Artículo de opinión de Tomás Ibáñez
A mi entender, la mirada libertaria sobre la COVID-19 debería servir fundamentalmente para extraer enseñanzas y elementos de reflexión que permitan enriquecer y renovar sus propios planteamientos teórico-prácticos. No como un mero ejercicio intelectual, sino para hacer más efectiva la lucha por impulsar, extender y fortalecer las prácticas de libertad o, lo que es lo mismo, la lucha contra todos los dispositivos de dominación.
A mi entender, la mirada libertaria sobre la COVID-19 debería servir fundamentalmente para extraer enseñanzas y elementos de reflexión que permitan enriquecer y renovar sus propios planteamientos teórico-prácticos. No como un mero ejercicio intelectual, sino para hacer más efectiva la lucha por impulsar, extender y fortalecer las prácticas de libertad o, lo que es lo mismo, la lucha contra todos los dispositivos de dominación.
Si la actual pandemia debe ser motivo de preocupación es, obviamente, por sus consecuencias letales, pero también por otras razones que iremos viendo a lo largo de este texto, y porque anticipa la más que probable sucesión de nuevos episodios que entrañarán parecido, o aun mayor peligro. Esos nuevos episodios forman parte de nuestro futuro porque, si bien es cierto que el riesgo biológico es inherente a la propia condición humana, también es verdad que su probabilidad de acontecer y la magnitud de sus consecuencias se ven incrementadas por las actuales condiciones de vida, imputables en buena medida, aunque no exclusivamente, al sistema capitalista.
Entre los múltiples factores que facilitan la emergencia y el desarrollo de las pandemias cabe destacar las enormes aglomeraciones humanas hacinadas en ciudades gigantescas, una expansión demográfica a todas luces desmesurada, una globalización que propicia constantes y veloces intercambios mercantiles que cruzan todo el planeta, unos medios de transporte tan contaminantes como veloces y de relativo bajo costo que favorecen el incesante desplazamiento de millones de personas, ya sea por razones de trabajo o de ocio, una fuerte reducción de las inversiones en los servicios sanitarios públicos, una drástica degradación medioambiental. A lo que conviene añadir, además, la existencia de extensas bolsas de insalubridad, de malnutrición y de precariedad en amplias zonas de la Tierra.
Por sí misma esta enumeración deja bien patente que la pandemia de la COVID-19 es un fenómeno cuya etiología, en el sentido amplio del término, es sumamente diversa, y bien sabemos que ante los fenómenos complejos nunca son de recibo las explicaciones simples, así que en el preciso caso de la COVID-19 resulta totalmente desacertada la atribución de una causalidad única a un fenómeno que presenta múltiples aristas.
El abrazo entre el capitalismo y la pandemia, lamentablemente, no destruye el capitalismo
Aún a sabiendas que las explicaciones simples son engañosas estamos viendo cómo una parte nada desdeñable del anarquismo militante ha sucumbido, en mayor o menos grado, a esa tendencia simplificadora señalando al capitalismo como el principal, cuando no como el único, causante de los efectos de la pandemia, y presentándolo a veces como el gran responsable de su origen, o, por lo menos de su expansión y de su grado de letalidad. Curiosamente, el hecho de que unas pandemias mucho mas mortíferas que la actual se hayan producido en épocas donde el capitalismo aun no existía no parece sembrar dudas en cuanto a la relación postulada entre el capitalismo y la actual pandemia. Sin embargo, cabe recordar, por ejemplo, que la peste negra iniciada el año 1347 arrasó nada menos que la cuarta parte de la población europea en un periodo en el cual el capitalismo aun era totalmente incipiente y, por lo tanto, no puede ser considerado como un factor determinante. Aunque la comparación es del todo surrealista debido a las diferencias entre los agentes infecciosos, pero sobre todo a las enormes y múltiples diferencias entre las dos épocas, sin embargo, llama la atención el hecho de que habría que multiplicar por mil, eso se dice muy pronto, el actual numero de muertes por COVID-19 en Europa para alcanzar la cifra de 200 millones de muertes que se correspondería con la cuarta parte de su población actual.
