Los parias de la lengua se dicen, como pueden, en pie de página ajena, al margen de la historia o entre líneas, de muchos modos.
Hay parias de una vez, y de ninguna, que siempre fueran insignificantes, o que anduvieran un día a coro en todos los labios y yazgan hoy en desvanes nunca visitados. Que no está el ser paria en el número de veces o de voces que uno pueda presumir. Hablando apropiadamente, hay clases, géneros y familias con título impresionante que los reúnen y agrupan para otros fines, siempre ajenos a ellos. Y al igual que otros dueños de otros parias que también hablan siempre con propiedad, éstos pueden llegar incluso a hacerles caso, o género, o número, pero voz, jamás. Como no sea por un error o un desliz. No los consideran responsables de nada digno de mención, pues como iba serlo esa simpleza suya que permite a todos los demás mencionar y hablar diciendo. Y sólo a los más afortunados llegan a darles nombre, como “punto”, “paréntesis” o “errata”, mayormente para llamarlos cuando los precisan para precisarse.
Pero aun desposeidos, hasta de nombre, haberlos, haylos.</sc>
“COMILLAS”
De todos los parias de la lengua son las comillas aquéllos a quienes su cambio de fortuna ha trastornado más, hasta rayar en delirio. Antaño fueron heraldos de calidad, fieles anunciadores de palabras de otros en que podía confiarse : sin que importara el anuncio, que en la frase del fiar tanto monta y monta tanto palabra, autor o heraldo. Por eso cuando aparecían comillas se detenía un momento el trajín de los párrafos y se les abría un hueco de respeto para escuchar atentos : porque la confianza, ah, es un bien precioso sin el que se desmorona la página, el libro, y la república entera de las letras, convertida en amasijo de rayas, gestos y ruidos.
Pero héte aquí que hoy se las ve dispersas por las frases o las voces, disfrazadas de bufón o maledicente arcediano, con gorros de cascabeles que parecen orejas de conejo. Y que su mera presencia anuncia exactamente lo contrario, a saber, que cuanto siga y se oiga por su boca o sus orejas no es de fiar, y ha de sospecharse algún otro sentido que, por supuesto, nunca será propuesto, expuesto ni compuesto sobre el tapete. Obligadas así a arrastrarse por las frases sobre un reguero de baba y bilis, las comillas han perdido la razón, y el ser, y la razón de ser dos. Porque una pareja, es sabido, abraza o encierra un espacio de confianza que puede ser margen, o paréntesis (vid.”PARÉNTESIS”), o incluso un aparte que abran dos juntos : pero su espacio ideal, del que toda pareja surge y depende, es la cita, la antigua y afamada cita entre comillas. Una palabra que por amor se dio, se creyó, y se cumplió ; una que por eso guardan otros, sin obligación, como modelo de autoridad, de palabra imprescindible que si dilata y difiere es para dar mejor lugar y tiempo al encuentro ; una que por eso no recitan como mandato de poder, que si divide y da largas es para vencer nunca. Pues baba y bilis son como se sabe sustancias disolventes, y a veces cauterizantes ; ciertamente útiles cuando se trata de cerrar cuanto antes una herida o unos labios hechos pura grieta, pero no de abrirlos. Que es el caso cuando de fiar se trata.
Los resultados, a la vista están. Porque puestos a disolver, deshacer y desconfiar, ni siquiera una comilla es ya de fiar para la otra. ¿Y si no aparece, y la cita se queda en el aire y yo colgando ? Yo no me abro hasta que tú no estés aquí, ah, pues como no estés a la hora de cerrar, yo tampoco, ni por pienso, ni hablar. Sino gesticular airado e insensato de conejos y bufones en el aire.
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Y es que el amor de las comillas acaso no sea de este mundo, sino a la inversa. Porque, si bien se mira, ¿qué separación o qué distancia no podría salvar una pareja de comillas ? ¿Tres mil años ? “Cantaré oh diosa la cólera de Aquiles…” ¿Kilómetros ? “Un viaje de diez mil li comienza por una comilla…” Hasta hay quien dice, aunque suene a cábala y a deseo en disfraz de argumento o de arcediano, que en el primer día del mundo lo que hizo el señor Dios fue plantear una cita, y plantar una comilla, que hasta la fecha sigue esperando cumplirse en su semejante, y su fin ; de modo que lo intermedio todo sería fiel transcripción de una proposición en curso, y de un silencio atento.
Pero cábalas aparte, “¿no cabría cualquier discurso humano en el regazo que abren fieles unas comillas ? ¿O unos interrogantes (o unos paréntesis, en la confiada certeza de que al final todos se cierran) ?”. Que así dijo una vez un hombre a quien conocí, al que ustedes no podrán jamás por más que quieran, como no sea fiándose de mí. Se había citado a sí mismo desde el día en que nació, y poco después acudió a su cita, y cumplió su palabra. Y yo podría escribir hoy su nombre entre comillas, si no me las hubieran dejado chorreantes de baba que me da tanto asco.
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Aunque claro, no faltará quien diga que todo esto no deja de ser también baba “sentimental”. Que el asunto de las comillas es pura convención lógica, y no esta “lógica” de que me valgo para confundir lo que debe discernirse. Pudiera ser. Pero el caso es que las buenas de las comillas, como heraldos cumplidores, jamás ocultaron la condición de mensajero de cuanto anunciaban, ni siquiera la suya. Y ni en sus mejores tiempos se permitieron hacer su trabajo de memoria y añoranzas sólo. También eran conocidas y respetadas entre los presentes en concilios y parlamentos de lógicos y arcedianos, donde solían aparecer para anunciar un mensaje de prudencia, eso es verdad, siempre idéntico : que las palabras que a continuación harían su entrada eran palabras, ni más ni menos, y nunca sus representados. Pero eso, ay, eso sólo se hacía en graves situaciones y en tanto fuera inevitable el recelo para evitar males mayores.
