El 9 de mayo de 2010 la mayoría conservadora representada en la reunión del Ecofin impuso a España, bajo el argumento de la consolidación fiscal como vía para prevenir situaciones de insolvencia, una política fiscal restrictiva que en la coyuntura actual es procíclica y contractiva. Se puso la atención no sobre el nivel de deuda pública, que constituye la referencia real de la solvencia financiera de los Estados, sino sobre el saldo presupuestario, una variable anual bajo la gestión y el control de los Gobiernos y de los Parlamentos nacionales.
Aparentemente se trataba de mandar una
señal de estabilidad financiera a los mercados con medidas que
garantizaran la capacidad de pago de la deuda a sus vencimientos. De
esta manera, las primas de riesgo financieras deberían disminuir. Pero
los mercados han respondido a las políticas restrictivas del gasto
público exigiendo mayores primas de riesgo, y no menores, como
aparentemente se pretendía.
¿Se han equivocado los mercados o se han equivocado las políticas?
Aparentemente se trataba de mandar una
señal de estabilidad financiera a los mercados con medidas que
garantizaran la capacidad de pago de la deuda a sus vencimientos. De
esta manera, las primas de riesgo financieras deberían disminuir. Pero
los mercados han respondido a las políticas restrictivas del gasto
público exigiendo mayores primas de riesgo, y no menores, como
aparentemente se pretendía.
¿Se han equivocado los mercados o se han equivocado las políticas?
La
respuesta es clara. Aquí no hay equivocación alguna. A la política de
la Europa conservadora lo que le interesa es la disminución del papel
de los Estados en la economía. Y a los mercados lo que les interesaría
es la recuperación de la economía, de los negocios, es decir, de la
demanda efectiva, porque esa es la vía que suministraría a sus
deudores, públicos o privados, mayores ingresos y con ello mayores
garantías de que podrán hacer frente a sus compromisos. Por
consiguiente, ambos consiguen lo que persiguen: los primeros, de manera
directa, el empequeñecimiento del Estado, la disminución de las
prestaciones sociales; y los segundos, aunque de manera indirecta,
también, a través del aumento de las primas de riesgo de la deuda que
es la variable que resuelve la ecuación de sus intereses ante las
políticas contractivas que debilitan la solvencia de sus deudores.
Quienes
ahora, con la crisis, claman por la austeridad, no hacen otra cosa que
hacer lo que siempre han hecho con crisis o sin crisis: clamar por la
austeridad, no en su sentido ético sino en su proyección sobre el
contenido y alcance del Estado de bienestar, que consideran excesivo.
La crisis es su coartada, no su argumento.
No son los mercados ni
tampoco los especuladores, por muy imperfectos que sean los unos y por
mucha información privilegiada que posean los otros, los culpables de
la crisis, de su profundidad ni de su duración. Los culpables son las
políticas que persiguen objetivos ocultos para la ciudadanía; la
desregulación, que también es política; las señales confusas y
equívocas de lasinstituciones financieras europeas y nacionales y de
las agencias de calificación, que también son política. Es la
política que orienta los mercados la culpable de que las primas de
riesgo alcancen niveles inasumibles, incluso, para las economías
solventes en sus fundamentos económicos. Los mercados no hacen, al fin,
más que responder a las señales que reciben.
Detrás de las
decisiones del Eurogrupo los fundamentos técnicos son menores que los
ideológicos. La realidad está siendo concluyente: los mercados no se
han calmado y el Estado de bienestar se resiente. La realidad está
refutando los principios y las proposiciones declaradas que informan la
política económica que emerge de las instituciones de la Unión.
Si
la limitación del déficit público estructural se basara en una regla
rígida, como por otra parte siempre sugirió el Partido Popular, las
consecuencias serían desastrosas porque el Gobierno perdería la
capacidad de gestión del saldo presupuestario con criterios
anticíclicos, cuestión especialmente grave sin la autonomía de la
política monetaria que está bajo la responsabilidad del BCE. Por otra
parte, si se trata de diseñar una regla flexible, como parece querer
ser reconducida la propuesta inicial de constitucionalizar el déficit
cero, cabe preguntarse ¿qué es lo que realmente se quiere que no
suministre ya el Pacto de Estabilidad y Crecimiento y sus correlatos en
la vigente legislación española?
