No siempre el progreso representa un avance real. Cuando se solapa como desarrollo el simple crecimiento, a veces sólo se encubre una fuga hacia delante. Eso es lo que, visto en perspectiva, parece que han sido estos últimos 35 años de democracia otorgada.
Se acumulan los signos de todo tipo que muestran una similitud entre el ciclo histórico 1975-1978, desde la muerte de Franco a la aprobación en referéndum de la Constitución, con el actual que abarca desde el estallido de la crisis financiera internacional en 2007 hasta el espasmo político de 2010. Veamos.
En esos años críticos de lo que se ha venido llamando “transición” para indicar el paso sin solución de continuidad de un régimen a otro, se dieron unas constantes que determinaron el proceso, su ritmo, su calado y sus gestores. Estas pautas pueden resumirse en la crisis energética que arranca en 1973, con la subida del precio del petróleo por la OPEP en respuesta al contencioso árabe-israelí, la deslocalización –que no descolonización- en el hasta entonces Sahara español, una ubicación en la periferia de la naciente economía-mundo y la integración en el sistema heredado del franquismo de las fuerzas de la oposición. Todo ello en un clima cultural que evidenciaba una hegemonía de la ideología de las izquierdas y los movimientos sociales.
Es decir, una estructura de recambio político-económico-institucional que refleja no una “transición” sino una “transacción” por la que las élites mancomunadas acuerdan cohabitar en el nuevo ciclo histórico al margen de los intereses y demandas de sus patrocinados, el teórico pueblo soberano. La lucha que se libraba, en términos de dinámica histórica, era la del flujo del cambio frente al stock del statu quo, en un marco de interdependencia inicialmente favorable al turno del pueblo. La Europa democrática de aquel tiempo no podía sino ver con buenos ojos la caída de un sistema autoritario que apoyó al nazismo, sobre todo tras la experiencia de la revolución de los claveles liderada por los capitanes del 25 de abril en Portugal, precisamente los cuadros militares que habían sufrido el trauma de la barbarie colonial.
En los momentos presentes, consumidos tantos años de democracia sobrevenida como de franquismo hubo, se dan unas circunstancias que recuerdan mucho a las que concurrieron durante la transición. Tenemos una crisis económica estructural incontrolada. A Marruecos como el mismo agente que compromete la política exterior española tratando de consumar otra “marcha verde” para la anexión definitiva del territorio saharaui. Un régimen agotado en su recorrido político y sujeto a una renovación imparable en la jefatura del Estado. Y, finalmente, como entonces, la izquierda oficial, ahora en el gobierno, asume de oficio la tarea de “trasegarnos” desde una orilla a otra del sistema cambiando algo para que todo siga igual.
No obstante, la diferencia más notable entre ambos periodos reside en el frente cultural e ideológico. Mientras en 1975, la derecha, los poderes fácticos y los sectores más reaccionarios eran tigres de papel (por eso promovieron una violenta y estruendosa estrategia de la tensión que rebajara el argumentario de la ruptura), hoy, sus nietos, por el contrario, ostentan posiciones de control e influencia mayores. Y lo que es más decisivo, han logrado que una parte significativa de la población se sienta representada en sus intereses. La tragedia de esta democracia éticamente caníbal que devora está en ese balance equinoccial que hace que más siete lustros después de enterrar el franquismo y sus contravalores, millones de españoles de a pie se movilicen por el Papa, sostengan la xenofobia, sean pasivos frente al saqueo de la crisis económica y depositen sus esperanzas en partidos que, a derecha y centro (izquierda real no existe), no son sino voceros más o menos contingentes de la clases dominantes.
En este contexto, la renuncia a la propia experiencia como ciudadanos activos, depositarios únicos de la verdadera democracia, sigue siendo el discurso dominante en todos los púlpitos. En los albores de la transición se decía que era imposible la ruptura porque el ejército franquista sacaría los tanques. Y no fue así ni Cristo que lo fundó. Por partida doble. Primero, porque ese mismo partido militar, en muy buena medida constituido por mandos africanistas, lejos de hacer uso de la fuerza, abandonó sin pegar un solo tiro el Sahara, traicionando el “sagrado” principio de la unidad de la patria. Y segundo, porque cuando si bramaron los tanques fue durante el periodo de vigencia constitucional, en los aún no contados cómo pasó sucesos del 23-F de 1981. Hoy, y esta si es una “anomalía”, ese espadón de Damocles no existe ni se le espera.
Dicho todo lo anterior, y haciendo de la necesidad virtud, el nuevo tiempo que se nos abre ofrece otra vez la oportunidad de caminar hacia una ruptura que haga posible una democracia social avanzada como pregona la Constitución del 78. Porque si la muerte de Franco y la agonía de su régimen fue una oportunidad fallida por concitarse en contra de la ruptura las viejas y las nuevas oligarquías políticas, la ventaja actual radica en que, siendo España miembro de pleno derecho de la Unión Europea y una potencia euro-mediterránea, está prácticamente descartado cualquier tipo de amenaza cuartelera a la vieja usanza. La prueba es que la derecha extrema realmente existente y el nacionalcatolicismo rampante, han abandonado sus prácticas de desestabilización inducida manu militari por extemporáneas, y hoy predican nuevas tácticas desde los propios centros de poder económicos. Como hace ese conglomerado ultra que representa el grupo Inter-economía, con sumideros en las tribus neocons, las partidas de la Falange nostálgica del 18 de Julio, el mundo financiero y los sectores más reaccionarios de la Conferencia Episcopal.
Aprender del 75 para tomar impulso hacia la ruptura democrática con una oposición que se oponga.
Rafael Cid