Artículo de opinión de Rafael Cid publicado en Rojo y Negro, nº 303, julio-agosto

“Los votos como los coches,

una vez usados se devalúan”

(El Roto)

“Los votos como los coches,

una vez usados se devalúan”

(El Roto)

La noche electoral, más allá de los resultados ya sabidos que coronan al PP de Mariano Rajoy y cuestionan el liderazgo del Unidos-Podemos de Pablo Iglesias (por seguir en la tonta cantinela de la pinza), ha dejado imágenes que valen tanto como la propia quiniela electoral. Pero sin duda la más chocante estaría en la desolación con que algunos portales de la izquierda que acogió el veredicto, instantánea reflejada airadamente en el titular de uno de esos blogs-webs: “España es un país de mierda, de obreros de derecha”.

Establecido lo anterior, que es el hecho diferencial de este 26-J sobre el precedente 20-D, se volvió a repetir el rigodón autorreferencial. En esta ocasión no bajo la aporía cateta del “todos han ganado”, sino en la versión revirada “nadie ha perdido”. Porque la explicación oficial del vaivén en votos y escaños ha consistido en atribuirlo a la “bipolarización” de la campaña y, en última instancia, al “efecto miedo” como correlato obligado de esa supuesta condensación en los extremos. También, y esto es nuevo en esta plaza, soportando la carga de la prueba en la pugna entre un voto joven y progresista, cantera del PSOE y de Unidos-Podemos, y otro mayor y conservador, que tendría su pesebre en el PP. Algo que ya se puso en circulación al juzgar los resultados del Brexit, y que llevó a un talentoso comentarista a sugerir prohibir el derecho al sufragio a las personas talluditas (John Carlín. ¡Que no voten los viejos! El País 22/06/2016).

Pero el miedo es libre, y sin ignorar el impacto que los estallidos políticos, económicos y sociales pueden tener en la víspera de una consulta electoral (vivimos en un mundo globalizado en tiempo real), lo cierto es que donde las dan las toman. De hecho, el primero que echó esa bomba fétida (al final un misil sin dirección), fue precisamente Pedro Sánchez y el PSOE cuando a través del Grupo Prisa desenterró el avispero de la cobertura de las pensiones. Aunque abrir la caja de Pandora de jóvenes versus viejos, aparte de la quiebra de solidaridad generacional que conlleva, se acerca mucho a esa dinámica parafascista de contemplar la política en clave amigo-enemigo salida del argumentario intelectual de Carl Smichtt. En esa órbita habría que inscribir el último reconocimiento hecho por Iglesias de que el populismo de Podemos contiene “rasgos peronistas”.

Y esa medicina es la que parece haber tomado la izquierda en general sin demasiado aprovechamiento. Dado que la única explicación que ha ofrecido sobre su debacle (cinco escaños perdidos para el PSOE y menos votos la coalición Unidos-Podemos el 26-J que Podemos por separado el 20-D) ha consistido en apelar al “victimismo”. Los de Sánchez culpando a Podemos de haber hecho el juego a la caverna del PP, y los de Iglesias refugiándose en una abstención de parte sobrevenida. Que es como citar al verdugo en casa del ahorcado, porque el “pablismo” es campeón en validar referendos 2.0 con el 4% de participación de las bases. La autocrítica brilla por su ausencia, seguramente porque siguen suscritos al axioma del periodismo fullero “no hay que dejar nunca que la realidad estropee una buena historia”. Pero lo peor es que, al persistir en el trágala defensivo, se enrocan en ese oficio de tinieblas de “quien no está conmigo está contra mí”. Pero vayamos a la esencia de las cosas. ¿Por qué un importante sector de la clase trabajadora vota a favor de una derecha que ejecuta ajustes y recortes; implanta leyes mordaza; es centralista y vaticanista; y está sumida en la corrupción? Porque en España no hay 7,9 millones de ciudadanos ricos, que son los votos obtenidos por el PP en estas elecciones. En realidad, la cifra de millonarios según los últimos datos conocidos, hablan de 192.500 millonarios en euros a la altura de 2015. Veamos, pues.

