Félix Gª Moriyón
Mi padre y mi madre me contaron cuando yo era pequeño que hubo un accidente de tren importante en alguna provincia de Castilla-León, creo que León. El accidente fue grave y hubo más de 10 muertos. El gobernador civil de la provincia, entonces un cargo franquista como todos, envió un telegrama a Madrid comunicando el accidente. Al final del texto añadía un enjundioso comentario : “Ha habido trece muertos. Afortunadamente todos viajaban en tercera”. En aquellos tiempos existía la tercera clase en los trenes. Según decía mi padre y mi madre, Franco o el correspondiente ministro del ramo destituyó al día siguiente al gobernador.
Félix Gª Moriyón

Mi padre y mi madre me contaron cuando yo era pequeño que hubo un accidente de tren importante en alguna provincia de Castilla-León, creo que León. El accidente fue grave y hubo más de 10 muertos. El gobernador civil de la provincia, entonces un cargo franquista como todos, envió un telegrama a Madrid comunicando el accidente. Al final del texto añadía un enjundioso comentario : “Ha habido trece muertos. Afortunadamente todos viajaban en tercera”. En aquellos tiempos existía la tercera clase en los trenes. Según decía mi padre y mi madre, Franco o el correspondiente ministro del ramo destituyó al día siguiente al gobernador.

Sin duda alguna el comentario era, cuando menos, ominoso y digno del fulminante cese, si bien la dictadura de Franco nunca se caracterizó por su respeto de los derechos humanos y de la igualdad de las personas. El gobernador había excedido los límites de lo políticamente correcto y se había atrevido a escribir en un telegrama lo que probablemente algunos pensaban pero que nunca debe ser dicho. Si bien era un tema clásico de las sociedades estamentales que a todos nos iguala la muerte y ahí están numerosos autos sacramentales para dar testimonio de ese igualitarismo necrófilo, esa igualdad quedaba reservada al juicio divino. Para los que se quedaban en esta tierra, nunca todos los muertos han sido iguales. Y menos para Franco que, aunque pretendió justificar su mausoleo con el enterramiento de muertos de ambos bandos para ejemplificar de ese modo la igualdad post mortem, se reservó para sí mismo un lugar bien preferente, perpetuando la desigualdad más allá de la muerte.

Viene esto a cuento de lo ocurrido recientemente a propósito de los soldados muertos en Afganistán. No quiero centrarme en analizar ahora esa intervención que tanto se parece, aunque algunos lo nieguen, a la de Irak, sino que me limito a comentar el tratamiento recibido por los muertos en nuestra sociedad, con absoluta unanimidad por parte de todos los medios de comunicación.

Nuestros soldados se montan en un helicóptero que, según nos dicen, se ve afectado por una tormenta de aire que provoca que el aparato se estrelle, muriendo todos sus ocupantes. Conviene recordar que en estos momentos los soldados españoles son profesionales, por decisión que también ha gozado de casi total unanimidad y apoyo, incluso de los sectores más opuestos al sistema. Es decir, realizan un trabajo por el que reciben un salario ; de pronto tienen un accidente que no pasa de ser un accidente laboral. No han muerto como consecuencia de un especial acto de heroísmo voluntariamente asumido, ni tampoco han arriesgado especialmente sus vidas. Simplemente las han perdido porque en este mundo hay accidentes y los de aviación suelen ser sumamente mortíferos.

Trabajaban claro está en zona de alto riesgo, pero el día de su muerte no estaban arriesgando nada. No desde luego más de lo que arriesgan los mineros que cada día descienden a los pozos para ejercer su dura profesión. Ni tampoco más que los pescadores que faenan bajo condiciones climatológicas poco favorables.

Y, como no podía ser menos, reciben unos complementos salariales por trabajar en esa zona, lejos de su hogar y con dificultades añadidas. Tampoco en este caso mucho más o mucho menos que otros trabajadores que también perciben un plus de peligrosidad.

Las diferencias comienzan en la parafernalia que rodea las exequias de los muertos con declaraciones que van mucho más allá del duelo que siempre debe provocarnos la muerte de personas y el dolor de sus familiares más allegados. Visto lo visto, estos sí que son muertos que viajaban en primera. La plana mayor de nuestras instituciones más representativas, con el Jefe del Estado, el Presidente de Gobierno y el jefe de la oposición a la cabeza, acuden a unos funerales que se celebran por todo lo alto. A los fallecidos se les impone la medalla al mérito destacando de ese modo, aunque sólo sea simbólico, el impacto que su muerte ha producido.

Sin embargo, la siniestralidad laboral en este país es escandalosa y el número de trabajadores muertos en el puesto de trabajo es excesivo. Nunca observamos, sin embargo, que a esos trabajadores se les impongan medallas al mérito ni que se haga una exaltación de valores patrióticos. Los trabajadores se mueren en una sangría vergonzosa, pero no tienen su homenaje, ni reciben honores de las altas magistraturas del estado, ni tampoco sus familias encuentran el consuelo de que sus muertos aparezcan en las páginas de los papeles, más allá de una breve referencia. Se trata sin duda de muertos de segunda clase.

Parafraseando el bello poema de Galeano, estos trabajadores son más bien recursos humanos que apenas merecen el estatuto de seres humanos. No tienen cara, sino brazos ; no ocupan un lugar en la historia del país o la historia universal, sino en la crónica roja o negra de le prensa legal. Cuando se mueren por un accidente, es bien raro que el patrón rinda cuentas para demostrar que las condiciones de trabajo eran las adecuadas. Y los parlamentarios no se reúnen para crear una comisión de investigación que indague seriamente por qué son tantas las personas que mueren en el tajo, dejando en evidencia que hacemos frente a un problema de negligencia y no a las adversas consecuencias de la mala suerte que se da en los accidentes.

Y no asistimos a las loas a la patria, al heroísmo o al sacrificio personal por la nación. Sólo los militares, y los políticos, y los altos jerarcas de cualquiera de los ámbitos de la sociedad, son los que realmente trabajan por la patria y la engrandecen. Los trabajadores, “los nadie, los hijos de nadie, los ningunos, los ninguneados, corriendo la liebre, muriendo la vida, jodidos, rejodidos.” Las personas que trabajan no hacen nada por su tierra y por su gente. No son ellos quienes construyen las casas, ni fabrican las mercancías que consumimos, ni siembran los campos para producir los productos que comemos.

Las personas que trabajan no hacen la historia, sino que la padecen y sólo de vez en cuando, en el momento en que son capaces de luchar juntas, hacen temblar los pilares de esos valores patrios cuyo único valor es sustentar un sistema social que garantiza con rigor que sean unos pocos quienes disfruten de la condición de vivos de clase preferente y muertos de primera.


Fuente: Red Libertaria Apoyo Mutuo