Hace unos días provoqué a mi pesar un pequeño rifirrafe a cuento del homenaje a Buenaventura Durruti del próximo 20 de noviembre en León.
Y digo “provoqué” porque sin conocer todos los detalles del caso anticipé mi temor a que el acto a celebrar en su memoria, con el descubrimiento de una escultura que lleva por nombre Halito Durruti, pudiera ser capitalizado por las autoridades locales y la clase política que, tras ímprobos esfuerzos por parte de la Asociación amigos de Durruti y la CGT leonesa, finalmente habían otorgado la licencia para erigir el monumento en la plaza donde nació el más legendario de los anarquistas españoles.
Con esa precipitada opinión en un foro de memoria libertaria magnifiqué lo que, a la vista de la detallada información suministrada al respecto por el periódico Rojo y Negro de agosto, resulta sólo un prejuicio. Queda claro que toda la gestión del Memorial Halito Durruti es merecedora de reconocimiento general por el esfuerzo, perseverancia y entusiasmo con que ese curtido grupo de “amigos de Durruti” ha perseguido el proyecto desde que saltara la idea allá en el 2002.
Sin embargo, tengo también la convicción de que dicho pre-juicio revelaba en realidad un malestar (un per-juicio) que a veces nos invade cuando la difusión de actividades libertarias precisa enmarcarse en contextos institucionales. Algo que sin duda anida en la corta pero intensa historia del cegetismo al asumir la imposibilidad de intervenir sindicalmente al margen total del sistema normativo. Ciertamente la CGT constituye hoy una alternativa solvente frente a las centrales burocráticas porque ha sabido lidiar con la realidad insoslayable del mundo laboral realmente existente y el deseo estratégico de compromiso con los principios éticos del anarcosindicalismo inclusivo. E incluso es posible que el honesto manejo de esa difícil coherencia (trabazón) esté permitiendo que, a la salida de crisis económica actual, sus posiciones se vean notablemente reforzadas al reconocer muchos los trabajadores en sus siglas quizás la única expresión potente de práctica sindical independiente y solidaria.
Pero junto a esa realidad indispensable y prioritaria, están los valores que marcan las señas de identidad del anarcosindicalismo más allá y más acá de la contienda diaria en los centros de trabajo. Me refiero a ese capital simbólico tan valioso como delicado que constituye el legado que define lo antiautoritario y que en algunas ocasiones podemos intuir amenazado por el “pragmatismo” operativo. Al menos últimamente yo he sentido ese quisquilloso balbuceo en dos ocasiones. Una al ver las fotos del acto conmemorativo del 25 aniversario de la constitución de CGT y comprobar una vez más la voracidad con que el medio condiciona el mensaje. Me refiero a la forma en que el tándem formado por el escenario (sala del ministerio de Cultura) y el atrezo institucional (banderas españolas flanqueando a los ponentes) tutelaba iconográficamente el merecido evento.
En otra ocasión fui yo mismo el involucrado. Sucedió cuando en un encuentro público en el Ateneo de Madrid para glosar la figura de Melchor Rodríguez, la directora general de prisiones solicitó intervenir para apoyar la idea. Estaba en su perfecto derecho y además era un gesto que la honraba, pero nadie podía ignorar que en aquellos precisos momentos Amadeu Casellas arrostraba una huelga de hambre para solicitar la revisión de su condena. Había, pues, una clara colisión de sensibilidades y haber cedido al protagonismo descontextualizado de la jefa de las cárceles no hubiera resultado ni ético ni estético. Así que Mercedes Gallizo habló, y lo hizo para prometer un reconocimiento oficial a la trayectoria de su antecesor de la FAI, pero sin el privilegio de acceder a la mesa, desde el público, como uno más (un gesto que sin duda pudo ser considerado descortés por una parte de los asistentes y decididamente chungo por otra que hubiera deseado mayor contundencia dialéctica de parte del presentador). Ser y parecerlo. No es fácil, ni siempre se está acertado o diligente en la respuesta. Pero es nuestro capital simbólico. Porque si la sal se pierde quién nos devolverá su sabor.
Por eso el Hálito Durruti, lejos de suponer una carga, representa una gran oportunidad de reafirmación libertaria (nulla esthética sine ética). Si años atrás fuimos cuatro gatos los que, junto a su babélica y prolífica familia, subimos hasta el pueblo leonés de Reyero para lanzar al aire las cenizas de Diego Abad de Santillán y colocar una placa de recuerdo en la fachada donde estuvo el que fuera su hogar, el 20- de noviembre de 2009 es preciso que haya una auténtica avalancha de “amigos de Durruti” para testimoniar que no nos resignamos, que todavía hay muchas personas que llevan un mundo nuevo en sus corazones y denunciar que la democracia otorgada que nos gobierna sigue amparando las injusticias y los crímenes del franquismo contra miles de anónimos “durrutis”.
La figura y la trayectoria del coloso Durrutií, por su dimensión ética y grandeza revolucionaria, no puede ser sólo patrimonio de unas siglas. Demostremos, pues, con nuestra presencia masiva y proactiva en ese homenaje que el corto y cálido verano de la anarquía tiene largo aliento. Hace pocos meses Buenaventura Durruti fue designado el leonés contemporáneo más universal en una elección popular. Ahora, esa iniciativa democrática debe materializarse copando la suscripción, igualmente popular, abierta para sufragar los gastos de esa mole de piedra de Calatorao que le recordará en su tierra natal. Para que el pueblo, sólo el pueblo y nada más que el pueblo sea su único heredero y albacea.
(La cuenta para contribuir al “Hálito Durruti” es la del Sindicato de Oficios Varios de CGT León 0182-0689-11-0201547882)
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