De todas las definiciones que se han dado para explicar la crisis, la mejor que conozco, la más exacta y cargada de autoridad por parte de su autor tiene casi cien años de vida. Es la que nos legó John Maynard Keynes al inicio de su famoso The Economic Consequences of the Pace para categorizar el mundo salido de la contienda militar de 1914: “Europa estaba organizada social y económicamente para asegurar la máxima acumulación del capital”. 

Un siglo después de aquel conflicto mundial la fórmula sigue siendo válida, solo que ahora la guerra es intestina y no tiene frentes de batalla visibles. Se trata de una lucha de clases que enfrenta a ricos y pobres. O mejor dicho, de una ofensiva de las poderosos contra los más débiles, en la que como dijo el multimillonario norteamericano Warren Buffet los primeros llevan la mejor parte. La revolución de los ricos, en suma.

Un siglo después de aquel conflicto mundial la fórmula sigue siendo válida, solo que ahora la guerra es intestina y no tiene frentes de batalla visibles. Se trata de una lucha de clases que enfrenta a ricos y pobres. O mejor dicho, de una ofensiva de las poderosos contra los más débiles, en la que como dijo el multimillonario norteamericano Warren Buffet los primeros llevan la mejor parte. La revolución de los ricos, en suma.

Ahora bien, la profundidad del cambio registrado entre la situación del capitalismo en 1914 y la de 2013 requiere responder a la cuestión de porqué y cómo se está produciendo esa nueva derrota histórica de las personas físicas por la acción mancomunada de las personas jurídicas (¿trabajo versus capital?). Y de nuevo aquí hay que recurrir a las enseñanzas del genial economista británico, quien con su teoría del intervencionismo estatal salvó los muebles de aquel primer capitalismo industrial de entreguerras y puso los cimientos del Estado de Providencia (The Welfare State) que tantos años de paz social ha proporcionado a eso que llamamos el sistema, es decir, el complejo productivo-delegatorio que anida en los orígenes de la globalización de los mercados.

En su sincretismo liberal-proteccionista, Keynes actuó ante los graves problemas económicos de la depresión de los años treinta como los curanderos homeopáticos, los sanadores que practican esa seudociencia de rancio abolengo que se rige por el principio “similía similibus curantur” (lo similar se cura con lo similar”). En el caso que nos ocupa, el “agente equilibrador” es el Estado. Venerado artefacto burocrático y de dominación que en aquella primera gran crisis de la “civilización capitalista” (existe toda una cultura capitalista de la que participamos por el solo hecho de compartir el statu quo) sirvió para superar el mal trago y abrir una nueva página en el sistema. La recurrencia keynesiana al Estado como elemento fáctico de lo público (en realidad lo público estatal, no lo común) trajo añadido la entronización del Estado en el botiquín ideológico de la izquierda socialdemócrata. En conclusión, se evitó el colapso y logró que la acumulación de capital siguiera su curso urbi et orbi, inaugurando una larga etapa de culto al Estado por parte de la sociedad . Este cambio se concretaría en la “buena prensa” que el término tendría en lo sucesivo para la izquierda alternativa (aunque en realidad a la larga ese sería el señuelo que serviría para su integración en las instituciones que pretendía transformar) y en un común denominador para políticos de derecha e izquierda que buscaban la excelencia pública en su talla como “hombres de Estado”.

Y de aquellos vientos proceden en parte estos lodos. De nuevo hoy, el maltrecho capitalismo financiero global, pillado en otra de esas crisis propias de su mala salud de hierro (hablar de “ciclos” es naturalizar, como si se tratara de un terremoto, algo que es histórico, fruto de la acción humana contingente, voluntad de dominio), descubre los efectos cauterizantes del “similía simimlibus curantur. Los penosos ajustes y recortes, dolósamente denominadas políticas de austeridad (otra vez el lenguaje orweliano al servicio del poder), con que se intenta garantizar la acumulación capitalista a costa del expolio social se ejecutan desde el Estado, siguiendo aquella pauta higienista consistente en que la causa de determinados síntomas puede curar esos mismos síntomas con dosis controladas.

