Artículo publicado en Rojo y Negro nº 387 de marzo.

“Con duro trabajo harás (a la tierra) para producir tu alimento durante toda tu vida. La tierra te dará espinos y cardos, y tendrás que comer plantas silvestres. Te ganarás el pan con el sudor de tu frente, hasta que vuelvas a la misma tierra de la cual fuiste formado, pues tierra eres y en tierra te convertirás”. (Génesis 3:19)

Así sentenció dios al hombre y a la mujer al expulsarles del Paraíso por comer del árbol del Bien y del Mal. Muy piadoso, obviamente, no fue con las debilidades de nuestros “primeros padres”, inexpertos a la hora de lidiar con la “autoridad”. El caso es que aquella frase lapidaria “te ganarás el pan con el sudor de tu frente”, una especie de maldición, es de donde parte esta reflexión sobre el “trabajo” y las bondades que sobre éste predica un empresariado entusiasta con la “psicología positiva”; es decir, una psicología del autoengaño, de la alienación y de mentiras interesadas.

Hace tiempo que los departamentos de recursos humanos descubrieron los beneficios de tener a las plantillas contentas. Para ello, borran de su inconsciente colectivo la mentada maldición bíblica y sin proporcionar a sus plantillas buenos salarios, aumentos en sus vacaciones o una disminución de su jornada laboral, las gratifican “emocionalmente” con un toque contestatario absorbiendo el discurso ecologista, antirracista, antihomofóbico o feminista y lo convierten en su discurso. Así lo transmiten en la publicidad y lo venden a sus empleadas como beneficio intrínseco, incluso les proporcionan algunos descuentos en la compra de sus productos siempre que hayan cumplido con los planes de producción previstos. De este modo, las plantillas son felices: tienen trabajos embrutecedores, precarios, sin perspectiva de progreso, pero sonríen satisfechas porque la empresa sintoniza con los valores de su tiempo. ¿Y la conciencia de ser explotadas dónde queda? Esa es otra historia.
El discurso contra el trabajo no es de ahora. Paul Lafargue defendió el “derecho a la pereza” en contraposición al “amor al trabajo” que una parte del proletariado manifestaba como si la empresa fuera suya, como si supusiera riqueza para la sociedad, cuando en realidad lo es para las juntas directivas, para las accionistas, no para la clase trabajadora. El discurso del trabajo bien hecho, del amor al trabajo, es otra cadena que nos impone el “sistema” con la que nos estrangula más si cabe. El trabajo es una desgracia. ¿Cuántas horas empleamos al día en acudir a nuestro puesto de trabajo, en la jornada laboral y en recuperarnos del esfuerzo empleado? ¿Tal vez 18 horas? ¿Cuántas nos quedan entonces para disfrutar de nosotras mismas? Tenemos que comer, abastecernos de alimentos, asear nuestras casas y a nosotras, cuidarnos. El resultado de este cálculo es aterrador: nacemos para ser mano de obra, más cara o más barata, pero en última instancia simples herramientas que se compran y se venden al mejor postor. Cada vez que alabamos nuestro empleo —obviando el hecho de que somos meros explotados— reproducimos la ideología dominante: necesitamos pagar facturas, pero no necesitamos trabajar, lo hacemos porque no nos queda otra alternativa. Claro, podríamos hacer una revolución y cambiar el curso de la historia, pero eso da miedo, no nos lo da tanto emplear el ochenta por ciento de nuestro tiempo de vida en la mera supervivencia.
El empresariado no es nuestro amigo, una empresa no es un club social, no somos unas privilegiadas por tener empleo, sólo cerramos el círculo trazado por el orden vigente. Unas personas descargan camiones, otras los conducen, otras ordenan el reparto, luego está quien mueve la documentación. Unas pasan la jornada laboral de manera más cómoda, otras menos, pero todas, sin lugar a duda, malgastamos nuestro tiempo de existencia en “ganar el pan con el sudor de la frente”. No nos equivoquemos, no confundamos vender nuestra fuerza e inteligencia con la satisfacción de nuestros anhelos, no es cierto. Despilfarramos tiempo y éste es irrecuperable. Nuestro valor fundamental no es simplemente subsistir, se encuentra en el tiempo libre, en crear, en adquirir conocimientos, en gozar en comunidad de la amistad, del amor, justamente lo que no hacemos. Las empresas pretenden hacernos creer que ellas son nuestra familia, nuestro lugar de encuentro, la satisfacción de nuestros deseos más íntimos. “La servidumbre voluntaria” de La Boétie se manifiesta en todo su esplendor. Alguien ha dicho que en nuestros empleos nos “roban el alma”, es un metáfora cargada de razón, “amar el trabajo es abrazar nuestro sometimiento” (Valls, 2024).
El trabajo asalariado no puede ser una fuente de satisfacción, es pura niebla que oculta la precariedad de nuestra vida cotidiana, de todo lo que nos perdemos durante el proceso productivo. El trabajo “no dignifica”, sea cual sea éste, se disfraza de privilegio, pero no es más que explotación, dedicación absoluta a las empresas, dependencia del rendimiento, de los objetivos cumplidos, miedo a decepcionar a nuestro entorno… nos hemos convertido en simples productores acríticos incapaces de ver más allá de la jornada laboral.
El mundo está así en estos momentos, pero tenemos que tener claro en qué lado de la barricada queremos estar, quiénes son nuestros enemigos, dónde deseamos desarrollar nuestras emociones. El trabajo no nos hace más felices, más bien al contrario. Cuando se pregunta a una persona qué haría si le tocara la lotería, lo primero que responde es dejar de trabajar y da igual que sea ingeniera, funcionaria, carpintera o lavacoches. ¿Por qué será? A pesar de las mentiras, en nuestro fuero interno, somos conscientes de que se nos escapa el tiempo de vida entre los dedos.
No hay que ser pesimistas o distópicas al respecto, existen otras formas de vida. Lo importante es que recuperemos la conciencia sobre nuestra condición y posición en el mundo y, a partir de ahí, también repasaremos la historia y veremos que muchos logros humanos parecían imposibles antes de ser alcanzados y, sin embargo, se materializaron a través de las luchas. Seamos utópicos y pidamos lo imposible, algo parecido dijo Bakunin. Por favor, dejemos de enaltecer el trabajo y considerémoslo como lo que es, un medio para pagar las facturas y cuantas menos facturas paguemos menos trabajaremos. Nuestro tiempo de vida debe estar en nuestras manos y en este aspecto tendríamos que ser intransigentes.

Ángel E. Lejarriaga

 


Fuente: Rojo y Negro