Artículo de opinión de Rafael Cid.

“Cuando los hombres dejen de desfilar, entonces se realizarán también sus sueños”
(Max Horkheimer)

“Cuando los hombres dejen de desfilar, entonces se realizarán también sus sueños”
(Max Horkheimer)

Quizá una de las prioridades políticas del momento sea entender las causas de esa vuelta del nacionalsocialismo (nazi es un acrónimo) que se observa en muchos países desarrollados. A casi un siglo de su primera aparición en Europa, tras haber sido derrotado por las armas y sufrido la criminalidad en masa que significaron el holocausto y el gulag, el fenómeno ultra despunta en el viejo continente en las urnas en su versión populista. ¿Por qué regresa con saña vestida de xenofobia en el marco territorial más próspero, avanzado culturalmente y con mayor nivel de derechos y libertades del globo? ¿Y por qué lo hace precisamente con mayor fuerza en aquellas áreas geográficas que durante sesenta años tuvieron regímenes comunistas? La impactante manifestación neonazi en la localidad de Chemnitz, en la antigua Alemania del Este, junto al colosal busto de Carlos Marx y al grito de resonancias izquierdistas “nosotros somos el pueblo”, supone un severo aviso de su creciente arraigo entre las clases trabajadoras.

Responder a estas cuestiones exige indagar en la naturaleza disciplinaria de un modelo de Estado-Nación que anula la conciencia crítica de los ciudadanos. Sin interferir en la polémica de si el hitlerismo y el estalinismo son primos hermanos, disputa que alimentó el debate sobre el totalitarismo entre intelectuales como Hannah Arendt y Jean Amery, lo cierto es que ambas dictaduras holísticas compartían idéntica fetichización del Estado a través de un partido único que decía identificar al pueblo en su conjunto. El aparato monopolista del Estado, su burocracia, los niveles jerárquicos en que se instituye, el culto a la personalidad de sus máximos dirigentes (¡ojo con el carisma!), la militarización y el disciplinamiento de la sociedad civil, la canibalización de la disidencia y el hostigamiento a la crítica, son factores concurrentes en ambos modelos.  

El resultado es una inmensa colmena social que asfixia toda autonomía personal convirtiendo al factor humano en una anomalía del sistema. La centralidad mórbida del Estado concentracionario se manifiesta también en la resistencia en reconocer su criminalidad desde la atalaya de los “Estados democráticos” que les sucedieron. El genocidio judío llevado a cabo por los nazis solo comenzó a aflorar como verdadero “holocausto” a finales de los cincuenta y la masacre estalinista, solapada por influyentes sectores de la izquierda intelectual europea, bastante después. El estudio “Deportación. El horror en los campos de concentración”, un referente del género “recomendado por la Academia de Ciencias Morales y Políticas de Francia”, editado en 1969, no contenía ni una sola cita sobre el gulag. En 1963 Arendt había publicado “Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal”, donde insinuaba que acatar el conformismo suicida de los Consejos Judíos (Judenräte) que mandaban en los guetos hizo que millones de cautivos se resignaran a su destino fatal y nunca se sublevaran en los campos de exterminio (según Raul Hilberg solo 4 SS habían sido asesinados por los judíos).

Cuando el sujeto se hipoteca al dictado del Estado el ciudadano pasa a ser su parásito sin experiencia autónoma que existe a expensas de su casero. Entonces el principio de autoridad lo es todo, y la mediocridad el rasero en que se formulan las dinámicas sociales. Ese fue el comportamiento que identificó, mutatis mutandis, al ser nazi y al soviético, y que ahora perfila la fisonomía de los numerosos populismos excluyentes y antieuropeos. El Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán (NSDAP) hitleriano adoptó como seña de identidad la Bandera Roja, el Primero de Mayo como fiesta nacional y el término “camaradas” (genossen) para sus miembros. Una prueba de que barbarie y civilización pueden compartir el mismo lecho cuando la gente acepta una existencia diferida a través de un Estado supremacista. En el siglo XX el fenómeno se incubó en el Oeste después de la gran depresión del 29, y como consecuencias de las políticas totalitarias de marchamo revolucionario en el Este. En el primer tercio del siglo XXI, con un mundo omnímodamente capitalista, el brote xenófobo surge como una rebelión de las masas damnificadas del Estado de Bienestar por la crisis financiera del 2008. Nuevamente el secreto está en la masa, y puesto que esos regímenes convertían a las personas en números, como argumenta el historiador Timothy Snyder en Tierras de sangre, “es nuestro cometido, como humanistas, volver a convertir esos números en personas”. De ahí que más que seguir repitiendo el consabido qué hacer la cuestión clave, aquí y ahora, sea por el contrario qué no hacer.
El poder necesita para legitimarse retener la confianza de la mayoría social, representarla a trancas y barrancas. Mayoría virtual en realidad, porque nunca abarca a toda la gente. Aunque la ficción jurídica convencional pretenda que un solo diputado equivale al conjunto de la nación. Salvo en los regímenes totalitarios, que como todo el mundo sabe son infalibles por definición, hasta que naufragan por colapso. De ahí que entre la elite política dirigente y la multitud subrogada se produzca una relación de dependencia bidireccional, pero confiscatoria de los menos a los más. Una suerte de apareamiento desigual que confluye en interesada sincronización de voluntades en orden descendente y a plomada. Existencia impostada que funciona como un circuito cerrado de entidades autárquicas comisionadas para reproducir el fetiche estatal dominante. Lo que conlleva la hemofilia de un territorio de poder expandido a sus asistidos, que solo puede ser recuperado por la minoría refractaria. A la postre, los estigmatizados de fuera son la esperanza pugnante de los tonsurados de dentro. Seguramente porque, como se lee al principio del cuento Eleonora, de Edgar Allan Poe, “quienes sueñan despiertos saben muchas más cosas que escapan a quienes solo sueñan de noche”.

