Ahora que ya hemos rebasado el ecuador dictadura-democracia (franquismo-juancarlismo), dejando atrás 36 años de democracia orgánica (1939-1975) y cumplidos otros 38 de democracia representativa (1975-2013), parece aconsejable encarar uno de los problemas más peliagudos de esta nueva etapa, uno de esos “puntos ciegos” que nos condiciona hasta el punto de que cambie lo que cambie a la postre todo sigue igual. Hablamos de la cultura política unidimensional y de los gobiernos anfibios. Y es que todo lo que se salga de la necesaria, indispensable y fundamental lucha contra la derecha es considerado poco menos que blasfemia. La crítica a la izquierda, y no digamos la autocrítica dentro de la izquierda, es prácticamente inexistente y si se ejerce corre el riesgo de ser considerada nociva y disolvente, cuando no lisa y llanamente reo de “hacer el juego a la derecha”.

De ahí que a la hora de adentrarse en esas valoraciones irreverentes, se haya que ir con pies de plomo, recurriendo a subterfugios parea intentar soslayar prejuicios y aminorar perjuicios. Lo más socorrido es hablar de la “sedicente izquierda” para tratar de diferenciar en el ánimo del lector a la “izquierda mala” de la “izquierda buena”, o referirse a las “cúpulas” políticas y sindicales a fin de hacer una clara distinción entre la dirección y las bases.