En esta cruzada que tiene como protagonista al Leviatán teorizado por Thomas Hobbes ( junto con el jibarizado “principio de representación”) en el siglo XVII, están todos, tirios y troyanos. Reformistas capitalistas como Keynes, ultraconservadores como George W. Bush (apeló a una suerte de keynesianismo militar invadiendo Irak para solapar la crisis que todos los indicadores macroeconómicos denunciaban en Estados Unidos) y las izquierdas de todas las escuelas autoritarias. Todos troquelados en el sagrado principio de un contrato social de aquella manera, que exige una restricción de la autonomía personal para obtener el premio de una vida más segura, próspera y armónica, un especie de economía de ultratumba. De ahí las notorias equivalencias entre modelos teóricamente tan distintos y distantes como el socialismo de Estado y el capitalismo de Estado, que agotadas sus primitivas identidades (socialismo y capitalismo) hoy se reconocen sobre todo en la primacía del Estado, como evidencian los ejemplos de la Rusia posmarxista de los oligarcas y la China comunista-capitalista. Modelos más o menos acabados y dispersos de la misma fe en la acumulación del capital.

Porque, volvamos a la metástasis que nos devora, lo central de la crisis presente es que todos y cada uno de las brutales ataques a lo público impuestos por la Troika (Comisión Europea, Banco Central Europeo y Fondo Monetario Internacional) son implementados por los gobiernos utilizando la herramienta del Estado como “ogro filantrópico” (por nuestro propio bien). Esa es una de las claves de ese misterioso vaivén de ir y venir en la alternancia del poder de gobiernos de uno y otro signo ideológico sin que cambien sus respectivas y bárbaras “políticas de austeridad”. Unos y otros regulan con la misma íntima declinación que desregulan. Desde el Estado, en dosis homeopáticas o con tratamientos de choque, según pida la axiología de la acumulación capitalista. Por eso, en la hoguera de la vigente ola expoliadora se están inmolando al mismo tiempo y sucesivamente tanto el vademécum neoliberal como el arsenal ideológico socialista. Por no hablar de esos epígonos que mantienen la retórica de la lucha contra el capitalismo mediante la conquista del Estado, que les lleva a aplicar los mismos atropellos que sus adversarios por “imperativo legal”. O sea, lisa y llanamente, brutalmente, por “razón de Estado”.

La notoria insuficiencia del análisis económico marxista y su teoría del valor, que ha servido de alimento ideológico a la izquierda durante casi un siglo, por un lado, y el legado de la revolución burguesa, razón de ser de la tradición liberal que sustenta el dogma del mercado autorregulado, han hecho extraños compañeros de viaje en formaciones ideológicas antagónica ab initio. Al final era más lo que les unía que lo que les separaba. En el caso de la doctrina elaborada por Carlos Marx en el primer tomo de El Capital (en el tercero publicado tras su muerte esa posición se desvanece), una vez purgado por los hechos históricos lo que se presentaba como contradicciones suicidas del capitalismo (ver la demoledora refutación teórica de su coetáneo Eugen von Böhm-Bawerk), lo que ha quedado para el semillero de la izquierda ha sido su estatismo irredento bajo la lógica del productivismo cortoplacista. Lo mismo que al ala reformista surgido al calor del derrocamiento del espíritu medieval precapitalista, como demuestra el hecho de que fuera una ley “revolucionaria” de 12 de octubre de 1789, durante la Revolución Francesa, la que derogara la prohibición de cobro de intereses, sustituyéndolo por una tasa legal del 5 por ciento. Con la liberalización de la usura (el interés del capital), a la par que la constitucionalidad del derecho de propiedad en 19791, se traspasaba el umbral de una economía productiva de tres factores (tierra, trabajo y capital) al reino del capitalismo avant la lettre que reconocemos en la actualidad.

Por eso Marx y Engels terminan El Manifiesto Comunista de 1848 admitiendo que “la burguesía ha desempeñado, en el transcurso de la historia, un papel verdaderamente revolucionario”. Lo que pasa es que semejante advertencia ha sido traspapelada entre las brumas de una revolución de izquierdas que conspira desde las entrañas del Estado para construir un mundo nuevo que idealmente supere el antagonismo original. La schumpentariana “destrucción creadora”, por ejemplo, esgrimida por el último gran economista de la tradición clásica, viene a demostranos, en otra longitud de onda, lo acertado de aquella constatación marxista. Una capacidad camaleónica de adaptación al medio que hoy día cuenta con nuevos recursos que complementan la tarea del Estado. El más notorio de ellos reside en la entronización de la Constitución como garante de la probidad del sistema. De esta manera, el Estado se legitima como Estado de Derecho, haciendo de la ley fruto de mayorías bien amasadas el fiel de la sociedad civil, cuando en realidad bajo la fórmula del patriotismo constitucional (la nueva cara de la razón de Estado) asoma la última camisa de fuerza del viejo licántropismo político (ver Jon Elster y Carlos de Cabo Martín).

