cúan pena me da la tierra ancha, que en el devarío senil de sus mansos,
se llenó de agua estancada
cúan pena me da la tierra ancha, que en el devarío senil de sus mansos,
se llenó de agua estancada
llega a la ciudad un frío escuálido de sofocado invierno
alzan las copas desnudas
que imploran una agua limpia – que no llega
no alcanzan las guirnaldas la mostrenca garganta
del estío: seducción de imágenes líquidas
destripan su ausencia
es la ciudad un artefacto que se desploma
en el sofoco de rostros sin ser vistos:
el día es una noche de tormenta que no
quiere llorar su desconsuelo que no
quiere armar sus pompas de cristales que no
quiere querer – aunque el rezo apriete
se animan baldosines a expiar la tristeza que atesoran
meditan con una asana congelado
y emplazan a las palomas
a que arrullen los pesares
con emplastes de caminos – pero tampoco
quieren morir en el intento
un adoquín listo y encrespado persuade a las tuberías que acicalen un poco el extravío y se engarcen unas a otras y empujen con donaire hasta alcanzar el río
– pero el río es pedigüeño y exige un rescate ubérrimo por litro: un tanto de ranas cantarinas un tanto de peces consanguíneos un tanto de alondras revoltosas un tanto de martinetes en caída libre y un tanto de llorones sauces en su orilla
la ciudad es pobre y está en desuso…
su tanto no da para tal negocio…
seguirá la sequía despiadada…
su sed beberá del mísero rocio…
cuán pena las grietas del asfalto cuán pena las fisuras del cemento
cuán pena que cubran con su pena la ancha y fría tierra despeinada
cuán pena… cuán risa.
Extraido de: en(t)redicho