Y por mucho que digan, hoy le han cogido el gusto y la profesión, y ni conventos de sabios ni arcedianos del sermón se han librado tampoco de esta plaga de conejos y su forma de hablar, no ya de oídas, sino de orejas. Hasta el punto de que en esos círculos se haya despedido a las comillas por superfluas, puesto que ahí ya nunca se atiende a lo que se dice, sino sólo a que se dice, y al informato formático, y a lo modalmente correcto. Y cuando todo es declaración pero interesada, y cita, pero de negocios, huelgan comillas y basta con dar directamente a toda palabra por sospechosa : de no ser la cosa. Prueba es que hoy, despedidas las comillas, ya ni los físicos hablan del concepto “electrón”, sino del concepto de electrón ; eso, si es que no llegan a hacerlo del concepto del electrón, porque el imperio del artículo determinado y consumible alcanza a todas partes, pero ése es otro cantar (vid. “ARTÍCULO”).
Y entretanto las comillas, mientras aguardan en la cola del paro estrechamente abrazadas y abrazando nada, más que un silencio entre dos, las pobres comillas aún se siguen preguntando qué clase de conceptos son los del electrón, que no piensa, y con quién otro los abrazará y concebirá, estando como está más solo que la luna en su órbita. O qué les habrá hecho la pobre preposición para que la tengan ahí, cuando nunca se ha visto electrón que tenga ni engendre algo “de” él, que es lo que esa pobre preposición pregona sin convicción, haciéndole de pareja suplente y desfalleciendo en el intento. O que demonios querrá decir “el concepto de clase”, donde ya no es de extrañar que las comillas hayan enloquecido, las pobres, y corran de una a otra y viceversa tratando de entender si se trata de la clase que concibe o de la concebida. Por no hablar, en fin, del concepto “entre comillas”, que es donde las comillas pierden definitivamente la razón, y se dan resueltamente a la locura bufonesca, o arcediana. Puesto que hoy se dice “entre comillas”para indicar justo lo contrario de lo que querían decir, a saber : que lo que se quería decir era exactamente lo que se dijo. Mientras hoy, si es que aún se las emplea de temporeras, es para querer decir -sin llegar a hacerlo- que lo que se acaba de decir es justamente cualquier otra cosa menos la que se dijo. Por descontado, sin especificarla.
De modo que, hablando como hoy se habla, las comillas no han sido despedidas por razones lógicas, sino por razones “lógicas” : por la lógica de la calumnia, por la razón universal del recelo y la sospecha. Caricatura de la cita de amor, este oficio baboso a que hoy se las ha arrojado no es sino el fiel y exacto vaciado de la bendición infinita : la maledicencia sin tasa. Una que bien podría, como aquélla, extenderse desde la apertura del mundo hasta la clausura, ésa que promete inminente siempre la aparición de un par de antenitas babosas como gorro de arcediano por un rincón de la frase. Pues, en definitiva, ¿qué palabra no quiere decir más de lo que dice ? Seguramente sólo una, la babosa, que no dice nada. Y mira que entonces lo tendría fácil, con sólo decir algo.
Pero no. Porque en realidad sus dos deditos con los ojos en las puntas lo que hacen es el gesto de agarrar para llevarse a la boca ; en disfraz, eso sí, de “mirar desinteresado” salvo por “el bien común”, de un mirar “teóricocrítico” o “informativo” que parece prólogo más “respetable” de acercarse a tocar : siempre en el otro, naturalmente, al que con ese gesto se le imputa tal doblez como si se lo penetrara, y penetrado, y devorado, se lo supiera. Pues ¿qué significan estas comillas conejiles, prolíficas e insaciables como psicólogos, sino un ansia de palabra tangible y comestible, con otro incorporado, a la que nada sacia ? De palabra embaulable en que hacer a cualquiera mío, a buen recaudo en unas entrañas mías que en realidad consisten en un agujero periódico imposible de colmar en el tiempo. De ahí que sean las fértiles extensiones de diarios y revistas uno de los predios en que medran estas “comillas” caníbales, antropófagas de semejantes, que en consecuencia mejor sería llamar “comidillas”. Palabra trampa, palabra cebo que hoy no transmite más mensaje que éste, “yo que no soy tú no te creo”. Aunque, quiá, a mí me van a engañar, esa frase hay que leerla “entre comillas”. Pues en verdad quiere decir otra cosa, a saber, “para ser yo, no te creo ; ven a convencerme, catacrás, ñam ñam”. Triste manera de afirmarse, pardiez, no en un hueco abierto en la palabra ajena, sino abriéndolo hasta ella. Poniendo tierra trampa de por medio, y oreja y baba y gesto en vez de oído, espera y tiempo. Aunque claro, ya sabemos qué nos quiere decir éste cuando dice “yo”. O “tú”.
Así es que hoy, cuando el azar y su abundancia hacen que me tope con un par de comidillas por la frase me apresuro a levantar dos orejas protectoras. No para oir lo que quieran decir, que no lo dicen, pero ni siquiera lo que no quieren decir : sino para no oir que no quieren. O de lo contrario pronto estaría tan loco “yo” como una comilla sin pareja.
J.L.Arántegui Tamayo
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