ACCIDENTES EN UN CONTEXTO DE LUCRO EMPRESARIAL - BONIFACIO DE LA CUADRA

  •  Resulta hiriente que apenas se use el arsenal punitivo para proteger la salud de los trabajadores
    El accidente laboral es un "impuesto de sangre" que paga el trabajador al empresario. Así lo calificó Ignacio Ramonet en junio de 2003 en Le Monde Diplomatique, en un artículo titulado Mourir au travail, referido a los 780 muertos en un año en Francia por esa causa, cifra sensiblemente inferior a la española, que ronda el millar anual (955 accidentes mortales en 2004) y nos sitúa a la cabeza, con Portugal, del índice de siniestralidad laboral de la Unión Europea.
    ACCIDENTES EN UN CONTEXTO DE LUCRO EMPRESARIAL – BONIFACIO DE LA CUADRA

  •  Resulta hiriente que apenas se use el arsenal punitivo para proteger la salud de los trabajadores

    El accidente laboral es un «impuesto de sangre» que paga el trabajador al empresario. Así lo calificó Ignacio Ramonet en junio de 2003 en Le Monde Diplomatique, en un artículo titulado Mourir au travail, referido a los 780 muertos en un año en Francia por esa causa, cifra sensiblemente inferior a la española, que ronda el millar anual (955 accidentes mortales en 2004) y nos sitúa a la cabeza, con Portugal, del índice de siniestralidad laboral de la Unión Europea.

    El alto volumen de personas fallecidas mientras realizan su trabajo para un tercero, a cambio de un salario, no puede separarse del contexto en el que se producen esas muertes, que no es otro que un marco empresarial -especialmente el dedicado al ladrillo : a la construcción- por lo general más ávido del lucro económico que del respeto a las imprescindibles reglas protectoras de la vida y la salud de sus asalariados. Un empresariado entre cuyas prioridades no suele figurar la prevención de los riesgos laborales ni la vigilancia para que el trabajo se desempeñe con seguridad.

    Como ha explicado el magistrado Ramón Sáez Valcárcel, «en el origen del siniestro se encuentra, casi siempre, la necesidad de obtener beneficios con los menores gastos, desplazando, mediante fenómenos de subcontratación, los riesgos a las empresas más débiles, cuyos empleados tienen una situación vulnerable, por la precariedad, la amenaza de desempleo, la ausencia sindical y la individualización de sus relaciones laborales». Dada esa etiología de la siniestralidad laboral, intentar atajarla mediante meras sanciones pecuniarias hace que esas muertes, además de siniestras, sean baratas para sus responsables últimos.

    Lo ha visto con lucidez el fiscal general del Estado, Cándido Conde-Pumpido Tourón, en la Memoria elevada al Gobierno, en presencia del Rey, en septiembre último : «Resulta perfectamente posible al empresario -por cruel que pueda parecer este análisis- rentabilizar en su cuenta de resultados la vulneración de las normas más elementales de seguridad, asumiendo el consiguiente riesgo de accidentes como un coste más de la producción, ya sea mediante la suscripción de las oportunas pólizas de seguro o calculando directamente en su margen de beneficio el importe de eventuales multas e indemnizacioes».

    En un Estado social y democrático de Derecho como el que consagra nuestra Constitución, que en su artículo 40.2 exige que «los poderes públicos (…) velarán por la seguridad (…) en el trabajo», era necesaria una respuesta jurídica como la que dió el Código Penal de 1995. Su artículo 316 castiga con penas de prisión de seis meses a tres años, además de multa, a quienes infrinjan las normas de prevención de riesgos laborales y no faciliten los medios necesarios para que sus empleados trabajen con las medidas de seguridad adecuadas, «de forma que pongan así en peligro grave su vida, salud o integridad física».

    En contra de la tendencia de los jueces a condenar sólo en el caso de que, a consecuencia de esa acción u omisión, algún trabajador resulte muerto o lesionado, el catedrático de Derecho Penal Nicolás García Rivas ha recordado que el bien jurídico protegido por este delito no es la persona física del trabajador, «sino el estado de inseguridad en el trabajo que cabe inferir de una situación en la que un trabajador o un grupo de trabajadores realizan su tarea sin adecuación a los sistemas reglamentarios de prevención de riesgos laborales», de modo que la infracción penal «se consuma con carácter previo al daño físico».