En bastantes ocasiones esa tendencia a la simplificación ha despertado como corolario la esperanza de que la supuesta vinculación directa entre el capitalismo y la pandemia provocaría una intensa toma de consciencia que, por mero instinto de supervivencia, alzaría las poblaciones contra el capitalismo en una lucha radical para sustituirlo por un sistema económico, social, y político mas justo. Queda claro a estas alturas de la evolución de la situación que esa esperanza no reparaba en que la pandemia podía provocar el resultado exactamente contrario, y orientar unas poblaciones angustiadas hacia la exigencia de una mayor seguridad, y de una mayor presencia del Estado, empujándola a buscar refugio en una estabilidad conservadora, reacia a cualquier perspectiva de alteración del orden establecido.
Es normal, y, por supuesto, es de celebrar, que la pandemia agudice la mirada crítica sobre el capitalismo y sus estragos e intensifique la conciencia de que es indispensable luchar para destruirlo, sin embargo, el deseo de acabar con sus atrocidades no debería nublar nuestra capacidad de análisis.
Ni el capitalismo puede ser considerado como el factor principal de los estragos que esta produciendo la actual pandemia, ni cabe pensar que la pandemia impulsará un intenso ciclo de luchas capaz de transformar el mundo, ni tampoco resulta sensato proclamar que el sistema capitalista está tocado de muerte por esta crisis.
Aunque pueda parecer una paradoja, resulta que esa forma de ver las cosas debilita las luchas contra el sistema capitalista y sus estructuras de dominación, retrotrayéndolas a tiempos pasados y a esquemas anticuados.
Los planteamientos que sucedieron a la gran revuelta de Mayo del 68 orientaron las luchas hacia el desmantelamiento, en el presente, de los dispositivos de poder/dominación tanto de los dispositivos directamente articulados por el propio capitalismo, tales como, por ejemplo, la imposición de la forma y de la lógica del mercado a todas las esferas de la vida, o de aquellos dispositivos que, simplemente, se mantienen vigentes en su seno, como por ejemplo el patriarcado. Esa multiplicación y diversificación de los frentes de resistencia y de subversión ha arrancado avances notables para las prácticas de libertad y para las vidas de la gente sin esperar al gran estallido revolucionario que, por propia definición, siempre queda situado fuera del presente mientras no haya acontecido.
Así que, a partir de la constatación de que ni siquiera la catastrófica expansión de la COVID-19 está produciendo una revuelta generalizada contra el capitalismo, el anarquismo debería extraer una primera enseñanza que consiste en la urgencia de seguir multiplicando y diversificando los frentes de lucha, de corte radical y revolucionario, con el presente como horizonte, en lugar de dedicar sus energías a promover un remoto asalto definitivo que cada vez parece más ilusorio y lejano.
La explosión demográfica como acicate de la pandemia y del ecocidio
No cabe duda de que la destrucción de los equilibrios ecológicos y la devastación de los espacios naturales del planeta han desempeñado un papel relevante en la emergencia y en la expansión de la pandemia mostrando que el riesgo biológico y el riego ecológico no son independientes el uno del otro. Sin embargo, la focalización, ampliamente favorecida por los grandes medios de comunicación, sobre ese innegable riesgo ecológico nos puede hacer olvidar el importante papel que desempeña la desbocada expansión demográfica en el incremento del propio riesgo ecológico. Si se admite que el deterioro del ecosistema es uno de los factores que propician el aumento de los riesgos biológicos, y si ese deterioro es función, entre oros factores, del incremento demográfico, queda lógicamente establecida la relación entre las pandemias y la expansión demográfica.
Cuando nací, hace ¡tan solo! (perdonad la ironía de esta exclamación, no he podido evitarla…) tres cuartos de siglo, incrementé en una unidad los 2 500 millones de congéneres que habitaban el planeta en aquel tiempo. Hoy ese numero ha crecido hasta alcanzar los 7 700 millones de personas, y seguirá aumentando en unos 2 000 millones en los próximos treinta años, acercándonos entonces a los 10 000 millones de seres humanos sobre la Tierra. Eso significa que el incremento durante esa treintena de años equivale por sí solo a casi toda la población que existía en los años cincuenta como resultado del progresivo incremento demográfico durante los miles de años transcurridos desde los inicios de la humanidad. Parece increíble, pero solo tardaremos treinta años en producir el mismo incremento demográfico que el que ha producido la humanidad a lo largo de su milenaria existencia.
