Hay dos cuestiones inexplicables en torno a la crisis, que ahora hace doblete, es económica y sanitaria, sistémica y pandémica, como si ambas catástrofes en el fondo no fueran de la misma estirpe. No se explica cómo, vaciadas las arcas públicas a favor de la banca (“ya no hay margen”, sentenció Solbes en el último aliento), con cifras de paro que doblan la media europea, la gente no se echa a la calle y cunde la protesta. En Francia, con un panorama mucho menos grave y una protección social bastante más holgada, la ciudadanía ya ha protagonizado dos sonoras huelgas generales.
¿Dónde está, pues la diferencia que nos jibariza ? ¿Estará la ventaja en el tradicional laicismo gabacho que dinamiza el soberanismo ciudadano ? Seguro que no hay una sola razón que justifique la pereza del colectivo social ante la agresión del capital y sus guardagujas, pero también parece claro que la toma de posición de los sindicatos resulta determinante para discriminar ambos comportamientos. En España, “las centrales” están por el diálogo social con la patronal y el gobierno, mientras en el país vecino muestran su fuerza contestando los planes de un rescate financiero unilateral y acumulan masa crítica entre la sociedad denunciando el doble rasero de la clase dirigente. Se dirá, y es verdad, que en Francia tienen enfrente a un gobierno de derechas y que, por el contrario, aquí tenemos uno de izquierdas. Bien, aceptemos el irrelevante nominalismo de esos siameses ideológicos, pero el resultado es que los trabajadores franceses se movilizan en defensa de lo público-social, y en el ruedo ibérico ejemplarizamos decrecimientos salariales voluntarios para mendigar “carga de trabajo” a una multinacional del automóvil que el año pasado obtuvo el mayor beneficio de su historia y algunos líderes de los sindicatos mayoritarios, ergo Jose María Fidalgo, cantan la gallina encamándose con el adversario. Alguien pensará que si se trata de dialogar entre iguales, la mejor manera de acercar posiciones es haciendo el boca a boca con la patronal.
El otro misterio envuelto en un enigma, seguramente concomitante con el fiasco anterior, tiene que ver con la confianza que la base social damnificada por la crisis muestra con el gobierno, un Ejecutivo que no supo prevenir el crac, todavía niega su destructiva evidencia y compromete cuantiosos recursos públicos para socorrer al sector financiero sin contrapartida cierta (puede contabilizar los activos dudosos a su conveniencia). Un gobierno de cemento armado que parece haber resucitado aquel “puedo prometer y prometo” de Adolfo Suárez como mantra redentor. Y es que a la hora de la lotería electoral, entre un PP que vocea a los cuatro vientos la imperiosa necesidad de una contrarreforma laboral y un PSOE “descamisado” y campeador dispuesto a batirse el cobre en la dirección contraria, no hay color. Aunque ya casi nadie recuerde que las grandes involuciones en materia de precarización laboral las hizo el felipismo, y sin embargo (o quizás por eso) eso no evitó que bajo su mandato se alcanzaran las mayores cotas de paro y de inflación conocidas desde la transición. En el “miedo ambiente” que define el momento presente, pocos entienden que no se trata de escoger entre lo malo conocido y lo peor pronosticado, sino de decir adiós a todo eso y avanzar en resuelta dirección por las grandes alamedas. La política tándem, hoy PSOE, mañana PP, es el eterno viaje a ninguna parte. Un circunloquio que cada vez nos hace más ciegos y anula los escasos rastros de humanidad responsable y rebelde (dos términos que son puro pleonasmo) que se escapan al panóptico dominante.
Los hechos son tozudos, o deberían serlo. Si 30 años después de la transición (transacción) a la democracia, con la supuesta recepción de nuevos valores cívicos y éticos, la sociedad española sigue salomónicamente dividida entre una derecha cerril y una izquierda con pasamontañas, que impide en la realidad un cambio sustancial en lo social, más allá del aspecto material y consumista, es que seguimos anclados en los rancios esquemas del transfranquismo sociológico. Lo que, a la hora de la verdad, significa que la derecha de toda la vida (reaccionaria en lo económico, carca en lo político, curíl en lo cultural y meapilas en lo social) ha ganado la apuesta por partida doble : porque sigue controlando el cuadro de mandos y porque, para ampliar su base electoral, obliga a la izquierda a una derechización continua y galopante. Con lo que PP o PSOE, a la postre y en lo sustancial transformador, tanto da : seguimos donde estábamos y decíamos ayer. Lo peor de todo, lo que trasciende del mero formalismo costumbrista, es que ese extraño viaje se termina metabolizando por la resignada ciudadanía como pensamiento único, o sea, la irracionalidad política se instala como moneda de curso legal, natural e inevitable.
Hace unas fechas, el profesor Sempere se refería en las páginas del diario Público a este asunto de la irracionalidad reinante. Señalaba la manera en que la ilógica de la economía realmente existente regida por el beneficio caiga quien caiga había desplazado en el imaginario común a la lógica de una economía al servicio de las necesidades reales de los ciudadanos. Y ponía el ejemplo de cómo se acepta sin trauma la transfusión de recursos públicos al sector financiero con la excusa de detener la destrucción de empleo y no se cuestiona, sobre la misma base justa de luchar contra el paro, la deslocalización de empresas hacia latitudes con costes laborales esclavistas. Y es que la irracionalidad económica y la irracionalidad política cabalgan juntas. ¿O es que no es igualmente irracional un sistema de convivencia fundamentado en que la parte mayoritaria de la sociedad, y la más humilde, elija a los menos y más pudiente para su gobierno, y que además ésta élite privilegiada utilice semejante consentimiento delegado para perpetrar grandes negocios que sistemáticamente pagan los de abajo ? Y no me voy por los cerros de Úbeda si digo que la irracionalidad suprema y globalizadora es el mito de la Corona.
Fuente: Rafael Cid