El diccionario de la RAE define Revolución como “un cambio violento en las instituciones políticas, económicas o sociales de una nación”, lo que en esencia significa el paso de una posición o estado de cosas a otra. Desde luego que modificar la constitución vigente, como pretende la clase política, no es una revolución entendida como una ruptura del orden establecido que afecte de manera categórica a las estructuras políticas dominantes.

Más bien significa una
readaptación de los postulados normativos en uso, para que desde las
instituciones se mantenga a flote la voracidad del mercado capitalista.

Más bien significa una
readaptación de los postulados normativos en uso, para que desde las
instituciones se mantenga a flote la voracidad del mercado capitalista.

El Gobierno y los
partidos políticos representativos de este país, en vez de procurar parchear la
situación mediante esa especie de reformismo amarillista, deberían decirnos sin
tapujos ni ocultaciones que la crisis, y no solo la económica, es absoluta. La
política ejercida por los socialistas y los conservadores desde el poder,
reencarna el modelo político ejercido por la Restauración canovista. Un modelo decimonónico
donde se mercadean los cargos como si se tratase de un intercambio de cromos a
la puerta del congreso, de las diputaciones o de los ayuntamientos, que tan
sólo pretende mantener la sed financiera de los empresarios y la caridad
egoísta de la banca, de forma que, junto a ellos, se sigan enriqueciendo con la
explotación de los menos pueden.

Una decisión como
la de modificar la constitución por decreto político es una pantomima
carnavalesca del autoritarismo más reaccionario que se pueda observar en
democracia. Aunque también es cierto que la democracia se acompaña de
diferentes epítetos: directa, representativa, participativa, deliberativa,
económica, industrial, real o formal son solo algunos; incluso en el caso
español, no se puede olvidar que una dictadura se amparó, durante cerca de
cuarenta años, bajo el término de democracia orgánica. No se puede hacer
política en el siglo XXI basándonos en lo que ocurrió en el siglo XX. Y este es
uno de los platos que sirvió la dictadura a nuestros dirigentes, la modélica
Transición. Un menú de difícil digestión que todavía produce gases en muchos
estamentos de la sociedad actual.

Para que la democracia
se afirme, se consolide y se extienda es indispensable, todavía, que se
conviertan en democráticas: los aparatos policiales (actuación durante las
jornadas JMJ), la burocracia estatal, la jurisprudencia, la enseñanza, las
fuerzas armadas, las asociaciones representativas de intereses -comenzando por
las grandes empresas-, sindicatos, y, desde luego, la iglesia católica.
Mientras los partidos políticos, los canales de representación, los expertos
burócratas y los administradores se mantengan apartados de la participación
pública, como pretenden ahora, se mantendrá alejada una determinada organización
política que se pueda calificar de “justa”.

¿Modificar la
constitución o cambiar el sistema? ¿Resetear la estructura o insertar un nuevo
programa? El reciente movimiento del 15M ha fragmentado, ha resquebrajado los
precarios materiales con que está construido el edificio gubernativo e
institucional en este país. Puesto que es un movimiento que acoge, sobre todo,
a todos los descontentos, y que tiene un profundo carácter político y social,
dado que intenta huir, oponiéndose, de la rigidez y del dogmatismo del mercado
capitalista y de la política neoliberal que nos gobierna. El contenido de este
movimiento supone un reto tanto para la teoría como para la práctica normativa
e institucional de la democracia orgánica que heredamos y padecemos desde la
dictadura. Además, en contra de lo que muchos pensaban, la crisis se ha
instalado de tal manera en la sociedad, que el sentido y sentimiento del 15M no
es transitorio. No. Su temporalidad va a venir determinada por lo que se tarde
en solucionar las reivindicaciones demandadas, y no debería parar hasta
equiparar a la sociedad equilibradamente.

El descontento es
tan generalizado que, en su territorialidad, está vinculado a los
requerimientos que incluyen a colectivos diseminados por toda la geografía
estatal. Los objetivos políticos perseguidos por los indignados no deben
olvidarse de incluir en la noción de ciudadanía democrática ciertos aspectos
que hasta el momento están marginados, buscando el concepto de igualdad política
entendida como un conjunto de derechos y deberes comunes a todos los
ciudadanos, a través de la demanda de que la participación popular, y por lo
tanto el control del poder desde lo bajo, se debe extender desde los órganos de
decisión política y desde los de decisión económica a la sociedad civil.