A la vista de esos datos cuesta entender que la expansión demográfica no suscite tanto temor, ni infunda tanta preocupación, y no espolee tantas conciencias como lo hace el riesgo ecológico; sobre todo si se tiene en cuenta el hecho de que, en nuestro actual sistema productivo, el incremento poblacional dispara de forma insoslayable el propio riesgo ecológico, por razones obvias.
Sin duda, deben ser muchos y muy potentes los intereses económicos y las creencias atávicas y religiosas que impiden alertar sobre los riesgos del incremento demográfico con la misma contundencia con la cual se cuestiona la degradación medioambiental.
Frente a esas resistencias, es bien conocido que un sector del movimiento anarquista defendió, históricamente, ciertas tesis eugenistas, y puso el acento sobre la necesaria y auto responsable contención de la natalidad. En las circunstancias actuales, cuando el efecto conjunto del incremento demográfico, por una parte, de la concentración poblacional, por otra, y, en tercer lugar de los grandes flujos migratorios que ya han empezando y que se acrecentarán rápidamente en el cercano futuro, augura un incremento del riesgo biológico, parecería que, sensibilizado por la COVI-19, el movimiento anarquista debería retomar, renovándola e intensificándola, la labor de concienciación eugenista evitando, por supuesto, las derivas transhumanistas, y centrándose sobre la procreación consciente y exclusivamente voluntaria, pero también sobre la peligrosidad que entraña el incremento poblacional.
Esa labor pasa, entre otras cosas, por acentuar aun mas la ya considerable y necesaria implicación del anarquismo en el movimiento feminista, y desarrollar desde el feminismo ácrata una actividad de concienciación transgénero dirigida tanto a hombres como a mujeres que, sin descalificar por principio la maternidad, ponga de relieve sus repercusiones sociales y políticas mas perniciosas.
El Biopoder y la medicalización de la existencia en el espejo de la COVID-19
Sabiendo cuál es la quintaesencia del pensamiento, de la sensibilidad y de las prácticas libertarias, resulta obvio que la atención prestada a los dispositivos y a los mecanismos del poder/dominación debe situarse en el mas elevado de los niveles. Por eso la mirada anarquista no puede dejar escapar el hecho de que la actual pandemia ilustra de manera espectacular el acierto que tuvo Michel Foucault cuando desarrolló, hace ya algo mas de cuarenta años, su concepto del biopoder para caracterizar la nueva forma de gubernamentalidad articulada por el neoliberalismo. Sin duda alguna, algunas de las nuevas modalidades del ejercicio del poder a las que entonces se refirió, tales como la gestión de la vida, la bioseguridad, y el control de las poblaciones, que representan han pasado a ocupar un lugar preferente en la agenda del capitalismo digital neoliberal propio de nuestra época.
Hoy, el ejercicio del poder/dominación se ha desplazado desde el tradicional modelo de la ley y de la sanción, es decir desde un modelo basado principalmente en la obligación, en el castigo, y en la fuerza, hacia un modelo basado en la gestión de la vida y en el control productivo y normalizador de las poblaciones. El biopoder pone la vida en el centro de los procedimientos de poder, haciendo de su cuidado, y de su gestión una potente fuente de recursos para propiciar la libre sumisión de los sujetos, y para controlar y gestionar las poblaciones.
Junto con las herramientas proporcionadas por la revolución informática, que permiten ir más allá de la biopolitica propiamente dicha y desplegar una biopolitica digital, resulta que el extraordinario desarrollo de la medicalización de la vida y la desmesurada importancia adquirida por el lucrativo complejo tecno-medical que integra tanto la boyante industria farmacológica como el carísimo instrumental diagnostico y quirúrgico cuya renovación debe ser tan rápida y constante como le conviene a la industria medica, se revelan fundamentales para, entre otras cosas, hacer recaer en el sujeto la responsabilidad de gestionar su propia salud así como la de los demás mediante la triple faceta del auto control, por una parte, de la continua vigilancia que debe ejercer sobre las personas de su entorno, por otra parte, y, en tercer lugar, de la vigilante mirada con la que es observado por los demás.
