Tras Pedro Kropotkin y Miguel Bakunin, el tercer gran pensador anarquista que ha dado Rusia fue León Tolstói, uno de los escritores que mejor y con mayor talento ha retratado el alma humana en la historia de la literatura mundial. Si en Kropotkin el anarquismo proudhoniano alcanza la categoría cooperativa y en Bakunin de acción directa, en Tolstói el adjetivo pacifista es su seña de identidad.
Conviene destacarlo ahora que de nuevo se intenta criminalizar a la corriente ideológica que Eliseo Reclus definió como “la más alta expresión del orden” con la apelación una supuesta violencia constituyente que el mismo Bakunin sostuvo que era “siempre un mal, una daño monstruoso y un gran desastre, no sólo por lo que respecta a las víctimas, sino también por la pureza y la perfección del fin en cuyo nombre esas revoluciones se suscitan”.
El autor de Guerra y Paz y Ana Karenina es el Gandhi del anarquismo antes de que existiera el gandhismo (que en realidad es un afluente tolstoiano) y como tal murió, negando toda autoridad, divina y terrenal, que supusiera dominación sobre los seres humanos que nacen libres e iguales. Aunque desde los marcos referenciales de la memoria oficial se persista en presentar su compleja obra literaria como fruto de un atormentado sentimiento trágico de la vida (Babelia, 20 de noviembre 2010), acuñando su legado en el oscuro ámbito del trascendentalismo religioso.
De origen aristocrático como sus dos paisanos Kropotkin y Bakunin, la identificación del Tolstoi, que descartaba todo conato de violencia, con el anarquismo, confirma que es el rechazo al Estado y el principio de autoridad la característica seminal de la tradición libertaria. “Todos los gobiernos son en igual medida buenos y malos. El mejor ideal es la anarquía”, escribió en 1957 influido por la lectura de Qué es la propiedad, de Pedro-José Proudhon, al que visitaría cuando el padre del concepto estaba exiliado en Bruselas, y de cuya obra La guerra y la paz tomaría inspiración para el título de su inmortal novela.
Idéntica afinidad mantuvo Tolstoi con Kropotkin, admiración que fue ampliamente correspondida por el gran geógrafo, como éste reconoció en carta a su discípulo Vladimir Chertkov :”Para comprender lo mucho que simpatizo con las ideas de Tolstoi, basta decir que he escrito todo un volumen para demostrar que la vida no se crea por la lucha por la existencia sino mediante la ayuda mutua” (George Woodcock, Los anarquistas). Se refería a su libro el Apoyo mutuo.
Pero, sin duda, la singularidad de Tolstoi era su integridad moral, aspecto éste que conformó toda su trayectoria vital : la del hombre, el escritor y el anarquista. La ética como imperativo categórico en Tolstoi, como a su manera en Proudhon y Kropotkin, significaba dos cosas fundamentales : el rechazo del Estado y la propaganda por el hecho como paradigma de ejemplaridad. “El Estado moderno no es más que una conspiración para explotar a los ciudadanos, pero sobre todo para desmoralizarlos”. De ahí que, coherentemente con los principios antiautoritarios que profesaba, se comprometiera a darle la espalda de por vida declarando que “en adelante no serviré jamás a gobierno alguno”.
Bajo esa impronta perfiló su obra el anarcopacifista LeónTolstoi, teniendo siempre como referente de sus desvelos a las gentes más humildes y socialmente productivas del pueblo ruso, y sobre todo del mundo rural, en contraste con la población urbana y las clases dominantes y ociosas, que fueron perpetuamente el objeto de su reprobación, sin perderse en los meandros del maniqueísmo ni en los encantamientos de las simplificaciones ideológicas. Lo genial de la obra tolstoiana, su talento literario, radica precisamente en describir magistralmente la tensión entre una brutal realidad preexistente y la ternura infinita de aquellos que la padecían sin posibilidad de redención. El famoso comienzo de Ana Karenina es el mejor reconocimiento de esa pasión por narrar el infortunio de la existencia bajo el capitalismo : “Todas las familias felices se parecen unas a otras, cada familia desdichada lo es a su manera”.
Tolstoi, como decía de sí mismo el etnógrafo Julio Caro Baroja, podría inscribirse en ese territorio sin fronteras que abarca a los “anarquistas mansos”, gentes sin militancia expresa en las ideas pero con una impronta ética indeclinable, convencidos de “que la fuerza moral de un solo hombre que insiste en ser libre es mayor que la multitud de esclavos silenciosos”. De ahí que en el ocaso de las ideologías nacidas al calor del culto autoritario, cuando sus formatos de capitalismo de Estado, de socialismo de Estado y de socialdemocracia de Estado son un triste referente, el rastro libertario del escritor ruso de cuya muerte se cumplen 100 años constate una realidad innegable y prometedora, cuya huella sigue abriendo caminos. El “no serviré jamás a gobierno alguno”, el ejemplo propio como arma para trasformar la sociedad, no está lejos de lo que constituyó ley de vida en otro creador universal, el iberista portugués Miguel Torga, al señalar que “la única manera de ser libre ante el poder es tener la dignidad de no servirlo”.
Rafael Cid