Artículo publicado en Rojo y Negro nº 377, abril 2023
«Yo soy autónoma. No trabajo para nadie. Si eres empleado de una universidad, de un banco, de un periódico o de un Gobierno, corres el riesgo de que te despidan. Estás en una situación vulnerable. Te expones a ataques que pueden tener consecuencias reales: perder tu trabajo»
(Margaret Atwood)
Sistémico fue el calificativo salvífico con que nos golosinó la gran banca durante la crisis financiera del 2008 para justificar su rescate con dinero público, precisamente lo contrario que acaba de hacer Biden con el Silicon Valley Bank, al cargar toda la responsabilidad sobre los accionistas y exigir la devolución de todos los depósitos a los impositores. «Demasiado grande para caer», se argumentaba entonces dramatizando que sería peor el remedio que la enfermedad, porque al derrumbarse el coloso en llamas caería sobre nuestras cabezas. Un crac en forma de alud de parados y esfumarse los ahorros de millones de clientes. De ahí que ante el descalabro se impusiera la lógica tragasables de «socializar las pérdidas y privatizar las ganancias». Pero ha llegado la hora de devolver la visita.
Las pensiones también son sistémicas, pero a la viceversa. Si las siguen cuestionando, sea por un gobierno conservador o por uno progresista, su desplome podría llevarse por delante a toda la clase dirigente, sus agentes sociales y terminales de influencia. No hay partido que aguante sin graves consecuencias electorales a un ejército de enfurecidos ciudadanos dispuesto a todo para defender in extremis su jubilación. Ese retiro para la vejez atesorado gracias al esfuerzo de una vida de trabajo y a las obligatorias deducciones salariales acumuladas durante el ciclo laboral. Por tanto, jugar a la ruleta rusa de la insostenibilidad del Sistema Público de Pensiones (de jubilación el 68%; viudedad el 17,38% e incapacidad permanente el 10,49%), con la excusa parda de la excesiva esperanza de vida de los mayores, es una temeridad. Porque reducir su perdurabilidad al marco de un equilibrio entre ingresos y gastos supone una estafa piramidal. Urge romper ese nudo gordiano: el riesgo está en la falta de liquidez coyuntural y no en la solvencia del sistema. Hay vida más allá del desajuste contable con el que pretenden amortajarnos.
La mala salud de hierro de las pensiones (contributivas y no contributivas) se sustenta sobre dos pilares fundacionales. Uno, que llega al 18,92 % de la población, nueve millones de ciudadanos (el término «beneficiarios» es una imputación caritativa y fraudulenta del simple ejercicio de un derecho; igualmente es tendencioso decir que con el IPC suben las jubilaciones, porque lo que hace es solo mantener el poder de renta). Y dos, que esa prestación social está avalada por la Constitución vigente, cuyo artículo 50 proclama: «Los poderes públicos garantizarán, mediante pensiones adecuadas y periódicamente actualizadas, la suficiencia económica a los ciudadanos durante la tercera edad». Lisa y llanamente eso, nada más. La norma suprema no fija en cuánto se «actualizarán» ni cuál será el mecanismo aplicado para sufragarlas. Un desarrollo posterior lo concretaría en el formato actuarial, de reparto intergeneracional (las cotizaciones de los trabajadores activos pagan las pensiones de los antiguos trabajadores).
Y como quien hace la ley hace la trampa (o los reglamentos, según Romanones) y tira porque le toca, es en este corralito cognitivo donde quieren colarnos el relato de la «insostenibilidad del sistema». Un cuento posmoderno a lo Aquiles y la tortuga pretende que el gasto en pensiones (la tortuga) alcanza y supera a los ingresos procedentes de las cotizaciones (el 85% de las aportaciones de empresas y asalariados por ese concepto) haciendo inviable el sistema porque los mayores se empeñan en vivir por encima de sus posibilidades. Llegados a este punto, la doctrina imperante se encarga de hacer el resto. Desde principios de siglo, sesudos informes, trabajos académicos y campañas mediáticas, casi siempre ligados al sector bancario y las aseguradoras completan la profecía autocumplida: o la tercera edad se hace el harakiri o las pensiones no las catarán sus nietos. Alarma que se compadece mal con el hecho de que España siga estando por debajo de las economías de su entorno en cuanto a recursos destinados al pago de las pensiones (el 12,7% del PIB, lejos del 15,9% de Italia, el 14,7% de Francia o el 13,7% de Portugal).