El que los no alineados recelemos de la contienda electoral para nada implica que nos hayamos jubilado de la política, que es algo bastante más serio que esa quiniela verbenera del quítate tú para que me ponga yo. Aunque a veces se tome el rábano por las hojas, precisamente por ejercer un abstencionismo responsable y beligerante frente al insípido vaivén partidista, nuestra posición supone un compromiso permanente a favor de una construcción humanista de la realidad. Entre otras cosas porque una modificación sustantiva del statu quo únicamente tiene visos de prosperar desde una perspectiva que trascienda el cortoplacismo gubernamental. Anclados en la urgencia de lo inmediato para usufructuar el poder, los grupos institucionales son incapaces de abordar los cambios de calado que exigen las dinámicas sociales.

Paradójicamente, esa es una tarea que deben y pueden plantear mejor quienes no están enfeudados al ciclostilado de las urnas, ni hayan enajenado su tiempo convivencial a la lógica de los aparatos disciplinarios. Lo dice un filósofo italiano contemporáneo: la “hipertrofia de las expectativas es una patología que se corresponde con una restricción progresiva del espacio de la experiencia” (Giacomo Marramao en Kairós). La política migratoria del gobierno socialista escenifica esa obsolescencia ética que asimila a representantes y representados por el hecho de sentirse protagonistas exclusivos y excluyentes. Después de una aparente e inicial apertura altruista hacia los náufragos a la deriva del buque Aquarius, el equipo de Pedro Sánchez ha girado en redondo hasta criminalizar sus actitudes. Y lo ha hecho utilizando procedimientos que compiten con las medidas aplicadas con general escándalo por el xenófobo ministro del Interior italiano Matteo Salvini.

Con una diferencia en contra del Ejecutivo español: allí hay un gobierno de coalición; ha sido refrendado en las urnas; y la Liga de Salvini no ha modificado su programa electoral respecto al tema migratorio. Aquí, las “deportaciones” al reino de Marruecos; la tipificación como “organización criminal” de los grupos de migrantes; y las acusaciones de actuar con “violencia y agresividad” a personas que se juegan la vida para llegar a Europa, son rasgos identificadores del rampante populismo ultra. Unos hechos agravados en nuestro caso por la circunstancia de que al venir de la sediciente izquierda cuenta con el respaldo de amplios sectores de la clase trabajadora, desmovilizada e insensibilizada porque el poder está en manos de “uno de los suyos”, que además le distrae con el discurso sobre la momia de Franconstein. Si en lo sucesivo comenzara a calar entre la ciudadanía que la llegada de migrantes implica un problema de seguridad la responsabilidad será de esa política hemofílica. Precisamente, cuando España es el único país de la orilla norte del Mediterráneo que hasta ahora ha permanecido vacunada contra el virus racista.
Estar dentro (pertenecer a, militar en, comulgar con) suele computar en obediencia debida y mentalidad gregaria. Significa asumir a ciegas disposiciones que terminan derivando en razones de Estado de andar por casa. Desde extramuros, sin embargo, caben diseños para concebir la función política más allá de su habitual cuenta de resultados. La democracia se fortalece con demócratas proactivos e insomnes, nunca con actores monitorizados que ejercen una confesionalidad adaptativa. No son valores que vengan dados en ese manual de instrucciones que convoca a votar cada equis tiempo. Es lo que se obtiene realizando política en comunidad. De ahí que toda delegación de esa experiencia, intransferible por naturaleza, en profesionales de la “cosa pública” y partidos entrañe una tentación morganática que destruye la ética de la democracia. El espíritu crítico es un aval indispensable para no estrellarse contra la cerrazón de lo establecido, es el humus de la democracia. Lo decía León Felipe, “no conociendo los oficios, los haremos con respeto”.