Nadie duda de las ventajas de
mantener políticas fiscales y monetarias estables que reduzcan la
incertidumbre y faciliten la toma de decisiones por parte de los
agentes. Por consiguiente, la cuestión no es esta. La cuestión sometida
a debate es si esa política debe establecerse o no mediante una regla
que limite los grados de libertad de que disponen el Gobierno y el
Parlamento sobre la gestión del saldo presupuestario.
No se trata
de enfrentar la austeridad al derroche, la estabilidad a la
inestabilidad, como arteramente se pretende, sino de cómo se debe ser
austero y estable. Si mediante la gestión inteligente y responsable o
mediante la pérdida de libertad. Se trata de discernir cuáles son las
ventajas y los inconvenientes de una u otra opción y de comprender
cuáles son sus implicaciones sobre el bienestar de los ciudadanos. Se
trata de opciones políticas. Se trata de la política con mayúsculas.
Limitar
la posibilidad de incurrir en déficits estructurales es coartar la
posibilidad de que las Administraciones públicas, más allá de la
actuación de los estabilizadores automáticos, confieran una orientación
expansiva a la política fiscal en aquellas situaciones en las que el
ciclo o la coyuntura lo aconsejen, siempre, claro está, que no se
amenacen los niveles de una deuda sostenible. Es decir, supone la
renuncia a la política fiscal como instrumento de política económica.
Pero
no solo estamos ante una cuestión que afecte a la gestión del ciclo o
de la coyuntura. Estamos también ante una cuestión de primer orden que
afecta a la concepción del Estado: ¿queremos un Estado que sea un
agente activo en la economía, tal y como establece el artículo 128 de
la Constitución, o un Estado que se limite a la administración de sus
gastos corrientes? Lo segundo sería la consecuencia ineludible de
limitar, a través de la limitación del déficit estructural a valores
cercanos a cero, la capacidad de endeudamiento del Estado. Su capacidad
de inversión.
El debate de reglas frente a discreción no es nuevo
y por tanto no es sorprendente que resurja en el marco de la crisis
actual. La reforma puesta en marcha, no solo disminuye los grados de
libertad de los que debe disponer un Gobierno democrático, es también
una limitación al voto de los ciudadanos que quieran optar por
propuestas políticas que promulguen una mayor presencia del Estado en
la economía. La reforma anula, en definitiva, una de las razones que a
muchos ciudadanos les conducía a introducir un voto socialdemócrata en
las urnas. Por ello, lo que sí es sorprendente es que en España, país
cuya estructura económica es particularmente procíclica y el Estado
particularmente pequeño, sea un Gobierno que se reclama socialdemócrata
el que haya decidido incluir el criterio de la estabilidad
presupuestaria en la Constitución y su cuantificación en una Ley
Orgánica.
El 9 de mayo de 2010 no solo se asestó un golpe al
Estado de bienestar europeo. Fue también el día en el que las
posiciones que nos llevaron a esta crisis triunfaron sobre el sentido
común. La propuesta de la reforma constitucional del 23 de agosto lo ha
confirmado. Esto no es economía. Esto es ideología.
Los
economistas no deberíamos permanecer callados. Tenemos la obligación de
decir estas cosas y las estamos diciendo aunque de manera aislada, con
intervenciones puntuales y sin respaldo de institución alguna. Es el
silencio de los Colegios de Economistas el que es clamoroso. Los
Economistas Frente a la Crisis no podemos permanecer indiferentes. Por
esta razón, quienes firmamos este artículo, encabezaremos una
candidatura a las próximas elecciones del Colegio de Economistas de
Madrid. Necesitamos abrir sus puertas de par en par, porque queremos
impulsar en la sociedad la reflexión de los economistas y de todos los
ciudadanos que quieran compartir el debate y las propuestas.
Jorge Fabra Utray fue decano del Colegio de Economistas de Madrid en 1981-1983.
Juan Ignacio Bartolomé Gironella fue decano del Colegio de Economistas de Madrid en 1984-1988.
http://www.economistasfrentealacrisis.com.
Extraido de: Kaosenlared.net
Fuente: Jorge Fabra y Juan I. Bartolomé