El gran mérito del darwinismo político de los primeros años de la transición fue acuñar el epítome “resistencia silenciosa” para dignificar la sinuosa trayectoria vital de aquellos primeros capataces intelectuales del franquismo, en la doctrina y en el ordeno y mando, que rebasado su ecuador verbalizaron eficazmente un distanciamiento ante el régimen que tanto les debía.

El gran mérito del darwinismo político de los primeros años de la transición fue acuñar el epítome “resistencia silenciosa” para dignificar la sinuosa trayectoria vital de aquellos primeros capataces intelectuales del franquismo, en la doctrina y en el ordeno y mando, que rebasado su ecuador verbalizaron eficazmente un distanciamiento ante el régimen que tanto les debía.

Gentes como el jesuita José María Llanos, Laín Entralgo, Dionisio Ridruejo, Sánchez Mazas y el propio José Luis Aranguren recientemente celebrado, entre otros muchos de aquella bien pertrechada corte falangista, configuraron una especie nueva en la historia del transformismo ideológico. Una cepa de metamorfosis que permitía pregonar dos tradiciones, la fascista y la democrática, sin casi solución de continuidad según conviniera. De ser el confesor del Caudillo, caso padre Llanos, o el más preclaro mentor del nazismo y entusiasta reclutador de la División Azul para combatir al comunismo al lado del III Reich, caso Ridruejo, trocaron por obra y gracia de plumas contumaces en el olvido selectivo, en arquetipo de abnegados demócratas para todo aquel que ambicionara ser cooptado a la filas de la disidencia canónica.

Desposesiones de cátedras a las que habían accedido previo solemne juramento de los Principios Fundamentales del Movimiento (el partido único), caso Aranguren y Laín ; confinamientos forzosos, caso Ridruejo, apostolado obrero con correaje y pistola, caso Llanos, permitieron pasando el tiempo del almanaque que se configurara una galería mediática de “resistentes silenciosos” que con su peripecia cimentaban el futuro que la dictadura había prefigurada en su larga marcha hacia la transición sin ruptura ni exigencia de responsabilidades : primero con la declaración de España como Reino en 1947 y luego con la designación en 1969 de Juan Carlos como heredero político de Franco, no sin antes traicionar a su padre y con él a la legalidad borbónica como exigencia sine qua nom del dictador para su franquiciada entronización. En el imaginario colectivo, el tracto sucesorio, de ley a ley, podía leerse como el capítulo más sublime de esa esforzada “resistencia silenciosa” de quienes al parecer habían necesitado cumplir a plomo con la dictadura para apadrinar luego la democracia otorgada con conocimiento de causa.

Pero precisamente esa soga siniestra de ley a ley serviría para confirmar que se había cambiado algo para que lo principal siguiera igual. Atado y bien atado, aunque el fardo que lo envolviera fuera un adefesio, se pasaba de la momia de El Pardo a la casita del Príncipe sin Nüremberg por medio. Consumado el miserable simulacro, los heroicos y discretos resistentes, encaramados en la pódium de lo democráticamente correcto por la opinión publicada, crearon escuela. Ellos eran el espejo en que todo buen ciudadano debía inspirarse. Los vencidos, masacrados, desterrados, perseguidos, humillados y diezmados republicanos no existían. Su terca lealtad ética, ese no querer cambiar de chaqueta ni el oficio de vivir, les hacia invisibles para una sociedad lobotomizada por el consumo, la mediocridad cultural y la cretinez política. Ellos eran el exilio interior, un territorio ubicado en ninguna parte, un osario civil donde iban a parar aquellos que no tenían sitio en la desmemoriada España coronada.

En homenaje a esa gente que oficialmente nunca existió porque su resistencia y lucha contra la dictadura fue auténtica y tenaz, Jaime de Armiñan ha escrito y dirigido la bellísima película “14 Fabian Road”, una testamento cinematógrafo sobre aquellos “rojos” que pagaron con un atroz exilio interior la osadía de haber combatido al franquismo hasta el último aliento y negarse a participar en la farsa de una democracia convertida en un parque temático por la saga neofranquista y sus compinches. Película de culto que nadie podré ver en las pantallas comerciales porque la dos legalidades aún vigentes impiden con sutiles controles ideológicos y de mercado que alguien que no sea un perfecto memo o un bribón absoluto pueda contar de verdad a la gente que ese fantaseado silencio resistente era en realidad el silencio de los corderos.


Fuente: R. Cid