“Patafísica: ciencia dedicada al estudio de las soluciones imaginarias
y las leyes que regulan las excepciones”
(Wikipedia)
Una revolución supone un cambio de paradigma, la institucionalización de otra forma de ver el mundo e interpretarlo, lo que entraña una nueva conciencia y en cierta medida “un hombre nuevo”.
Una revolución supone un cambio de paradigma, la institucionalización de otra forma de ver el mundo e interpretarlo, lo que entraña una nueva conciencia y en cierta medida “un hombre nuevo”. Hasta la fecha las revoluciones que en el orbe han sido desde la francesa de 1789 se caracterizaban por ampliar la base social de participación político-social, eran en ese único sentido “progresistas”, y fueron implementadas en un entorno dominado por la producción (factor trabajo y capital) sobre el consumo, y de afirmación de la demanda sobre la oferta, como correspondía a aquellas sociedades de escasez. Frente a ese modelo, el formato de la “revolución desde arriba” que ha incubado la actual crisis financiera, invirtiendo los términos sujeto-objeto, en el contexto de una economía de abundancia y de exceso de oferta (sobreproducción), da al traste con el concepto de revolución clásica. Vivimos por primera vez en la historia reciente una auténtica “revolución de los ricos”, que reduce la base social, lo que antes se llamaba “contrarrevolución”, pero que no se expresa reactivamente. Por eso los mecanismos tradicionales de lucha emancipadora deben modificarse para intentar revertir esa socialización negativa.
La taxonomía de las revoluciones suele fijar dos modalidades básicas: revoluciones burguesas y revoluciones populares. Revoluciones burguesas o liberales son, según la teorización del historiador marxista Eric Hobsbwam, aquellas que sentaron las cimientos para postergar al antiguo régimen basado en el feudalismo y la dependencia del siervo respecto al señor, desplazando asimismo de la centralidad del poder a la religión, que convertía a esas sistemas en la práctica en teocráticas civiles. Trono y altar solían ser las categorías a superar por sus embates. En general, tanto en la legendaria Revolución Francesa de 1789 como en la Revolución Norteamericana de 1776, el mundo que alumbraron favorecía el ejercicio de derechos y libertades, antes contingentados según la conveniencia del déspota de turno, despejando así el camino para la desarrollo del capitalismo de “libre mercado”.
Salvo en el caso de la pionera Revolución Inglesa de 1642-1689, en las otras dos, de intensidad y forma diferente, la entronización del capitalismo bebió en su surco bajo la divisa laissez faire, laissez passer que hizo célebre el profesor de Filosofía Moral Adam Smith en La riqueza de las naciones, obra publicada en 1776 considerada hoy el arranque de la economía como ciencia autónoma. De esta forma, dos decapitaciones, la del “estuardo” Carlos I en la Inglaterra de 1649, y la del titular de la Casa de Borbón Luis XIV, en 1793 en Francia, allanaron el camino a una nuevo sistema de convivencia basado en la seguridad jurídica de los negocios y el imperio de la ley, fuente del Derecho como emanación de la voluntad general. Fueron, si cabe el reduccionismo, revoluciones políticas.
En la otra orilla se alzan las revoluciones populares, también denominadas socialistas o proletarias, cuyo paradigma es la Revolución Rusa de 1917, que tanto y tantos años influiría en otras revoluciones de menor cilindrada, sobre todo en los estallidos sociales que se han producido en el Tercer Mundo. “La soviética”, pues tal era la base autogestionaria que preñó en sus primeros momentos a ese amplio movimiento de soldados, obreros y campesinos, vino al mundo con el impulso de las agitaciones proletarias que lideraba el movimiento obrero y la Primera Internacional bajo el eslogan “la emancipación de los trabajadores ha de ser obra de los trabajadores mismos”. Era en proyecto una revolución internacionalista, anticapitalista, que aparte de llevarse por delante a la aristocracia zarista buscaba hacer de la vieja Rusia el epicentro de la revolución mundial. Aunque uno de sus referentes intelectuales, Carlos Marx, pensó que solo prendería su mecha en países capitalistas y no en sociedades agrarias y con un 80% de analfabetismo como la rusa. Hoy día el legado de aquella revolución está más en los ideales que la acunaron que en sus realizaciones emancipadoras, situadas casi en las antípodas de aquellos valores iniciales. Para la investigación histórica sigue siendo un enigma el súbito colapso del Bloque Socialista para restaurar un capitalismo de oligarcas.
Fue la Segunda República francesa de 1848 la que enarboló el lema de Libertad, Igualdad y Fraternidad de 1789 como testimonio de su voluntad de mantener, recobrar y profundizar aquel interrumpido proyecto revolucionario. Sin embargo, la divisa se quedó en una simple verbalización romántica. Los verdaderos avances civilizatorios no vinieron de la exposición declarativa de esas “constituciones”, al fin nuevas “cartas otorgadas” por el poder, sino de las conquistas arrancadas por la tenaz lucha de los trabajadores y trabajadoras y las organizaciones obreras.
