Sabemos que la crisis económica actual la ha provocado la avidez especulativa del capital financiero. Y dado esa premisa, la lógica indicaría que la solución buscada por los gobiernos fuera consecuente con el antecedente. Es lo que exige el principio de responsabilidad y la necesaria legitimidad de ejercicio. Lo contrario sería un dislate que debería pasar factura a sus promotores, provocando su revocación en el poder.
Y no digamos nada si, en vez de un mero error o sinsentido procesal, se trata de un acto premeditado para encubrir las cargas y el dolo en que los factótum del crac han incurrido. Entonces estaríamos ante un claro acto de alta traición que justificaría una acción subversiva para restablecer la acribillada soberanía popular.
Recordemos que la resistencia a la opresión es un derecho clásico fundamental “bendecido” desde la teología medieval hasta los pronunciamientos revolucionarios. La constitución francesa de 1791, sin ir más lejos, proclama en su frontispicio el sagrado derecho a “la libertad, la seguridad, la propiedad y la lucha contra la opresión”.
Por bien, en todo el proceloso vaivén de la crisis percutente se dan las premisas básicas para esa resistencia ante la opresión. Por partida doble y encadenada. Es un ataque a la propiedad colectiva (se han saqueado recursos públicos por bribones privados, no por una catástrofe natural a la que toda la sociedad debería sufragar comunitariamente) y un gobierno guardagujas de los privilegios de los poderosos ha invertido la carga de la prueba. Por activa, por pasiva y por perifrástica. Los más perjudicamos por la economía de casino tolerada por el Estado son los trabajadores que inundan las filas del paro y sus familias.
El coste de la crisis ha sido pagado por los mismos ciudadanos-productores que verán mermados sus servicios en los próximos años debido a esa mengua de recursos dados a sus depredadores. Y finalmente, cumpliendo el dicho de que todo lo que mal empieza peor acaba, el gobierno de la nación –no de una facción por muy rica e influyente que sea- decide sanear las deprimidas arcas públicas gravando con impuestos a los perjudicados de primera instancia, mientras exonera a los ricos culpables del latrocinio, y, para más inri, justifica su reaccionaria y expoliadora medida “reguladora” con la excusa de que se hace para poder atender las prestaciones de desempleo, con lo que reafirma la pesadilla de convertir a las damnificados en “aprovechados” a causa de la crisis.
Decía san Agustín que un Estado que se mide a sí mismo por sus propios intereses y no por la verdadera justicia es como una banda de ladrones bien organizada. Robín Hood al revés. Hasta ahora los vencedores reescribían la historia “regulándola” de acuerdo a sus necesidades y mayor gloria. Ahora con el episodio de la crisis caníbal, además la vampirizan en el altar del libre mercado. Entre la castrante obediencia debida y la enriquecedora resistencia debida sólo dista un problema de insumisión ética.
Rafa Cid