Semejante trágala, y el hecho de que aún abunden pensiones de carestía vital (el 56% percibe menos de 1.000 euros mensuales) ha construido el actual imaginario de susto o muerte. Un tobogán de contrarreformas para rebajar las jubilaciones futuras cocinado como una sorda lucha entre clases populares instigada desde el poder. La teórica solidaridad intergeneracional implícita en el espíritu modelo (trabajadores que pagan las pensiones contributivas) se percibe poco menos que como un acto de apropiación indebida (jubilados privilegiados versus asalariados precarios) con la complicidad de arco parlamentario y sindical sedicentemente representativo. De espaldas a la realidad pero colonizados por el discurso dominante, los pensionistas presentes no suelen protestar contra los recortes estructurales perpetrados contra los jóvenes de hoy, potenciales pensionistas de mañana (se suelen movilizar sobre todo para reclamar su legítimo statu quo económico). Mientras, los directamente perjudicados se muestran a su vez incapaces de crear una masa crítica defensiva al sentir lejano el momento del pase a la reserva.
Eso es lo que ha ocurrido en muchas de las anteriores grandes reformas perpetradas contra el Sistema Público de Pensiones (SPP) en los últimos 38 años. La primera de 1985, bajo la presidencia de Felipe González, que provocó la huelga general del 20 de junio convocada por CC.OO., aumentó el periodo de cómputo para la cuantía a percibir de los 2 últimos años a 8 y elevó el umbral para tener derecho a pensión de 8 a 10 años de cotización. La segunda de 1997, bajo el gobierno de Aznar y consensuada con CC.OO. y UGT, subió el primer tramo de 8 a 15 años; el segundo de 10 a 15 años; y fijó en 35 años la condición para recibir el 100% de la prestación. La tercera reforma la hizo José Luis Rodríguez Zapatero en 2011, también con consentimiento sindical, pasando la edad legal de jubilación de 65 a 67 años; de 15 a 25 el cómputo; y de 35 a 37 para el máximo de prestación. Finalmente, en 2013 el PP de Mariano Rajoy, aportó su bola negra al descalabro, añadiendo un factor reductivo de sostenibilidad y rebajando la actualización de las pensiones al 0,25%. Lo que no nos dicen es a dónde van a parar las aportaciones de quienes cotizan menos de 15 años (barrera de entrada) y de los que lo hacen por encima de los 37 (barrera de salida).
Un desmoche a diestra y siniestra para compensar un déficit del SPP cifrado oficialmente en cerca de 28.000 millones de euros, a pagar por todos los contribuyentes, excepto vascos y navarros, que quedan exentos por privilegios del cupo y sus fueros (aunque sus jubilados son quienes disfrutan de las mejores prestaciones de todo el Estado, si bien es justo reconocer que asimismo son los que más se han movilizado en defensa de las pensiones). Dicho lo cual, mucho ojo con llamar «quiebra» a ese «desfase» entre ingresos y gastos. Aceptar este último término del mundo de los negocios es pensar con los intereses del adversario e implica una inicial derrota nominativa. La «quiebra» como tal es imposible en un SPP que viene garantizado por la vigente Constitución (igual que los salarios son inembargables por ley).
