Artículo de opinión de Rafael Cid

Desaparecer del parlamento valenciano y de la Comunidad de Castilla la Mancha, después de haber ostentado allí una vicepresidencia primera; quedar muy por debajo de la extrema derecha de Vox en la Asamblea de Madrid (al filo de la navaja de incumplir Unidas Podemos el 5% reglamentario) y dejarse 5 escaños en el europarlamento respecto a lo obtenido en 2014 por UP e Izquierda Unida por separado (juntos y amasados en esta última convocatoria), no son malos resultados, es un desastre.

Desaparecer del parlamento valenciano y de la Comunidad de Castilla la Mancha, después de haber ostentado allí una vicepresidencia primera; quedar muy por debajo de la extrema derecha de Vox en la Asamblea de Madrid (al filo de la navaja de incumplir Unidas Podemos el 5% reglamentario) y dejarse 5 escaños en el europarlamento respecto a lo obtenido en 2014 por UP e Izquierda Unida por separado (juntos y amasados en esta última convocatoria), no son malos resultados, es un desastre. Pero si a eso añadimos que las confluencias inicialmente comprometidas con el “efecto Iglesias” se han visto arrolladas por sus competidores a diestra y siniestra (Barcelona en Comú por ERC; Marea Atlántica de A Coruña y Ferrol en Común por el PP, y Compostela Aberta por el PSOE: en parte, probablemente, por la melonada de “linchar” públicamente a Amancio Ortega en su tierra de promisión) y que sus adversarios políticos e ideológicos en los ayuntamiento de Cádiz y Madrid (Kichi y Errejón) le han dado sopas con ondas, el diagnóstico pasa de “reservado” a “crítico”. Hoy la marca Pablo Iglesias – Alberto Garzón está en la UVI, después de llevarse por delante a la parte amachambrada de IU y al EQUO de López Uralde, sus desconsolados compañeros de viaje. Porque el partido morado se está volviendo tóxico.

Los datos están ahí y los hechos son tozudos. Ahora vendrán los burócratas y correveidiles en plantilla y tratarán de hacer creer que la cosa no es para tanto, que son decisivos en muchos sitios, y que lo que de verdad toca es concitar un “no pasarán” ante la acometida hincha de Santiago Abascal. Sublime chorrada, porque de comprar el argumento habría que hacer un monumento a Núñez Feijóo, dado que la Galiza del Partido Popular (un cuate del “trifachito”) ha sido una de las pocas comunidades donde Vox no ha logrado un solo concejal en sus 313 consistorios,  igualando en proeza a Canarias, Navarra y Euskadi. Así que menos lobos. Y por tanto vayamos al tuétano de la cuestión. En 2016 Pedro Sánchez dimitió como secretario general del PSOE tras la bronca levantada por los malos resultados electorales. Rajoy hizo lo propio en 2108 cuando fue desbancado de la presidencia de gobierno por una moción de censura. Otro tanto acaba de suceder con la alcaldesa de Madrid, Manuela Carmena, al no cumplirse las expectativas que ella misma había aventurado. Sin embargo, Pablo Iglesias, que tiene el cuajo de someter a consulta doméstica la compra de su mansión familiar, se llama andana y achaca sus desgracias a la división de la izquierda y las peleas internas en su patio de vecinos. La nueva política ha envejecido a pasos agigantados.

Lo lamentable es que Podemos en su versión original pretendía romper con el infame pedigrí de los partidos del Régimen del 78. Lo suyo, mal que nos pese y ante buena parte de la ciudadanía, prefiguraba una incursión institucional con el aval de aquel 15-M de “nuestros sueños no caben en vuestras urnas”.  Y ahora que ha sido sorpassado con creces por el emergente Vox en la misma ciudad que hizo bullir el movimiento de los indignados, sus males tienen consecuencias más allá del territorio político de sus siglas. Con el descrédito popular (eso es ni más ni menos supone perder reiteradamente la confianza de los votantes) que los resultados electorales reflejan se pone también en desbandada el “modelo municipalista” que en su día le sirvió de rampa de lanzamiento. Una apuesta de orgullosa democracia de proximidad, participativa, deliberativa y rupturista que, por lo demás, nunca figuró en la placenta de un Podemos verticalista, jerárquico y plebiscitario estructurado a mayor gloria del mandamás. La implosión de las ciudades del cambio tiene un epicentro exógeno. Se llama Pablo Iglesias, el number one.

En esa tesitura, y dado que por su propia idiosincrasia constitutiva cualquier atisbo de refundación exige el harakiri imposible de su fundador, lo más probable es que el partido acepte perseverar a la sombra del PSOE sanchista, en posiciones de escaso fuste y con un ideario cada vez más acomodaticio. De suyo, desde el pasado 28-A Iglesias se ha pertrechado de la Constitución como si fueran las arras que abrieran las puertas de La Moncloa en cómodos plazos. La misma norma suprema imperante que padece la lacra de carecer del respaldo de más del 60 por 100 de la población, menor de edad legal en 1978 al someterse a referéndum la Carta Magna. Por no hablar de las dificultades económicas que pronto acecharán a la devaluada formación, lo que pondrá en riesgo ese innovador sistema de microcréditos al margen de los circuitos financieros que ha sido una de sus vitolas. Pasos contados, en fin, que antes o después llevaran a UP (si en el camino del pacto no interpone Ciudadanos) a repetir la opa dulce que al comienzo de la transición trasegó muchos cuadros del PCE al PSOE felipista, tras socializarse en las mieles del éxito de aquellas municipales tándem que llevó a la izquierda al gobierno de las principales ciudades hace ahora cuarenta años. Será entonces, cumplido el trámite de tamaño viaje equinoccial, cuando quede oficialmente inaugurada la Segunda Transición. Y ¡santas pascuas!

Rafael Cid


Fuente: Rafael Cid