La lista de las conductas saludables se ha convertido en el breviario que toda persona debe interiorizar y respetar, no solo para preservar su propia salud, sino también para preservar la salud de sus conciudadanos, con lo cual el sentimiento de culpa por descuidar la propia salud se multiplica. Está claro que, infundir preocupación ante los peligros que acechan la salud, azuzar el miedo, y fomentar la auto culpabilización constituyen algunas de las herramientas que se revelan útiles para el ejercicio del biopoder. Y resulta que la gestión de la actual pandemia muestra que esas herramientas funcionan a la perfección, arrinconando y debilitando, sin tener que ejercer una represión notable, las veleidades de incumplir las pautas trazadas e impuestas por las instituciones.
Además, la pandemia está sirviendo de gran banco de pruebas para experimentar los procedimientos de control masivo de las poblaciones mediante, entre otras cosas, la obtención masiva de datos, la elaboración de conocimiento experto sobre sus características y sus dinámicas, así como sobre el grado en el que aceptan ser sometidas sin oponer demasiada resistencia, o incluso se ofrecen ellas mismas a ser dirigidas de forma aun mas estricta, vigiladas aun mas minuciosamente, y sancionadas aun mas severamente (por su propio bien, claro está…).
Si bien hace ya lustros que el anarquismo debería haber incorporado de forma mucho mas decidida las nuevas concepciones sobre las relaciones de poder elaboradas fundamentalmente por Foucault, parece claro que la COVID-19 aporta nuevos argumentos para que el pensamiento libertario renueve y enriquezca su análisis crítico del poder, incorporando plenamente en su seno la reflexión sobre el biopoder.
El fulgurante avance del totalitarismo de nuevo tipo
Byun-Chul Han, el pensador norcoreano afincado en Alemania advertía hace poco que además de los virólogos y de los epidemiólogos, son sobre todo los informáticos y los especialistas en macro-datos quienes combaten las pandemias. La COVID-19 no ha tardado en dejarlo claramente patente, pero, además ha dado alas al desarrollo de sofisticadas medidas de control social gracias a la demanda de bioseguridad suscitada por el temor de la población ante el riesgo biológico.
Con independencia de que los equipamientos sanitarios y la atención medica son infinitamente superiores a los que existían cuándo acontecieron las pandemias de los siglos anteriores, la similitud de los modelos desplegados para atajar su propagación no deja de ser llamativa. Por ejemplo, durante la peste negra que azotó Europa a finales del medioevo se procuraba localizar a los infectados, se les confinaba en sus casas con estricta prohibición de salir de ella, se señalaban las viviendas para que nadie se acercara, se incrementaba la vigilancia para detectar nuevos casos, se desinfectaba las casas (claro que, a diferencia de hoy, quemándolas, pero solo porque ese era el mejor desinfectante disponible), se aislaban zonas enteras de los pueblos y, a veces la totalidad de un pueblo, impidiendo las entradas y salidas, se suspendía toda la actividad en las zonas infectadas etc.… Resulta sorprendente que, tanto ayer como hoy, los principios básicos de la contención de la pandemia conformen un modelo muy parecido, sin embargo, también se aprecia una diferencia capital en cuanto a las modalidades de la vigilancia, así como en lo relativo a la recogida y al tratamiento de la información. Obviamente, esa diferencia, propiamente abismal, se debe básicamente a los instrumentos proporcionados por la revolución digital.
No es necesario detallar aquí el uso que se esta haciendo de las nuevas tecnologías digitales en el marco de la COVID-19, los medios de comunicación los mencionan con frecuencia, sin embargo, en la medida en que esta pandemia proporciona abundante carburante para acelerar el desarrollo de los mas sofisticados instrumentos de control social, sí merece la pena detenernos sobre aquello que la COVD-19 está ayudando a implementar ahora, pero que se viene gestando desde hace tiempo gracias a la revolución digital.