A su término operativo, todos estos ajustes estructurales y recortes consolidarán para los jubilados venideros una pérdida de al menos el 35% de sus haberes respecto a lo establecido antes de estas reformas, según los expertos. Impunemente o casi, porque históricamente la regresividad ha sido inspirada desde la izquierda (política y/o sindical), a la que la opinión publicada que guía a la opinión pública suele otorgar presunción de inocencia. Papelón ejecutado a menudo con el descarado apoyo de CC.OO. y UGT, proclamados agentes sociales, que solían sancionar el atropello contra el SPP que avala la Constitución. El caso más sangrante fue protagonizado por el ex dirigente ugetista Valeriano Gómez, que mutó de encabezar la huelga del 29 de septiembre de 2010 contra la reforma laboral, la reducción salarial en el sector público y la congelación de las pensiones de Zapatero a convertirse sólo dos semanas después en su ministro de Trabajo, y así maridar el acuerdo para reformar a la baja las pensiones. A más más, dos antecesores suyos en la cartera, José Antonio de Griñán y Manuel Chaves, protagonizaron el caso de los ERE de Andalucía, la mayor malversación de dinero público ocurrida en España desde la transición. Dos hombres sin atributos cuyas firmas estaban al pie de muchas de esas regresivas leyes en el terreno laboral y de las pensiones. A diferencia de Francia, donde los sindicatos se echan a la calle para impedir que Macron imponga contra la mayoría social la extensión de la jubilación de 62 a 64 años, aquí entre bomberos no se pisan la manguera.
Con esos referentes no debería extrañar el ejercicio de cinismo que supone abismar con la supuesta inviabilidad de las jubilaciones del baby boom por un déficit de cotizaciones cuando, aquí y ahora, España es el país de la Unión Europea (UE) con mayor índice de paro (el doble de la media de los 27). La cuadratura del círculo, sorber y soplar al mismo tiempo. El problema de las agonizantes pensiones es en realidad y en primera instancia un problema de eficiencia en el empleo. Si las políticas económicas de Moncloa hubieran homologado la tasa de desempleo a los estándares europeos, las cotizaciones serían infinitamente mayores y la suficiencia del sistema no se vería comprometida. Pero lejos de rectificar se ahonda en medidas populistas kamikaze. Como la generalización por la ministra Yolanda Díaz de los ERTE de fuerza mayor, eximiendo a las empresas de una parte sustancial de las cotizaciones; los contratos fijos-discontinuos, con parecidos efectos lesivos para la recaudación y el añadido de compensar los tramos de inactividad del trabajador varado con la bolsa del desempleo; o la histórica connivencia de CC.OO. y UGT con las prejubilaciones y las jubilaciones anticipadas. Amén del tapón que supone para el acceso al mercado de trabajo bonificar el desempeño laboral por encima de la edad legal de retiro en un país que tiene el índice de paro juvenil más alto de toda la UE.
Obviar esas circunstancias es un atraco al sentido común, aparte de una desfachatez. Por eso, la última reforma de PSOE-UP ha cambiado el guion, y por primera vez se ha buscado incrementar los ingresos (aumentando escalonadamente las cotizaciones y destopando los salarios más altos). Meritorio aggiornamento, a pesar de cebarse una vez más en los indefensos autónomos, que incluye la elevación de la pensión mínima a 1.200 euros brutos mensuales a lo largo de los próximos cuatro ejercicios. Aunque a la postre refuerza el modelo tradicional al dar la espalda a su sustitución por otro mixto, actuarial y por impuestos, que blinde definitivamente el sistema. Igual que el gobierno de la gente al final negó la prometida derogación de la reforma laboral del PP, vuelve a inhibirse respecto a modificar el modelo de las pensiones. Cortar ese nudo gordiano significaría pasar de un modelo donde lo recaudado vía ingresos (cotizaciones) configura la cuantía del gasto (pensiones), imposible con un paro estructural de dos dígitos y el mayor índice de economía sumergida de toda la Unión Europea, a otro diseño en el que las pensiones sean las que determinen el nivel de los ingresos necesarios. Ese cambio de paradigma sería realmente trasformador y progresista. Resulta una discriminación lacerante que los recursos para dotar las jubilaciones de millones de ciudadanos estén sometidos a un estricto plan de estabilidad mientras otras partidas de cuestionable productividad, como los gastos para Defensa o la Casa Real, se financian mediante impuestos públicos, y llegado el caso emitiendo deuda soberana.
