Un régimen autoritario -y este en esencia lo es- exige a los movimientos sociales que sometan sus demandas y reclamaciones a la voluntad y prioridades de los poderes fácticos, las multinacionales, los banqueros y la Unión Europea en nuestro caso.

Un régimen autoritario -y este en esencia lo es- exige a los movimientos sociales que sometan sus demandas y reclamaciones a la voluntad y prioridades de los poderes fácticos, las multinacionales, los banqueros y la Unión Europea en nuestro caso.

Mientras esta dictadura del capital -que sucedió a la dictadura política de Franco- se estaba gestando, el sindicalismo, el hegemónico y mayoritario, se oficializó, se institucionalizó y poco a poco fue asumiendo los dictados ideológicos del capitalismo renovado y globalizado.

“Adelante compañeros, ni nos domaron, ni nos doblaron, ni nos van a domesticar”, decía Marcelino Camacho hace unos meses. Pero él sabe que no es verdad y que la doma viene de lejos.

Todo empezó con los Pactos de la Moncloa (1977). Allí no estaban presentes oficialmente los sindicatos, pero sus líderes, directa o indirectamente, sí que estaban. Allí se marcaron las reglas del juego y, por supuesto, los límites de la democracia. Democracia sí, pero dentro de un orden : del orden capitalista que ninguno de los presentes o representados pone en cuestión.

Después vino el Estatuto de los Trabajadores y empezaron a correr aires liberalizadores en esto de las relaciones laborales. El proteccionismo a los trabajadores, se decía entonces, pertenece al pasado ; hay que dejar la regulación del mercado de trabajo al “libre” acuerdo entre las partes, entre una parte que lo tiene todo (el empresario) y otra parte que no tiene nada (el trabajador). Todo muy democrático. Pero ojo, la huelga no, la huelga no puede ser libre. El único instrumento que nos puede poner ocasionalmente a los trabajadores a la altura del patrón es la huelga. Pues bien que se ocuparon de regularla, de controlarla y de prohibir específicamente las huelgas de solidaridad. Esto, dicho sea de paso, beneficiaba también a los aparatos sindicales en gestación, porque las huelgas que dieron en llamar salvajes cuando ellos no las controlaban, se les iban de las manos.

Pero no contentos con este paso “liberalizador” de las relaciones laborales, fueron reformando, pacto tras pacto, el Estatuto del Trabajador, cada vez un poquito más “liberalizador” también, cada vez un poquito mas a peor. Hito importante representó la reforma de 1994 que permitió la legalización de las agencias privadas de colocación y de las tristemente famosas Empresas de Trabajo Temporal, todo ello aderezado con otras medidas flexibilizadoras.

Pero no para ahí la cosa. Las medidas abaratadotas, flexibilizadoras, precarizadoras en suma, del empleo siguen y siguen y siguen como el conejito de las pilas Duracell. La última, la legalización del fraude de los falsos trabajadores autónomos que se ha presentado como medida progresiva.

El sindicalismo institucional, pactista y burocratizado tiene su reflejo en la práctica sindical en la empresa. Allí, el delegado sindical se ha travestido en una especie de agente comercial de una empresa aseguradora. Generalmente busca su propio acomodo personal, habida cuenta de que el “carguillo” le otorga una cierta consideración por parte del jefe y le libera en parte o totalmente de un trabajo penoso o tedioso. Basa su supervivencia en el “puesto” ejerciendo de conseguidor ; un personaje que intermedia ante el jefe para conseguirte algunas cosillas (que no son sino lo que en derecho te corresponde) a cambio de que le votes y te afilies.

Este especimen de mercader sindical, que desgraciadamente abunda y se reproduce, es lo mas antiliberador que pueda darse. Es, por el contrario, una carga más sobre el trabajador, que al intermediar suplantando la voluntad del mismo, anula su capacidad reivindicativa y genera una nueva forma de opresión.

Tenemos la urgente obligación de preguntarnos : ¿por qué se está produciendo esta regresión, este retorno a un pasado de explotación y opresión extremas ?

Mira por donde, la respuesta está en la historia. La historia nos revela que las cosas empiezan a cambiar cuando somos capaces de cuestionar el sistema en su totalidad. Cuando no nos arredra pensar con criterios distintos de los que nos impone el poder. Es cuando los trabajadores que nos precedieron en la lucha empiezan a plantearse y a creer en un mundo venidero hecho a la medida de las personas y no a la medida del capital, cuando las cosas empiezan a cambiar.

En realidad falta una referencia histórica muy importante para comprender el fenómeno que estamos viviendo : el periodo de precariedad anterior a la estabilidad. Es ése un periodo de nuestra reciente historia que aún tiene testigos vivos : aquellas personas de ochenta o más años que a duras penas sobreviven de la ayuda familiar o asistencial.

Con esto quiero significar que la precariedad no es un fenómeno nuevo, sino un fenómeno repetitivo que se corresponde con los momentos de reflujo del movimiento obrero. Siempre que el capital se sienta fuerte, y lo es cuando no se le cuestiona socialmente, presiona para aumentar sus cotas de riqueza y de poder ; a costa, claro, del común.

La vuelta atrás, en lo social, va de la mano de la oficialización y burocratización del sindicalismo. Cuando el sindicalismo se institucionaliza, muere como motor de transformación y se convierte en un mecanismo de ajuste de los trabajadores al sistema. Ése es el modelo sindical que pone en el frontispicio del edificio social la competitividad empresarial.

Pero el verdadero sindicalismo es otra cosa : ha de contener necesariamente entre sus objetivos la aspiración de transformar la sociedad, pues si no cuestiona los fundamentos del sistema que genera la explotación, acabará siendo absorbido por el propio sistema.

Hay otra tentación que desde el sindicalismo alternativo, desde el anarcosindicalismo, debemos vencer. Es la tentación al acomodo, a la burocratización -que no ha de confundirse con la necesaria organización-. El sindicalismo es en esencia acción. Hemos de estar en constante movimiento, luchando, imaginando, contestando, creando, para responder y transformar un sistema que desprecia, denigra, explota y oprime a la mayoría de las personas que integramos la sociedad.. A los trabajadores, mujeres u hombres, autóctonos o emigrantes, jóvenes o mayores, asalariados o no. Si la precariedad nos toca a todos, a todos toca luchar contra la precariedad.

Este compromiso de lucha contra la precariedad implica abrir la estructura orgánica sindical, superar el marco sectorial (sin despreciarlo) y potenciar el ámbito local, pues las relaciones de explotación-opresión se producen no sólo en la empresa para la que se trabaja -que además es cambiante-, sino en la calle, en el pueblo, en el barrio, en la ciudad. Esto, que parece nuevo, no lo es en realidad ; ya estaba en proceso cuando lo interrumpió violentamente el golpe de los militares y la burguesía española en el 36.


Fuente: Paco Zugasti