Artículo publicado en Rojo y Negro nº 394, noviembre 2024

Un desastre que tiene poco de natural y mucho de capital

Las catástrofes son hechos que por unos momentos dejan al descubierto las miserias del sistema socioeconómico imperante. Mientras el poder no alcanza a hacernos volver a creer que tiene el control de la situación, la población puede darse cuenta de lo desamparada que realmente está y de lo imprescindible que es el apoyo mutuo en circunstancias críticas.

El despliegue de medios y apariciones institucionales no tiene como primer propósito rescatar a la población, sino cerrar la grieta por la que asoma la verdadera cara del régimen. Necesitan desarticular rápidamente la autoorganización solidaria que pone en entredicho su jerarquía. Porque el barro y la rabia dan rienda suelta a episodios de crispación o incluso de revuelta efímera, pero es la solidaridad de clase organizada la que puede poner en jaque al sistema capitalista. Una vez restablecida la cadena de mando, tasarán el dolor y comprarán voluntades para que se imponga su normalidad a la mayor brevedad. Mientras, los medios de comunicación nos darán cuenta del circo de cruce de acusaciones entre gerifaltes políticos, siempre que nunca se mencione al verdadero culpable.
La gota fría que asoló parte del País Valencià poco tiene de desastre natural, detrás de su génesis está el cambio climático causado por el capitaloceno. No dejemos que le echen la culpa al agua de las muertes. Detrás de una lluvia torrencial de esta magnitud hay unos claros culpables: los gobiernos, las empresas y el capital fósil.
Para reducir las emisiones de Gases de Efecto Invernadero (GEI) debemos escapar de la dependencia hacia los combustibles fósiles y realizar transformaciones drásticas sobre la estructura productiva que permitan una reducción del consumo energético. Sin embargo, el Gobierno español, que se presenta como abanderado de la transición ecológica, destina más de 10.500 millones de euros de ayudas públicas a los combustibles fósiles. Si seguimos fiando la transición ecológica a los criterios del mercado y a la expectativa de beneficio y acumulación de riqueza, seguiremos poniendo los muertos. Muertos a la salud del capital fósil.
El negacionismo climático es en sí mismo un negacionismo científico, una vuelta a la oscuridad que no nos podemos permitir y sin embargo impregna las administraciones del Estado y determina sus decisiones. El conocimiento científico no es compatible con el urbanismo que amasa beneficios construyendo en zonas inundables y destrozando las barreras naturales. No es compatible con el cortoplacismo de una industria turística que dicta al gobierno regional de turno dónde y cuándo.
En cuestión de días nos querrán hacer creer que lo ocurrido es cosa del pasado. Nada más lejos de la realidad, la incidencia del capitalismo en el clima nos está llevando a un escenario en el que estos desastres cada vez serán más frecuentes y más extremos. Necesitamos desertar de una sociedad que protege al Capital y no a la vida. No todo es evitable, pero con un servicio de prevención que diera una alerta temprana se hubieran evitado muchas víctimas; con menos complicidad con los abusos laborales de las empresas muchos de los trabajadoras y trabajadores podrían haberse puesto a resguardo sin miedo a represalias; sin recortes en los servicios de emergencias muchos y muchas no habrían quedado atrapadas en el lodo. El clamor que surge de la rabia y barro tiene que señalar bien a quienes desalojan la vida del centro de gravedad de las decisiones.
La adaptación climática, aparejada de la necesaria redistribución de la riqueza y transformación de los modelos productivos, no puede demorarse más. Estamos solas, como clase, en esa tarea, pero no es excusa para no afanarnos en construir una alternativa ecosocial.

Cristóbal López
Anarcosindicalista
Ecologistas en Acción
Militante de Anticapitalistas


Fuente: Rojo y Negro