El capitalismo impuso
al trabajo, por consiguiente al trabajador, como eje central de la vida social
y política. El ciudadano no se concibe si no es como ciudadano trabajador, de
manera que el trabajo se transformó en un elemento esencial de la dignidad
personal. Ahora es el propio capitalismo el que nos lo quita. Es más, el
ultraliberalismo capitalista proclama que somos libres de firmar o no un
contrato de trabajo; eso sí, bajo las condiciones que imponen los mercados,
asistiendo diariamente a un derrame continuo en lo que respecta a los derechos
humanos. Pero no nos engañemos, en esta “libertad” se manifiestan con todo su
peso las necesidades de la vida, que probablemente, a muchos, no les deja más
opción. El acceso al mercado de trabajo, cuando lo hay, toma la apariencia de
un acto libre, aunque en realidad está totalmente determinado.

Por lo dicho hasta
aquí, cualquier cambio en esta pseudo-democracia capitalista (otro epíteto) no
puede entenderse al margen del trabajador asalariado (incluidos todos los que
no trabajan) y del ambiente en el que está inserto: la sociedad del trabajo que
nos han inculcado a través del estado de bienestar. Aunque no nos olvidemos que
sólo hablamos de llamado primer mundo, los demás ni cuentan. Pasamos de una
democracia orgánica a una dictadura del mercado. El liberalismo nos ha
convertido de súbditos del franquismo en ciudadanos formalmente libres, pero
encadenados al puesto de trabajo al que ahora, además, nos quieren esclavizar.

Las relaciones
laborales están definidas por los principios de jerarquía, disciplina y
subordinación –el Estatuto de los Trabajadores establece en su art. 5 como
deber básico del trabajador, el cumplir las órdenes e instrucciones del
empresario en el ejercicio regular de sus facultades directivas, completándose
con el art. 54 del mismo estatuto que considera la indisciplina o desobediencia
en el trabajo como causa de despido disciplinario; aunque en una revisión
posterior, esta indisciplina hay que matizarla-. Lo que demuestra nuevamente
una clara desigualdad socioeconómica entre trabajadores y capital, al que
ahora, recordemos, quieren volver a blindar con la modificación constitucional
propuesta por una idea que nace desde la clase política y desde los sindicatos
a sueldo del mercado capitalista, donde el dinero ordena y el asalariado
obedece, convirtiendo las relaciones en jerárquicas y no paritarias o de
igualdad, que es una reivindicación del descontento actual.

No consiste en
reformar o modificar la constitución lo que se debería reivindicar, por parte
de todos. Lo que hay que demandar es el cambio del sistema. Un sistema
fundamentado en el autoritarismo apoyado en unas estructuras de poder
jerárquicas y corruptas. Se debería avanzar hacia una configuración amplia de
la democracia, abarcando ámbitos como el económico o el laboral, que como se
señala, hoy están presididos por decisiones autocráticas del bipartidismo
político. No es posible una auténtica democracia si el espacio del mercado,
desde el neoliberalismo dominante, está caracterizado por grandes decisiones al
margen del control democrático. Ya nos robaron dos intentos que nos podían
haber acercado un poco al equilibrio que hoy demanda el ideal democrático, las
dos repúblicas -que no acabaron como el rosario de la aurora, que algunos
dicen, si no que se pasaron a cuchillo-.Y por república entiendo una concepción
que expresa la idea de algo que pertenece a todo el mundo, o de los asuntos de
todos, a favor del interés general y del bien común. Ideal que despreciaron los
poderes de antes y que gobiernan todavía, despreciando esta forma de gobierno
que les había arrebatado o podía arrebatar el poder político y por ende el
económico, como ahora, otorgándoselo a la gente común. No lo consintieron y no lo
van a consentir.

Una revolución
siempre se efectúa con el propósito de combatir una injusticia, no para
resetear el sistema instaurado y mantener todo igual. Cambiar el sistema debe
ser el objetivo del referéndum que se demanda. Recordar, tan sólo, que lo
expuesto ante ustedes no es una receta, sino una propuesta para poner junto a
todas aquellas que tiendan a enriquecer de estímulos el ambiente tan
deteriorado que nos toca respirar, sea en nuestros hogares o en el espacio
público.

Julián Zubieta
Martínez


Fuente: Julián Zubieta Martínez