    Dadas las características de este delito, además de las penas de cárcel y multa, se pueden imponer, como consecuencias accesorias, la clausura de la empresa, la disolución de la sociedad o la suspensión o prohibición de la actividad empresarial. Resulta hiriente que la justicia española apenas use ese arsenal punitivo para proteger la vida y la salud de los trabajadores. En contraste con esa ausencia de condenas, las cifras de siniestralidad laboral son concluyentes : en torno a 1.000 muertos anuales y un total de 1,8 millones de accidentes en 2003 y 1,7 millones en 2004. De ahí que algunos juristas hayan indagado sobre las razones de la ineficacia del sistema penal en esta materia. Uno de ellos, Sáez Vacárcel, recuerda que algunas de las numerosas resoluciones que responsabilizan al trabajador del accidente del que es víctima, evocan aquellas decisiones judiciales sobre violencia sexual contra las mujeres en las que el tribunal analizaba en primer lugar si la víctima había provocado el ataque o si se había resistido con suficiente firmeza contra el agresor.

    Frente a esa técnica enjuiciadora, no debe olvidarse que el siniestro se produce en un marco jerarquizado, en el que el empresario o sus delegados organizan la actividad en la que se genera el riesgo, así como que en las relaciones laborales las partes no operan en un plano de igualdad, sino que el empleador dirige al trabajador, sobre el que tiene poderes también disciplinarios, capaces de neutralizar los riesgos derivados de los descuidos del operario. Una sentencia del Tribunal Supremo de 5 de septiembre de 2001 estimó que la regulación sobre accidentes de trabajo está inspirada, entre otros objetivos, en «la protección del trabajador frente a sus propias imprudencias profesionales».

    Esa doctrina, sin embargo, no ha logrado imponerse en la práctica judicial, ni siquiera cuando se producen muertes o lesiones en el trabajo. Según el veterano fiscal Miguel Gutiérrez Carbonell, experto en la difícil persecución de este delito, «un porcentaje elevado de los accidentes laborales pasan a engrosar las cifras negras de las estadísticas y no llegan a los juzgados ; aquellos casos que, escasamente, entran, son defectuosamente instruídos y suelen concluir en archivo no recurrido ; el exiguo número que pasa a juicio termina con sentencia absolutoria o con condena por falta, y, ciertamente, no resulta exagerado afirmar que son raras las sentencias condenatorias por delito en esta materia». Otro fiscal, Juan Carlos López Coig, resalta la importancia de que la policía judicial precinte, inmediatamente después de producirse el accidente, el lugar donde ha acaecido, para evitar que cuando lleguen quienes tienen que inspeccionarlo hayan sido colocadas las barandillas, redes u otras medidas de seguridad cuya ausencia originó el siniestro

    Gutiérrez Carbonell mantuvo hace unas semanas en el Colegio Territorial de Arquitectos de Alicante, en un curso sobre La responsabilidad de los arquitectos en el proceso constructivo, que los arquitectos pueden ser perseguidos penalmente si incumplen su obligación de controlar y vigilar la aplicación de las medidas de seguridad en el trabajo o si se aprecia pasividad por no ordenar la paralización de la obra cuando sus órdenes sobre seguridad en el trabajo fueren incumplidas. Resultó interesante la pluralidad de criterios de los arquitectos que intervinieron en el coloquio : desde quienes se creen víctimas -desde luego, no mortales-, por la posibilidad de que el proceso penal se dirija contra ellos, hasta quienes reconocieron estar «atados de pies y manos por el promotor de la obra» y plantearon que, igual que el Colegio de Arquitectos tiene una comisión para el control técnico de la calidad, creara una «que supervise la seguridad, como hace con la calidad».

    En realidad, desde una perspectiva humanista y no meramente economicista, la seguridad de los trabajadores es parte integrante de la calidad de la obra. Según la Ley de Prevención de Riesgos Laborales, la seguridad en el trabajo compete a los empresarios, y según el artículo 318 del Código Penal, cuando éstos sean personas jurídicas, la responsabilidad penal por el peligro grave para la vida, salud o integridad física de los trabajadores, se atribuye a los administradores o encargados que, conociendo y pudiendo remediar tales situaciones de riesgo, «no hubieren adoptado medidas para ello». El Tribunal Supremo ha declarado que «todas aquellas personas que desempeñen funciones de dirección o de mando en una empresa (…) están obligadas a cumplir y hacer cumplir las normas destinadas a que el trabajo se realice con las prescripciones elementales de seguridad».
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    Fuente: BONIFACIO DE LA CUADRA/EL PAÍS