Pero en el siglo XXI, la perspectiva ha cambiado. La “dominados y explotados” han ido abandonando esas posiciones de “conciencia de clase” integrándose en el sistema, hoy único y monopolista de Este a Oeste. En las sociedades de capitalismo de Estado lo han hecho inducidos por los mecanismos de asimilación que el consumo de masas ofrece, y en las de socialismo de Estado por haberse disciplinado en la lógica heteronómica de sus cúpulas dirigentes. La autoritaria “razón de Estado” se ha impuesto como hábito en uno y otro contexto, y con ella la categorización del “homo económicus” como referente global. Lo que nos alerta ante la insuficiencia política, casi indigencia, de los conceptos derecha e izquierda metabolizados a la vieja usanza cara a la transformación radical de la sociedad establecida. Ya no son condición sine qua nom para la contextualización política. Sirven como brújula orientativa pero resultan rotundamente suficientes por su circularidad ideológica. A la izquierda y derecha institucionales les sucede como a las islas de los archipiélagos: les une lo que les separa. Destruyen la “persona moral” y recuerdan demasiado la turbia dialéctica amigo-enemigo de Carl Schmitt. La ley interna que rige el sistema es lo que el profesor de Sociología de la Universidad de California (EEUU) Michael Buranoy calificó en un libro de referencia como “el consentimiento de la producción”, donde aborda la cuestión de por qué los trabajadores aceptan la rutina de su propia explotación.
Aunque quien interprete este hecho rampante como una habilitación del apoliticismo se equivoca de parte a parte. Todo lo contrario. Es un reivindicación de la “política vivida”. En este sentido, un apolítico es “un idiota”, como se denominaba en la Atenas de Pericles a los ciudadanos que no se interesaban por la “cosa pública”. E incluso, si queremos poner la acción en positivo activo, habría que decir que los nuevos tiempos exigen herramientas contundentes, que vayan a la raíz, “impolíticas”, que es el término acuñado por Roberto Esposito para designar a las categorías socialmente transformadoras, más allá del pautado izquierda-derecha. ”Lo impolítico” como natural conflicto con el poder.
El legado para la posteridad de la Revolución Francesa no fueron esas bonitas palabras Libertad, Igualdad y Fraternidad cinceladas en letras de oro en tantos parlamentos de cartón piedra, sino la consagración de la propiedad (privada) como derecho inalienable y de la usura. Medida esta última que, al suponer admitir el pago de intereses por el capital, representaba la puesta de largo del capitalismo acumulativo tal como hoy lo conocemos. También se olvidó de proclamar la abolición de la esclavitud y la emancipación de la mujer, mientras el derecho de resistencia ante la tiranía, que si figuraba en su enunciado, quedaría en almoneda. Por su parte, el avance del sufragio se fue pautando a cuentagotas (censitario, masculino, etc.), a medida que la oligarquía fortalecía su poder político, dejando el fenómeno electoral en un simulacro de participación real en la res publica mediante la representación por delegación.
La trama del poder no hace prisioneros. Hoy de nuevo enseña su cínico rostro en el tema de la “inmigración salvaje”. Se va de la verbalización de la “libre circulación de personas” a su contingentación económica. Los pobres y desheredados sucumben al intentar pisar el “primer mundo”, tras atravesar muros y mares. Mientras, se legisla el permiso de residencia para los ricos del mundo, la versión postmoderna del “sufragio censitario” elevado a máximos. Como la libertad de expresión, alfa y omega glamuroso de la sociedad de la información. Aunque en realidad un poder trepanador en manos de los dueños de los medios de comunicación (ventrilocuandia) y mecanismo de control orweliano (totalitario) para los servicios secretos del Neoliberalismo Capitalista de Estado. Un vaivén de mentiras y señuelos para convertir la democracia en demoscopia.
Los dos hemisferios totalitarios que esconden la patafisica de las revoluciones polígonas son, y es lo que importa, fatalmente antidemocráticos. Con un formato de representación viciada o de burda delegación, según la zona, impiden el hecho esencial del reconocimiento del otro. En su ámbito no cabe “la política vivida” porque no es posible ni la participación ni la comunicación. Generalmente se opera sobre códigos preestablecidos. Con uno, los de arriba, los poderosos, hablan, y con el otro, los de abajo, los inferiores, escuchan. Pero no hay biodiversidad en la relación y mucho menos intercambio. Hablar y escuchar, escuchar y hablar, patafísicamente. Por eso el habla de los de arriba, que son menos, se convierte en orden, mandato, imposición, y el escuchar de los de abajo, que son los más, en obligación. Cuando en la sociedad abierta de la democracia todos hablan y todos escuchan. Son personas. Sin prioridades ni adoctrinamientos. La comunicación es el común denominador de la comunidad humana.
Rafael Cid
Fuente: Rafael Cid