¡Cuántos crímenes sociales se cometen hoy en nombre de la Constitución! Con acciones como la reforma-exprés del artículo 135 de la Constitución de 1978, realizada “clandestinamente” por el gobierno socialista de José Luis Rodríguez Zapatero, que supone en la práctica primar en su articulado el modelo económico neoliberal, volvemos a aquellos usos de los antiguos déspotas que nos recordaba Joaquín Costa en su folleto La ignorancia del derecho. “Aquel execrable emperador romano- escribe el polígrafo aragonés- que habiendo exigido obediencia a ciertos decretos fiscales promulgados en secreto, como se quejaran y burlaran de ello los ciudadanos, burló indirectamente el requisito de publicidad haciendo grabar lo decretado en caracteres muy diminutos y fijándolo a gran altura sobre el suelo”.

Hablamos de Neoliberalismo Capitalista de Estado (1), la prevalencia del Capital en alianza con el Estado sobre los otros factores fundacionales, Tierra y Trabajo. Lo que quiere decir que no hay eutanasia del capitalismo, sino una refundación en nuevos odres potenciadora de sus peores instintos. Una mutación regresiva, sirva la aparente contradicción. Una forma de ir hacia atrás socialmente – la institucionalización del desempleo estructural de dos dígitos; la socialización de las pérdidas y la privatización de las ganancias; la imposición de recortes, ajustes y austeridad por parte de los menos a los más; etc. – para tomar impulso. Y curiosamente en ese ir a más, el capitalismo de Estado está tirando por la borda algunos referentes más amables para adoptar mecanismos de control social que eran propios del socialismo de Estado. Las crecientes restricciones de libertades, la “centralización democrática” para hacer eficiente la gobernabilidad, en línea con la teoría del “exceso de democracia” formulada por Samuel Huntington, y la utilización de la burocracia estatal para dirigir la economía y monitorizar la lucha de clases, son algunas de esas señales regresivas que sirven para pavimentar su radiante por-venir.

Aunque hoy es un axioma que el capitalismo realmente existente supone una peligro para la humanidad y el planeta mismo, a lo que estamos asistiendo es una fuga hacia adelante del sistema. A su preservación sin fecha de caducidad. Ha fletado un Arca de Noé para ponerse a salvo del diluvio que él mismo ha desatado y cuando escampe, si la santísima trinidad sigue en pie y el babelismo que el Estado y sus políticas autoritarias de arriba abajo ha inoculado en la izquierda no se quiebran, los únicos damnificados serán el común de las personas. Donde el Estado impera, los seres humanos en libre asociación sobran.

Por eso nuestra crisis es su botín.

(1).La posición del Estado en el capitalismo y en el socialismo ha sido objeto de debate en la tradición marxista-leninista. Según su argumentario, existe un “capitalismo de Estado” como primera fase de la transición al socialismo, que “estataliza” la propiedad de los medios de producción, diferente y opuesto al “capital monopolista de Estado”, propio del capitalismo privatizador de los recursos. También hay un “estatismo” -Mussolini y Hitler-, caracterizado por utilizar el Estado para preservar la propiedad privada en momentos de crisis. Esa era la tesis, por ejemplo, de León Trotsky en su libro La revolución traicionada. Una teorización que los hechos históricos se han encargado de desmentir de plano. Primero con la utilización del intervencionismo estatal preconizado por Keynes en la vertiente de movilización general bélica en la Alemania nacionalsocialista, y más tarde con los ejemplos pradigmáticos de la Rusia exsoviética de los oligarcas y la experiencia anfibia de la China capitalista bajo batuta del Partido Comunista. Lo que indica que “el Estado” es un troquel autoritario que prefigura sus fines, como siempre sustuvo la tradición anarquista. En nuestro texto, simplificamos los modelos presuntamente antagónicos denominándolos “capitalismo de Estado” y “socialismo de Estado”. Uno y otro son la antítesis de la democracia. Porque el gobierno del pueblo (demos) alcanza su plenitud en la autonomía, y el Estado, en cuanto representación política de la Idea divina, es de facto y de iure “el enemigo del pueblo”.

Rafael Cid


Fuente: Rafael Cid