Este 14 de abril, en un Madrid entoldado, gris y desapacible, se celebró una manifestación de esas que para animarnos llamamos  “unitarias”  reivindicando la Tercera República. Es decir, los valores federalistas, socialistas, culturales y laicos, democráticos en suma, de aquella Segunda República que los primates de nuestros actuales gobernantes abortaron a punta de pistola y zafarrancho de combate. No fue una convocatoria más de las que regularmente se suceden por estas fechas desde que hace ya algunos años unos pocos avanzados asumieran la responsabilidad de dignificar su legado.

La movilización del domingo tenía un ingrediente sustantivo que la ponía en valor de futuro. La parte más dinámica, radical, consecuente y responsable del 15-M, las asambleas populares de barrios y pueblos, o al menos buena parte de ellas, había declarado su voluntad de asistencia en un bloque crítico diferenciado del resto de los grupos y partidos convocantes bajo el lema “si hay Rey, no hay democracia”.

La movilización del domingo tenía un ingrediente sustantivo que la ponía en valor de futuro. La parte más dinámica, radical, consecuente y responsable del 15-M, las asambleas populares de barrios y pueblos, o al menos buena parte de ellas, había declarado su voluntad de asistencia en un bloque crítico diferenciado del resto de los grupos y partidos convocantes bajo el lema “si hay Rey, no hay democracia”.

Representaba una nueva y gozosa confluencia a pie de calle del movimiento de los indignados con la oposición social, tras su aparición el pasado 29-M en las concentraciones a favor de la huelga general. Una iniciativa que demostraba a las claras, una vez más, la inteligencia colectiva de esa multitud insurgente. Porque no sólo superaba los recelos y aptitudes maximalistas surgidos ante las consignas de entrismo oportunista dadas desde las cúpulas de CCOO y UGT contra el 15-M, sino que removía por derecho propio los obstáculos que esos dirigentes neoverticales habían levantado para abortar su acercamiento al mundo del trabajo por la base.

Suponía, en ese sentido, un aniversario por todo lo alto. Máxime cuando a primeras horas de la mañana los medios de comunicación, incapaces de embargar la inoportuna noticia que vomitaban las agencias internacionales, tuvieron que anunciar el accidente sufrido por el Rey cuando cazaba elefantes en un país africano cuyo nombre era desconocido hasta entonces para la mayoría de los españoles. “El Rey cazando y España peleando”, resultó lógicamente uno de los gritos más celebrados en esa algarabía tricolor. Se daban, pues, todas las condiciones para hacer de la emblemática jornada un acontecimiento, una especie de renovado “novecento”, que entre los espasmos de un sistema carcomido por la corrupción, el expolio de lo público y el recurso a fórmulas de Estado de excepción para amordazar las protestas, demostraba sin paliativos ni edulcorantes que el Rey estaba desnudo y la institución que encarna a merced de los elementos. Que, en fin, aquella monserga de resignación cívico-social para “no volver a las andadas”, decretada por el PCE carrillista y el PSOE felipista durante los oscuros pactos de la transición, había saltado echa añicos fruto de una extraña ley de la gravedad política que por primera vez orbitaba de abajo arriba. Lo que esas gargantas gritaban era el fin de una admonición y la proclamación de una evidencia democrática: ¡contra el sistema, si se puede! Se acababan las tutelas; las cínicas dirigencias; los liderazgos de cartón piedra; las representaciones tarifadas; el bonito fin que justifica todos los medios mafiosos; las regalías cortesanas y los solapamientos al sol que más calienta. La gente, el pueblo, no la masa gangosa, ni la neurótica clase media, pedía paso a manos llenas.

Y lo hacia por su lado más noble e impensable. A través de esa parte de la juventud humillada por la crisis pero no envilecida, que había sido puesta como paradigma del pesebrismo consumista por el botafumeiro oficial, en conjunción con un sector más veterano de la población, el de los abnegados pensionistas. Esos abuelos con memoria histórica y moral en la calavera, que como el heroico farmacéutico griego Dimitris Christoulos, habían alumbrado de consumo con sus nietos a ese estado de necesidad en que se reconoce lúcidamente que hay momentos en la historia en que es mejor morir que perder la vida.

En ese marco de legítima esperanza se desplegaban las movilizaciones populares. Incluso con el añadido de alto valor sentimental que suponía conocer que, como ya ocurriera en la madrugada del 14 de abril del 31 en un ayuntamiento de Euskadi, ahora era el de Donostia gobernado por Bildu quien había izado aquella bandera republicana ahíta del espíritu que bordara Mariana Pineda. Aquello alertaba al observador más lelo el despertar de la sociedad civil de un sopor de 36 años (los mismos del vaivén que hace desde el criminal 39 al cainita 75), la constatación del colapso por reacción en cadena de un sistema de iniquidad cincelado de estómagos agradecidos y telediarios, y por contraste, en su envés, la aparición de una ciudadanía activa constituyente en donde antes rumiaba un páramo, yermo, baldío y sometido.

Y sin embargo esa ilusión incubaba también en su propio desarrollo un importante y visible elemento de aflicción. Un escollo que de seguir y reproducirse puede hacer naufragar las actuales expectativas por su lastre de sectarismo, mediocridad y espíritu totalitario. Me refiero a la aparición, con voluntad de capitalización ideológica y programación de cooptación iconográfica, de esas estrellas rojas de cinco puntas en muchas banderas republicanas estratégicamente situadas ante las cámaras de televisión en los laterales de la riada tricolor. No hay nada que objetar al hecho de que el PCE y los comunistas de rancio abolengo, que con su aceptación plena, integral y silente de la Monarquía del 18 de Julio y la bandera roja y gualda el significativo 14 de abril de 1977 hicieron posible nuestra lampedusiana transición, se pongan hoy al frente de la manifestación. Eran otros tiempos, vale, concedido, no tiremos la primera piedra. Pero un poco de seriedad y responsabilidad, tampoco hagamos olas. Y sobre todo, que nadie pretenda que lo que surgió como un principio de justa rectificación ante aquella errática traición a la voluntad guillotinada de los españoles en la transición adopte en el siglo XXI la misma yunta de los mansos que la yugularon. Nos jugamos demasiado. No podemos repetir el viaje a ninguna parte de aquel 1812 qué empezó en ruptura con el viejo régimen y culminó con el chupinazo del ¡vivan las caenas! Todos somos necesarios, peor ninguno imprescindible. Salvo la democracia.

La manifestación republicana celebrada en centro de Madrid el pasado domingo se cerraba, inmenso dislate, con el marcial desfile-procesión (¡antifascita!) de tres impresionantes columnas de solemnes mocetones que, con sus vistosas enseñas estrelladas ondeando sobre enormes mástiles, recordaban las sobrecogedoras escenas de escuadristas estalinistas y nazis de tiempos aciagos. De oca en oca. Penoso, innecesario, burdo y lamentable. De traca. Aquí, nada que conmemorar. Todo que repudiar. No desenfundemos el troquel de nuevas intolerancias. Atentos: “la tradición de las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos” (Carlos Marx).

Rafael Cid


Fuente: Rafael Cid