De ahí que a la hora de adentrarse en esas valoraciones irreverentes, se haya que ir con pies de plomo, recurriendo a subterfugios parea intentar soslayar prejuicios y aminorar perjuicios. Lo más socorrido es hablar de la “sedicente izquierda” para tratar de diferenciar en el ánimo del lector a la “izquierda mala” de la “izquierda buena”, o referirse a las “cúpulas” políticas y sindicales a fin de hacer una clara distinción entre la dirección y las bases. Craso error, al final todos más o menos se sienten agraviados y ofendidos, y el insolente que se adentró en esos cortijos termina siendo expulsado del paraíso terrenal de una gauche que, divina o terral, siempre tiene de su lado el beneficio angelical.
Da igual que se recurra  a la cuenta de la vieja y se diga que son los hechos y no las palabras, o los programas diseñados para incumplirlos, lo que cuenta en democracia. Existe un principio inalterable, un axioma, que, a semejanza  de las siete llaves sobre el sepulcro del Cid, impide que entre en los amplios salones de la izquierda nominal alguien no sepa ditirambos. Y cuando en un ejercicio de didactismo voluntarioso se lleva el asunto al terreno de las cifras, el resultado es parecido. Si de esos 38 años de gobierno representativo, más menos, que arrancan desde la muerte de Franco en 1975, nos salen 5 años de predominio de UCD, 11 del PP y 22 del PSOE, no es una locura afirmar que todo lo bueno y todo lo malo hecho aquí desde entonces tendrá que repartirse en partes alícuotas entre UCD-PP y PSOE.
Pero no. Los años y los cómputos, los trabajos y los días, no se calibran igual cuando se trata de la derecha que cuando afectan a la izquierda. Existe un intercambio desigual de responsabilidades. Aunque los problemas persistan e incluso se agraven estén derecha o izquierda en el gobierno, caso del austericido de la crisis decretado por PP-PSOE. Pocos quieren ver que si tenemos una de las tasas de paro más altas del mundo; porcentajes de exclusión social y de pobreza nunca vistos; un nivel de deuda pública que casi supera al PIB y que por mor de la reforma del artículo 135 de la Constitución perpetrada al alimón por PSOE-PP nos hará esclavos de nuestros prestamistas por generaciones; el mayor número de presos por habitante de Europa con el menor ratio de delitos y al mismo tiempo ofrecemos al mundo el mayor contingente anual de supermillonarios, estamos certificando un fenomenal fracaso colectivo del que no se salva nadie, ni rojos ni colorados. Porque hemos ido del consenso que preñó la transición al modelo de gobiernos anfibios que ha caracterizado la democracia, un troquel de sociedad statu quo, donde gobierne quien gobierne nunca cambia nada en profundidad.
Habrá que preguntarse, a estas alturas del ciclo, hartos de estar hartos, si ese candado con que la tradición de devotio ibérica protege a la izquierda de la crítica tiene algo que ver con el problema de una forma de hacer política que se parece mucho al ejercicio en bicicleta estática: el esfuerzo existe, y el desgaste, pero no se avanza y además si dejamos de pedalear nos caemos. Aunque las comparaciones siempre son caricaturas, aparte de odiosas, a nadie se le ocurriría pensar que cuando se crítica a, pongamos el Banco de Santander o Telefónica, se está echando pestes de sus trabajadores, incluso de sus accionistas o preferentistas. Y sin embargo, una crítica argumentada al PSOE, IU, UGT o CCOO, aunque lleve delante el consabido preservativo de “las cúpulas”, casi siempre es percibida como una ofensa a los afiliados, simpatizantes o todas las sensibilidades de la  izquierda. Semejante reacción, mayoritaria hoy en la militancia y entre sus intelectuales orgánicos, parece un reflejo cultural del mercantilismo. Una crítica a la marca tal solo puede ser debida a la mano negra de la competencia, una conspiración del adversario, y en el caso de la “marca izquierda”, venir teledirigida desde la cerril y cavernícola derecha. Ladran, luego cabalgamos. Quienes se oponen a la “marca España” son la antiEspaña; quienes  critican a la izquierda, “socialfascistas”. Pocas cosas hay nada más fachas que poner a los de abajo como escudos humanos de los de arriba.
Un caso de libro es lo que lleva ocurriendo desde hace dos años con el tema de los EREs en Andalucía y la presunta financiación delictiva de UGT (al menos), contestada por las direcciones de los sindicatos al unísono y del PSOE e Izquierda Unida, su socio en aquel gobierno, como un “ataque a la democracia”, sin importarles mucho el perjuicio que esta actitud ocultista ocasiona a la cultura de izquierda en general y al movimiento obrero. Así es como se fortalece a la derecha, porque se contribuye a dinamitar el bagaje ético y democrático de que se supone principal depositaria a la izquierda social. Actitudes de este tipo parecen calcadas de los mecanismo del mundo empresarial neoliberal, donde se da “valor a la acción” a costa de eliminar empleo. Y “dar valor a la acción”, es decir primar los intereses de sus accionistas (directivos y liberados), es lo que parece primar en la izquierda política e institucional cuando actúan endogámicamente sin importarle tanto el efecto de sus manejos entre afiliados, simpatizantes y representantes. Un déja vú, como demuestra el nuevo reparto del CGPJ.
Hay dos maneras fundamentales de avanzar socialmente, libres e iguales, que supongan un progreso real más allá de los usos y maneras del charlatanerismo rampante que nos lleva desde la cuna  a la tumba sin haber dejado un mundo mejor que el que encontramos. Dedicar todos los recursos (aquí también limitados por definición y susceptibles de usos alternativos) a refutar a una derecha que por definición es retrógrada, meapilas, explotadora y antisocial, y que por eso mismo se la ve venir a distancia sideral, mientras se cierran filas con la sedicente izquierda, dando por bueno que sus dichos y proclamas, los que pregonan sus cúpulas y afines, proveerán un radiante porvenir. O, por el contrario, mantener el imperativo ético la lucha denodada contra la caverna, y por esa misma razón denunciar a la izquierda que con la excusa de la eficacia transa su larga marcha a través de las instituciones por algo más que un cambio de chaqueta, terminando esa escalada hacia el poder asumiendo el modelo que en sus inicios decía combatir. La función crea el órgano.
Y eso solo se consigue dejando que entre el aire fresco de la calle, los movimientos sociales, dando la bienvenida  a la crítica (destructiva-constructiva-instructiva) responsable y sometiendo todas políticas y procedimientos a un continuo referéndum. Lo demás, ceteris paribus, son buenas intenciones, supersticiones, monsergas y gobiernos anfibios. La experiencia es la partera de la ciencia: treinta y ocho años nos contemplan. A riesgo, en caso contrario, de caer en la perversión del “Síndrome de Estocolmo” que fideliza ciegamente a los representados con sus representantes de la misma manera que la víctima al maltratador, como se señalada en una carta al director de El País, uno de los más sutiles cebadores mediáticos del síndrome. Por eso, el pasado jueves 28, insistía en el trágala de la anfibología con un editorial dúplex donde, por un lado, censuraba al Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), porque “el reparto de una institución entre cuotas de partidos políticos cuestiona su independencia”, mientras, por otro, aplaudía el gobierno de coalición entre la derecha del CDU/CSU y la sedicente izquierda del SPD, toda vez porque el reparto en la institución del Estado “ en estos tiempos convulsivos, siempre es reconfortante para el ciudadano”.


Fuente: Rafael Cid