Artículo de opinión de Rafael Cid.
“Dejemos el pesimismo para tiempos mejores”
(Amedeo Bertolo)
“Dejemos el pesimismo para tiempos mejores”
(Amedeo Bertolo)
La democracia representativa se ha topado con la horma de su zapato. Al menos eso parece en vista de los últimos trompicones. Habituada a conciliar solo con las tallas XXL que exige la sociedad de masas, está a punto de morir de éxito. La producción a escala del proceso tecnoindustrial, alfa y omega del modelo capitalista, empieza a provocar un efecto invernadero en su reflejo político, el sistema electoral, también clonado en la divisa de la mayor cuantía. La contumaz defección de las mayorías, tanto tiempo dopadas en el conformismo introspectivo, anticipa el fuego amigo en el que pueden naufragar sus tradicionales patrocinadores.
Lo que está en crisis es la representación, no la democracia stricto sensu, los sucedáneos franquiciados del modelo económico. El “no nos representan” que distinguió a los indignados demandaba un cambio de titularidad. No era una refutación específica de la representación, algo poco viable en las actuales sociedades complejas. A menos que modifiquemos radicalmente el modelo de organización jerarquizada. Lo que implicaría una desescalación política y económica, su decrecimiento integral. Ocurre que, a río revuelto, el rechazo lo ha sufrido también el concepto de democracia, su compañero de viaje. Y esa insatisfacción indiscriminada ha permitido, aprovechando el hueco abierto, la irrupción de opciones demagógicas.
Si “representar” significa “actuar en lugar de”, los nuevos actores políticos sobrevenidos aparecen como genuinos representantes representativos. Dispuestos a cumplir el mandato imperativo de abajo-arriba como aval de transparencia. Y ello gracias a que las mayorías defraudas han vuelto sus ojos hacia el recambio surgido de sus cenizas. Aunque ese trasbordo no conlleve una auténtica regeneración. Al contrario, ejemplifica la última fase del ciclo agotado, su espasmo. La definitiva y concluyente sustitución de la democracia de valores, virtuosa, por la demoscopia estadística. Donde antes había mayorías de personas e individuos ahora habrá cantidad y algoritmo, aunque con la fanfarria de los grandes fastos.
Las mayorías, el humus de la democracia representativa que servía para elegir a minorías dirigentes (que dice Christian Ferrer), han perdido su humanidad al hacerse insensibles a los necesarios atributos democráticos. Mientras, las minorías esenciales, cuya protección indicaba un plus de legitimidad de las mayorías designantes, pasan a ser directamente ignoradas. Dejan de tener sentido político, semejan un saldo irrelevante. Esa es una de las principales características de la nueva política que impregna a los populismos en boga. La reconquista del fervor de las mayorías, inoculadas del virus de la codicia, se perpetra sobre la devastación de las minorías.
Con ello llega la ruptura del vínculo ético que históricamente signaba la democracia como una gozosa relación entre individuo y colectividad. El zoon politikón, eslabón primordial de la cadena trófica que galvaniza el ser social. El conflicto desatado lo analiza Thomas Nagel en un libro con el expresivo título de “Igualdad y parcialidad”: <<En gran medida las instituciones tratan de externalizar las demandas políticas y sus justificaciones teóricas desde el punto de vista impersonal. Pero tienen que configurarse y ser construidas por individuos en quienes la posición impersonal coexiste con la personal, aspecto que debe reflejarse en su diseño>>. Y advierte sobre el efecto abrasivo de esta disputa asimétrica:<< De hecho no sabemos vivir juntos>>.
El divorcio personal-impersonal, secuela ingrata del trenzado individual-colectivo, se estructura en esta ocasión parasitariamente. Se ha quebrado la dialéctica que le ha sido propia mientras progresaba hacia la síntesis. Ahora domina la lógica caníbal de las mayorías contra las minorías para acaparar sus prerrogativas. Es lo que pasó durante la reciente crisis económica. Cuando la “minoría elegida por la mayoría”, prevaliéndose de la regulación estatal, esquilmó a los representados en forma de trasferencias de renta de los más a los menos. Ese es el significado de la devaluación salarial en forma de ajustes y recortes y de la reversión de derechos y libertades con que se sufragó el tsunami financiero del 2008. Un artefacto de reparto desigual similar es el activado tras la llegada al poder de las fuerzas ultranacionalistas. Solo que en esta ocasión la diana pende sobre otro tipo de minorías en colmatación.
El pregón “los nuestros primero” es el común denominador de los Salvini, Bolsonaro, Orbán, Abascal, Le Pen y demás gurús del populismo autoritario. Un banderín de enganche con que fidelizar a la mayoría electoral a costa de las políticas de género, opciones identitarias, ayudas a migrantes y demás “derechos secundarios”. En eso no se diferencia mucho de lo que teorizan algunos tonsurados del marxismo-leninismo cuando anatemizan a la “izquierda postmoderna” desde la tarifa plana “nacionalcomunista” (caso de los doctos Jorge Verstrynge y Santiago Armesilla). Unos y otros tienen una agenda social ante la que desmerecen otros avances ciudadanos de última generación. El primer decreto firmado por Bolsonaro fue la subida del salario mínimo de aquella manera, y Julio Anguita y sus socios ideológicos elogiaron sin matices el Decreto Dignidad del xenófobo vicepresidente italiano, que derogaba la reforma de pensiones y reducía la duración máxima de los contratos temporales. Mejoras innegables dotadas con recursos arrebatados, principalmente, a las partidas destinadas para la acogida de emigrantes y refugiados.
Retrotraer la cuestión social a los planteamientos uniformadores de hace un siglo es poner palos en la rueda del proceso civilizatorio. El ecologismo, el feminismo, las políticas de género, la solidaridad con los apátridas y otras demandas identitarias constituyen el cemento que cohesiona en su biodiversidad lo igualitario sin denominación de origen, reafirmando su sistema inmunológico. Ni existe libertad sin igualdad ni igualdad sin libertad. Las mayorías electorales y de clase están integradas por minorías identitarias, ellos y nosotros somos uno y lo mismo. Y todo lo que tienda a separarlo, dando supremacía a una parte sobre el todo o al todo sobre la parte, supone una regresión histórica, un retorno al nicho zoológico.
El derecho de la minoría es deber de la mayoría, su emulsión humanista. De ahí que un futuro no distópico pase por lograr una masa crítica entre esas minorías que refuerce y aporte integridad moral a las mayorías que caminan hacia la cosificación fratricida en la casa-cuartel de los populismos emergentes. Hoy a nadie se le ocurriría decir que el rechazo de la esclavitud y la segregación racial, la denuncia de la intolerancia religiosa o la defensa de los valores de la Ilustración (burguesa) deberían sacrificarse en el altar de lo social-igualitario nuclear. Lo personal es político y lo social su partera. Se trata, una vez más, de aprender a vivir juntos.
Rafael Cid
Fuente: Rafael Cid