Y aquí aún hay diferencias a tener en cuenta. En el llamado primer mundo, la cultura de consumo y la mediatización institucional, han eliminado, o están en proceso de hacerlo, baluartes clásicos de resistencia como era la comunidad del pensamiento, con la universidad y los medios de comunicación al frente, como motor de ignición de la protesta, con lo que se limita en gran medida la onda expansiva de la subversión. Y no sólo eso, ambas instituciones caminan a pasos agigantados en dirección opuesta, y compiten por constituirse en focos de legitimidad de las contrarreformas en curso. Activos sociales de antaño que hoy son más fábricas de consensos y franquicias del poder que semilleros de la agitación.

Se trata de un proceso sincopado que se acumula a la ya muy arraigada “verticalización” de los centros de trabajo, en otro tiempo auténticos laboratorios de confrontación al sistema. Esta regresión, que se retroalimenta con el efecto disolvente que el consumo provoca en el tuétano individual, representa una derrota histórica para la causa de la justicia social, cuyas consecuencias no conviene pasar por alto. Todo el que haya tenido experiencia duradera en un colectivo empresarial o fabril, tiene una idea aproximada de lo que ha supuesto este déficit de solidaridad. El aislamiento en el trabajo, la concesión de áreas de peaje para la lógica empresarial (ERES, productividad unilateral, limitación sobre la acción sindical, etc.), son la madre de todas las cesiones y allanamientos. La falta de una democracia industrial efectiva en el ámbito productivo junto con la operativa obsesivamente economicista de los sindicatos “representativos” redunda en cebar la impertinencia del espíritu crítico y solidario del trabajador.

Esta pérdida también está ejemplificada en el desplazamiento de la titularidad (reglada) de la oposición al sistema desde la órbita laboral-productiva a la institucional-política, que se supedita así a las sinergias de los poderes fácticos. De ahí que se puedan convocar festivas manifestaciones contra la guerra de Irak con éxito garantizado por la afluencia de gente y agentes sociales (partidos, sindicatos, organizaciones sociales, etc.), pero casi sin solución de continuidad fracasen rotundamente convocatorias ciudadanas de paros y huelgas para proteger el Estado de Bienestar, cuyo devastación programan los gobiernos mediante involuciones que contingentan las conquistas sociales.

Todo ello nos lleva a repensar la necesidad de nueva paidea revolucionaria y democrática con capacidad de concienciar a trabajadores y ciudadanos en favor de una sociedad de amplia base. Sería un error de percepción aceptar que el imaginario social de las grandes urbes, su cosmopolitismo golosina y el arrogante individualismo de los sectores más visibles, tienen su réplica inevitable en el mundo rural. No hay tal sucursalismo irremediable, sino un terreno en barbecho. Compete a los movimientos sociales, a los activistas libertarios y a los sindicatos alternativos volver grupas a la periferia-despensa, trasladar sus mensajes y propuestas a campo abierto e intentar crear en ese anillo excéntrico y a menudo marginal las condiciones de asunción de una realidad que hagan posible la quiebra de la resignación ambiente.

Sin descartar, según sean las condiciones existentes y siempre que no implique ninguna profesionalización política, la insurgencia de una democracia de proximidad, auto-democracia, de acción directa y autogobierno, que permita embridar los principios con las demandas contingentes de esa población. Y ello por mor del “principio de subsidiaridad” integral, que exige que todas las decisiones se tomen al nivel más próximo a la gente, estableciendo una ruptura identitaria con la “política realmente existente”. Porque urge refutar en la práctica la rutina dominante, caracterizada por una concentración política, económica y mediática que legitima en una elite la apropiación y gestión de los recursos sociales mediante la herramienta-artefacto del Estado, maniobra propia de la “manumisión representativa” del ámbito privado pre-político. En este sentido, evalúo con Takis Fotopoulos (Hacia una democracia inclusiva) la oportunidad de explorar las posibilidades políticas del municipalismo confederal “porque da la posibilidad de cambiar la sociedad desde abajo, que es la única estrategia democrática, en contraste con los métodos estatistas que intentan cambiar la sociedad desde arriba”. Esto significa incentivar un planteamiento “no delegativo” y por tanto “antiparlamentario”, pensando desde los márgenes nodales, superador de las evidentes limitaciones de la específica acción sindical, incluso de la anarcosindicalista.

La tarea del héroe que compete hoy al movimiento libertario global es identificar al sujeto político de la gran trasformación y definir el espacio público donde pueda echar raíces, crecer y multiplicarse. En una palabra, se trata de recuperar la propia experiencia humana que la alienación capitalista nos usurpa, para desde el reconocimiento de una misma cohesión ética centrifugar la subversión que configure el solar vital donde brote la verdadera democracia.

Con el deseo de que otras voces se sumen a esta reflexión aportando sus puntos de vista, criterios y propuestas. ¡Por una organización libertaria global! Manos a la obra.

Rafael Cid