Desde que se generalizó la sociedad de consumo y la línea de separación de clases se convirtió en un haz de rectas paralelas que tendían a confluir en el infinito (todos queremos más), los viejos códigos de izquierda y derecha cobraron una dimensión inédita. En conflicto las consignas marxistas de “la ideología dominante es la ideología de la clase dominante” (de ser así no se explica la derrota del representante del todopoderoso Ibex 35) con otras de la misma paternidad que aseguraban que “la conciencia de clase determina el ser social”, la voluntad emancipatoria de una clase trabajadora que había accedido al sufragio como opción de gobierno se escindió en dos hemisferios: el de los derechos y el de los intereses. En el primero militaba la vieja escuela de los que aspiraban a un mundo nuevo que llevaban en sus corazones (el deber ser, de la triada libertad, igualdad y fraternidad), y en el emergente se instaló el principio de la realidad solipsista (el ser aquí y ahora, de la prosperidad privatista). El lógico desarrollo del capitalismo y su impregnación social mediante el llamado Estado de Bienestar hizo el resto. Hasta el punto de imponer su propia babel cognitiva haciendo que el viejo liberalismo político, proveedor de derechos y libertades sin descanso, se viera contaminado por uno nuevo, segregado y exclusivamente económico que se apodaría “neoliberalismo”.

No quiere decir esto que reivindiquemos la pureza del estado de naturaleza, ni que vivamos de espaldas a la realidad de los tiempos que corren. Únicamente, y modestamente, que con la difusión del capitalismo y la prevalencia del trabajo asalariado como cultura inmanente, se ha producido una mutación del valores en favor del conservadurismo, el statu quo, la materialidad de la existencia y la heteronomía política. De todo ello ha escrito el economista francés Albert O. Hirschman en su clásico “Las pasiones y los intereses”, que lleva el esclarecedor subtítulo de “Argumentos políticos en favor del capitalismo previos a su triunfo”. Y sobre todo, que esa corriente avasalladora apenas tiene contestación porque, en su afán por asaltar el poder la izquierda a cualquier precio, no deja de imitar las prácticas de la derecha, haciendo que al final la contienda sea entre el original y la copia. Anacronismo que se refuerza negativamente cuando esa misma izquierda (existente o emergente) expulsa de su ADN el aparato crítico, el único antídoto eficaz que podría mantener activo su aparato inmunitario.

Todos los días tenemos ejemplos de esa omertá de la izquierda realmente existente. Cerrar filas ante “la traición” de Syriza sin sacar las oportunas consecuencias; solapar y llegado el caso disimular su corrupción escándalo de los ERE en Andalucía porque allí gobierna el PSOE (en la última etapa con la complicidad de IU), caso tarjetas black de Cajamadrid, caso Marea, caso Pokémon; negar la deriva matonista del régimen de Maduro en Venezuela; aprobar como si se tratara de una causa justa la anexión militar de Crimea por Putin (que acaba de recibir con todos los honores a “su gran amigo” José María Aznar); o celebrar la victoria del Brexit en el Reino Unido bajo el esquema de “cuanto peor mejor”, son capítulos de un camino hacia la mistificación de cada vez más difícil retorno. Y frente a esas claudicaciones y caídas, la respuesta habitual de los afectados es un arsenal mezcla de infantilismo y de victimismo. Entre la irresponsabilidad que genera la delegación sin capacidad de revocación como forma de convivencia, y el victimismo del “yo no he sido” anda el juego. ¿Es muy difícil entender que no hay honor en que mayoritariamente la sacrificada clase trabajadora británica se haya refugiado en el rancio nacionalismo por miedo a la competencia de la inmigración y por no “gastar” recursos para los refugiados? ¿Cree alguien que no esté fanatizado ideológicamente que se puede enarbolar impunemente desde la izquierda eslóganes movilizadores que reivindiquen la patria, el peronismo, el militarismo “pacifista”, la socialdemocracia después de Lehman Brothers o el caudillismo redentor? ¡Sapere aude!

La democracia lobotomizada en votocracia es como una Constitución otorgada donde la gente participa sólo y exclusivamente hasta que se produce el gesto mecánico de emitir el voto y con él el otorgamiento de consentimiento para que las élites manden en nombre del pueblo pero sin el pueblo. Una herramienta eficaz para imponer el sometimiento predicando el consentimiento. Sin valores democráticos, humanistas, solidarios, igualitarios, feministas, ecologistas, inclusivos, solo hay más de los mismo, continuidad pavloviana. Pero no siempre fue así. Por ejemplo, hubo un tiempo, allá por los años treinta en la piel de toro, en que algunos sindicatos hacían constar al firmar los convenios sectoriales su rechazo frontal a participar en la construcción de cárceles. Simples obreros, autodidactas, que llevaban a la práctica diaria ese moderno principio de responsabilidad del filósofo alemán Hans Jonas que reza: “obra de modo que las consecuencias de tu acción resulten compatibles con la permanencia de una vida auténticamente humana sobre la tierra”. La verdadera propaganda por el hecho.

Rafael Cid


Fuente: Rafael Cid