Esa revolución ha fortalecido aun mas la estrecha vinculación, propia de la Modernidad, entre, por una parte, la razón científica, por otra parte, las tecnologías, y, en tercer lugar, el poder económico y político. El resultado ha sido la transformación del capitalismo que se ha convertido ahora en un capitalismo digital dotado de una sofisticada estructura de vigilancia, y de captación y tratamiento de datos que no conciernen solo a las personas y a los colectivos, sino también a todos los procesos y actividades que tienen lugar en el espacio social. Esa nueva modalidad de capitalismo avanza rápidamente en la esfera política hacia un totalitarismo de nuevo tipo que ya muestra sus colmillos en los cinco continentes.
Ahora, a diferencia de anteriores regímenes totalitarios, son los propios sujetos quienes proporcionan constantemente, mediante todos y cada uno de sus comportamientos sistemáticamente recogidos y tratados por sofisticados algoritmos, los elementos que posibilitan una sujeción tanto mas integral cuanto que es la propia vida de las personas la que nutre los dispositivos de control y de normalización. Resulta, además, que el capitalismo digital no se conforma con aprovechar la COVID-19 para afinar y extender sus dispositivos de control social, sino que la aprovecha también para modificar el ámbito laboral impulsando con una intensidad nunca vista anteriormente el teletrabajo. A parte de aislar físicamente a los trabajadores y trabajadoras y de evitar cualquier relación que no sea puramente laboral, esa reestructuración del trabajo también expande el instrumental digital por todo el tejido social volviéndola completamente imprescindible y asegurando de esta forma la posibilidad de un control constante y detallado del personal laboral.
No se trata de dibujar aquí una distopía de corte Orwelliano, pero basta con pensar, por ejemplo, que ni siquiera las mascarillas son obstáculo para que en las manifestaciones y las concentraciones se pueda identificar a millones de caras por segundo. El control policial mediante reconocimiento facial requiere que agentes equipados con gafas provistas de hardware de realidad aumentada envíen datos a un centro de control y reciban casi instantáneamente las informaciones y las instrucciones pertinentes gracias a las redes 5G. Es obvio que, si este totalitarismo de nuevo tipo consigue arraigar las posibilidades de lucha y de resistencia contra la dominación y la explotación quedarán, o bien anuladas, o bien reducidas a la insignificancia.
La COVID-19 ha hecho mas patente ante los ojos de la gente la sofisticación de las medidas de control que están en manos del Estado y que van a seguir perfeccionándose a ritmo acelerado, urge por lo tanto que el anarquismo tome acta de ese hecho y no desaproveche la oportunidad de insistir en estos momentos sobre la amenaza que muchas personas han percibido con mayor o menos claridad a raíz de la pandemia. Estoy convencido que el anarquismo debe apresurarse a situar en un lugar preeminente de su agenda la necesidad de luchar por todos los medios contra el totalitarismo de nuevo tipo que se cierne sobre la humanidad.
Hoy resulta imprescindible reinventar el tipo de revuelta que protagonizaron los Luditas cuando, en el siglo 19, destruyeron parte de la novedosa maquinaria textil cuya instalación en Inglaterra estaba eliminando puestos de trabajo y condenando a la miseria parte de la población. Entre las prácticas de resistencia que el anarquismo debería alentar figuran, por ejemplo, las practicas hacker, los sabotajes de la 5 G como está ocurriendo en Inglaterra, la incitación a prescindir al máximo de los móviles y de la intervención en las redes sociales, la creación de talleres de defensa contra la vigilancia informática, etc.
Junto con el desarrollo de practicas de lucha contra los sistemas de control digital, que, en su dimensión policial, atenazan las veleidades subversivas, y que, en su dimensión económica, aseguran el lucro de las grandes plataformas globales gracias a la información que les proporcionamos, resulta imprescindible emprender una amplia campaña de concienciación de la gran amenaza que representa el nuevo tipo de totalitarismo, y desmontar en el imaginario de las personas la argumentación que pretende legitimarlo en base al miedo suscitado por la COVID-19 y por futuras pandemias.
Preservar la subversión en tiempos adversos.
