Escasas cuestiones son más importantes en la actualidad que el uso apropiado de la fuerza, tema acentuado por las sangrientas escenas del sufrimiento en Irak. Además de la cifra de víctimas, la invasión y ocupación de Irak liderada por Estados Unidos violó un frágil acuerdo internacional, promulgado tras los horrores de la Segunda Guerra Mundial, cuyo propósito era proscribir el uso de la fuerza en asuntos internacionales.
Esa transgresión, junto con el ascenso del terrorismo, ha obligado a Naciones Unidas a volver a encarar nuevamente la cuestión de cuando el uso de la fuerza está justificado. El telón de fondo de ese debate es el deterioro de la situación en Irak.
Cada vez que un gobierno hace uso de la fuerza, alega que su intención es benigna. Eso es lo que se dice en relación a Irak. Ahora que todos los otros pretextos se han derrumbado, Estados Unidos asegura que su misión es instalar una democracia que reformara el país y tal vez la región.
Hay que tener una sorprendente confianza en el poder para creer que debido a que nuestros líderes han anunciado su plan de emplazar una democracia para Irak, realmente están dispuestos a concretarlo.
Tal como demostraron las elecciones en Irak, Estados Unidos se ha visto obligado a conceder algunos de los mecanismos formales de la democracia, que es algo bueno, pero conceder verdaderos derechos democráticos y soberanos a Irak es algo virtualmente inconcebible. Esto es, a menos existan amplias presiones por parte de ciudadanos iraquíes y estadunidenses.
Basta analizar la perspectiva de un Irak independiente y soberano. Con una mayoría chiíta, Irak podría concretar previos esfuerzos para restablecer relaciones relativamente amistosas con Irán. Eso podría alentar iniciativas dentro de las comunidades chiítas en Arabia Saudita para que se unan a una región informalmente dominada por los chiítas. Una región, es bueno señalarlo, donde se encuentran las dos terceras partes de las reservas mundiales de hidrocarburos.
El control de esas reservas ha sido una preocupación crucial durante todo el periodo de la posguerra. Y en la actualidad, esa preocupación es aún más intensa teniendo en cuenta la existencia de un mundo tripolar, con la amenaza de que Europa y Asia avancen hacia una mayor independencia, y peor aún, que se unan.
Un control del grifo de petróleo ofrece «gran influencia» sobre las economías de Asia y de Europa, señaló el ex asesor de seguridad nacional Zbigniew Brzezinski en la revista The National Interest, del último trimestre de 2003.
Aún más, un Irak independiente posiblemente vuelva a rearmarse e inclusive a desarrollar armas de destrucción masiva o a enfrentar a sus enemigos regionales, como Israel, país respaldado por Estados Unidos.
Es muy difícil que Estados Unidos decida observar esos acontecimientos sin intervenir. Su reacción más probable es la que ya ha emprendido, y que destruyó el consenso de la posguerra sobre el uso de la fuerza.
La Carta de Naciones Unidas comienza expresando la determinación de sus signatarios de «ahorrar a futuras generaciones las calamidades de la guerra, que en dos ocasiones en nuestras vidas ha traído indecible aflicción a la humanidad», además de amenazar con la destrucción total, algo que todos los participantes sabían, y que prefirieron no mencionar.
Las palabras «atómico» o «nuclear» no aparecieron en la Carta. Una guerra de agresión era considerada el mayor crimen internacional. Al menos en las formas, ese consenso persiste. No es rechazado de manera explícita, sino ignorado.
El fracaso del consenso se registró en fecha relativamente reciente, durante la década de los 90, cuando Estados Unidos se arrogó el derecho a apelar a la fuerza, sin importar si este país era atacado.
La doctrina Clinton sugiere que Estados Unidos tiene el derecho a usar la fuerza militar «de manera unilateral, en caso de ser necesario», a fin de defender vitales intereses tales como «asegurar el acceso sin traba alguna a mercados esenciales, abastecimientos de energía y recursos estratégicos», de acuerdo con un informe ofrecido por el Pentágono al Congreso en 1997.
El gobierno de Bush consolida y extiende la posición de que Estados Unidos tiene el derecho unilateral a apelar a la fuerza cuando así lo decida. La excusa para esa actitud imperial es tan dilatada como la historia de Estados Unidos. El punto de vista, tal como el historiador William Earl Weeks escribe en John Quincy Adams y el imperio global estadunidense se basa «en la presunción de las virtudes morales exclusivas de Estados Unidos, en la reafirmación de su misión para redimir al mundo», diseminando «ciertos ideales manifiestos, y la fe de la nación en un destino ordenado por Dios».
Ese marco teológico reduce las cuestiones políticas a una opción entre Dios y el Diablo, socavando toda posibilidad de un debate razonable y rechazando la amenaza planteada por la democracia.
El tema de la legitimidad de una intervención fue debatido en noviembre pasado por un panel de la ONU convocado por el secretario general Kofi Annan. El panel reiteró la Carta de Naciones Unidas. Sin la autorización del Consejo de Seguridad, el uso de la fuerza está restringido a la autodefensa ante un ataque armado.
«En un mundo lleno de amenazas potenciales», explicó el panel, «el riesgo al orden global y la norma de no intervención en que se basa es simplemente demasiado grande como para su aceptación, teniendo en cuenta si es legal una acción unilateral preventiva en relación a una acción respaldada de manera colectiva. Permitir un acto (unilateral) es permitir todos».
Washington tal vez cuestione la idea de que Estados Unidos debe acatar tal estándar, que debe preocupar a todos aquellos que disfrutamos de libertad y privilegios, con todas las responsabilidades consiguientes.
En su nuevo libro La guerra legal : introducción a la ley internacional y al conflicto armado, el experto en leyes internacionales Michael Byers plantea la cuestión de cómo podremos sobrevivir «la tensión entre un mundo que todavía desea un sistema legal sustentable y una superpotencia que poco parece inquietarse por ello». Es una cuestión que no puede desecharse a la ligera.
©2005 Noam Chomsky
* Profesor de lingüística en el Instituto Tecnológico de Massachusetts en Cambridge y autor del libro de reciente publicación Hegemony or Survival : America’s Quest for Global Dominance