El ciclo de vida de un partido político, al estar uncido al carro de las elecciones con su correlato de promesas a las mayorías que le han encaramado al poder, hoy ya no tiene sitio en un entorno geoestratégico que supera el contexto del Estado-Nación. Se ha convertido en un bumerán, porque actúa como un lastre que impide desplegarse hacia un estadio superior de civilización. Prevalece la rutinaria adaptación al medio por pura supervivencia. Precisamente el proteccionismo de última hornada ofertado en Europa y Estados Unidos es su canto de sirena amortajado con gestos grandilocuentes. Un signo de debilidad que opera, como todos los organismos que se sienten amenazados, a la defensiva y brutalmente. Aunque en ese viaje cangrejera arrastre a cuantos ha contagiado su sagrado temor al cambio. En adelante “seres bicéfalos, en expresión de Todorov, destinados a hacer el trabajo sucio de instituir lo diferente en anatema.

El populismo al acecho en muchos países de tradición democrática se justifica en que se formula como un movimiento endógeno “antisistema”, siendo como es simplemente retrógrado. Con un formato transversal y nutriéndose de desertores de izquierda y derecha que se sienten desplazados por la crisis, practica la ucronía de un futuro constantemente inclinado al pasado como banderín de enganche. Sus bazas: identificar el secuestro de la Unión Europea (UE) por el capital financiero y las avalanchas migratorias como maremágnum de sus desdichas. Porque sin más perspectiva que la de seguir al abanderado, su horizonte vital se circunscribe a retomar las palabras de la tribu. Incapaces de considerar que exista una alternativa que rompa los moldes, actúan como el asustado rebaño que embiste mientras reclama un nuevo pastor. No anuncia sino pensamiento cautivo. Recuerda a los burgueses encerrados en una sala que muestra la película de Luis Buñuel, El ángel exterminador. Despojado de las apariencias, cuando abandonan su zona de confort, se comportan como bestias.
En esa tesitura, que es la actual, las minorías no selectivas en barbecho ostentan el testigo del cambio. Por haber permanecido en el ojo del huracán y por su integridad moral, son quienes pueden quebrar el estanque de ranas en que se ha convertido la política oficial. A ellas cabe el enorme reto de seducir a las mayorías hologramáticas para iniciar una larga marcha que impida el derrumbe en curso. Objetivo y subjetivo; local y global; abstracto y concreto; cerca y lejos; movimiento y reposo; arriba y abajo, horizontal y vertical, espacio y tiempo, presente y futuro, ausencia y presencia, blanco y negro; luz y sombra; finito e infinito; individual y colectivo; calidad y cantidad; tristeza y alegría; silencio y diálogo; odio y amor; guerra y paz; público y privado, no son categorías estancas sino contrastes porosos. Se necesitan como el rayo y el trueno. Son elementos constitutivos de esa caja negra imperante llamados a ser desencriptados por quienes mantengan la sensibilidad intacta para detectar el kairós. Entendido este, en palabras del ya citado Marramao, como “el tiempo oportuno […] capaz de conectar en una tensión fecunda pasado y futuro dentro del presente de la experiencia y la imaginación creadora” (Kairós).

Esa tarea compete a los que no están enrolados en el dogma de un porvenir “homogéneo y vacío” (Walter Benjamin) ni cooptados por la cultura golosina de triunfadores con estúpidas historias de superación con que disfrazan la piraña social. A ese discreto clinamen orgullosamente desviacionista que arraiga en los cuarteles de invierno del abstencionismo sin escapismos. Los que son capaces de responder NO, o reúnen fuerzas para dejar caer ese “preferiría no hacerlo” del protagonista del cuento de Herman Melville. Como ocurrió en el mayo francés del 68 y el 15M español, o acaban de hacer CGT y Autonomía Obrera del Hospital Puerta del Mar de Cádiz ante el falso “dilema de fabricar armas o comer” que esgrime el alcalde Kichi. Algo que previó el viejo Proudhon saliendo al paso de la hinchada que pretendía quemar etapas estando de vuelta sin haber ido con aquel “somos revolucionarios, no atropelladores”. Esa es la dimensión en que las lúcidas y exigentes minorías devienen en mayorías autónomas y confederadas con su perturbador “¡rompan filas!”.
Rafael Cid

Nota. Este artículo se ha publicado en el número de Octubre de Rojo y Negro.


Fuente: Rafael Cid