En este contexto de subida de cotizaciones, tradicionalmente admitida desde las instituciones económicas como indeseable («Reducir las cotizaciones sociales se considerará un elemento dinamizador del empleo», podía leerse en el punto 8 de las recomendaciones del Pacto de Toledo en 1995), sorprende el visto bueno de Bruselas a la «reforma Escrivá». Especialmente cuando la Comisión Europea tiene previsto volver a imponer la severidad presupuestaria a los países miembros a partir de 2024. Retornar al rigor del déficit y la moderación de la deuda parece ir en sentido opuesto a lo recientemente aprobado por el Gobierno PSOE-UP y sus socios (CC.OO. y UGT, dos entes con mucha representación y escasa afiliación, otro oxímoron). Tanta permisibilidad de los antiguos compadres de la austeridad sorprende e invita a sospechar que habrá recortes y ajustes de dinero público en otras remesas menos expuestas al escrutinio social. Prejuicio suscitado por el secretario general Pepe Álvarez cuando, en vísperas de sellar el acuerdo sobre la pensiones, dejó caer que se deberían retirar los subsidios y ayudas (el de desempleo y/o el ingreso mínimo vital, citó expresamente el líder de UGT) a todas aquellos parados que no acepten la oferta de trabajo de las oficinas del SEPE. Curiosa propuesta para sanear las cuentas del sistema público de pensiones: por un lado el Estado se ahorraría la partida destinada a la cobertura del desempleo y por otro se aligerarían las estadísticas del paro al desaparecer de las listas aquellos que hubieran rechazado propuestas de trabajo a bocajarro.
A lo que ni UGT ni CC.OO. parecen hacer ascos es a los fondos privados de empresa, una de las recomendaciones de la última reunión de la Comisión del Pacto de Toledo, celebrada del 27 de octubre de 2020, gestándose en paralelo a la reforma pactada por los dos tenores con el gobierno de coalición de izquierda progresista (imitando el modelo peronista del Estado sindical). Son cerezas y se enredan, do ut des (doy para que me des). Al tiempo que CC.OO. y UGT convenían con el Ejecutivo la pionera reforma de las pensiones del lado de los ingresos, la ministra de Trabajo Yolanda Díaz autorizaba un desembolso de 17 millones de euros de dinero público para los sindicatos, subvención finalista destinada en un 70% a las centrales del duopolio hegemónico (la paz social en años electorales cotiza al alza).
Al margen del aspecto económico, hay una centralidad ineludible en la dignidad de las pensiones. Alcanzar la jubilación con las mejores facultades físicas, mentales y emocionales puede representar un avance civilizatorio que ayude por refracción a mejorar el entorno que habitamos. El retiro en la orgullosa vejez, cuando por fin somos verdaderamente independientes, desactiva el miedo a que te despidan (como afirma la autora de El cuento de la criada en la cita que encabeza este texto). Y desde esa condición de recobrada fortaleza anímica se puede enriquecer a la sociedad civil con determinación humanista (en la antigüedad clásica los años experimentados suponían una categoría, nunca un hándicap). Es el momento de la ética tanto tiempo postergada. De ahí la necesidad de superar el actual avispero de las pensiones desde una nueva perspectiva que ignore las leyes electoralistas de mercado. Salvo que persista el infantil e infame sometimiento de creer que se trata de una concesión graciosa del poder de turno. El mapa no es el territorio.
Rafael Cid
Fuente: Rojo y Negro