En las situaciones extremas, tales como las provocadas por los terremotos, las grandes inundaciones, los tsunamis, las erupciones volcánicas etc., suele ocurrir que las iniciativas populares auto organizadas se anticipan y suplen a las medidas gubernamentales. Sin embargo, una situación como la creada por la COVID-19 parecía imposibilitar totalmente ese tipo de iniciativa popular debido al temor al contagio y al férreo aislamiento impuesto a la población. Contra todo pronostico esa imposibilidad fue puesta en jaque, aunque es cierto que las iniciativas populares tuvieron un alcance mucho menor que él conseguido en otros tipos de situaciones extremas.
No hay que olvidar que las fases más duras de las medidas decretadas para frenar la pandemia se asemejaban, por lo menos en España, a las que se toman cuando se proclama el Estado de sitio: prohibición de las reuniones, de las concentraciones o de las manifestaciones, imposición de un confinamiento estricto que impedía incluso acudir a las casas de los familiares y de las amistades etc. A pesar de ello fueron apareciendo brotes de resistencia espontánea y se desarrollo una dinámica de auto organización social y de solidaridad que no dejaba de evocar las consideraciones de Kropotkin sobre el apoyo mutuo, y de infundir cierto optimismo respeto de la capacidad de reacción de la población. Surgieron así brigadas de solidaridad popular animadas por colectivos dispuestos a proporcionar alimentos, cuidados y todo tipo de ayudas materiales y psicológicas a las personas más necesitadas, redes de autodefensa sanitaria, colectivos de barrios que osaban llevar a cabo salidas clandestinas para llenar las paredes de pintadas callejeras y de pasquines denunciando, por ejemplo, las consecuencias letales de los recortes sanitarios. Y, paralelamente, se echaba mano de las tecnologías digitales para constituir grupos de debate y de intercambio de información afín de mantener abiertas las capacidades de análisis crítico de la situación y la formulación de propuestas para que la pandemia no arrasara la actividad política de carácter antagonista.
Además de esas iniciativas, ubicadas por lo general en los sectores mas politizados y mas militantes, también se producía de forma espontánea en determinados lugares una reacción vecinal contra un aislamiento claustrofóbico mediante la comunicación con el vecindario mas próximo, ya sea en el bloque de la propia vivienda, o con los bloques contiguos si se disponía de balcones. Se asistía de esa forma a una suerte de repentino descubrimiento de que las personas que habitaban el piso contiguo, ignoradas hasta entonces, también existían.
Por lo tanto, que ha provocado la manifestación de reacciones insolidarias tales como la hostilidad que podía ir hasta la denuncia de quienes no mostraban una actitud o un comportamiento suficientemente sumiso, la COVID-19 también ha puesto de manifiesto la existencia de focos de solidaridad y de resistencia que surgían básicamente a partir de las relaciones interpersonales y de los pequeños grupos previamente existentes. Esta circunstancia sugiere que el anarquismo debería volver a poner en un primer plano la creación de unos vínculos afinitarios que son los que permiten mantener pequeños núcleos de intercambios y de relaciones impregnadas de mutua confianza. Son esos núcleos afinitarios los que pueden asegurar la supervivencia de proyectos y de practicas de lucha cuando las condiciones se vuelven mas adversas. Eso indica la importancia de multiplicar en el tejido social la inserción de tantos núcleos impregnados de sensibilidad insumisa y de acción subversiva, como sea posible, en lugar de apostarlo todo a la creación de extensas organizaciones.
Así mismo, el anarquismo debería acrecentar la importancia que reviste la actuación en el ámbito poblacional más próximo, es decir, en el barrio donde se reside, la calle donde se vive, el edificio en el que se habita. Crear vínculos afinitarios en los espacios geográficamente próximos es, entre otras cosas, la mejor forma de mantener la capacidad de resistencia en situaciones extremas y cuando las comunicaciones electrónicas quedan neutralizadas o interferidas por los poderes.
En definitiva, y ya para concluir, está claro que la capacidad de incidir en la realidad depende del grado en el que nuestra forma de entenderla capta efectivamente sus características, y del grado en que nuestras acciones tienen la capacidad de afectar esas características. La COVID-19 ha hecho aflorar, o ha dado mayor visibilidad a una serie de aspectos de la realidad actual cuyo análisis debería entrar en la bitácora del anarquismo para encarar las acciones pertinentes en los tiempos de la post COVID-19.
Tomás Ibáñez
Fuente: Tomás Ibáñez