Uno de los signos más extraños de nuestra época es que nos gusta más recordar a la gente que hizo el mal antes que a la gente que hizo el bien. Si pensamos en nuestra guerra civil, por ejemplo, podemos citar cientos de nombres de personajes históricos que cometieron o que permitieron toda clase de barbaridades, pero es dudoso que recordemos el nombre de una sola persona que hizo cuanto estuvo en su mano por evitar el sufrimiento ajeno.

Uno de los signos más extraños de nuestra época es que nos gusta más recordar a la gente que hizo el mal antes que a la gente que hizo el bien. Si pensamos en nuestra guerra civil, por ejemplo, podemos citar cientos de nombres de personajes históricos que cometieron o que permitieron toda clase de barbaridades, pero es dudoso que recordemos el nombre de una sola persona que hizo cuanto estuvo en su mano por evitar el sufrimiento ajeno.

El anarquista sevillano Melchor Rodríguez, que fue delegado de prisiones en el Madrid sitiado del otoño de 1936, es una de esas escasas personas que lograron arrojar un poco de luz en medio de la oscuridad de una guerra despiadada. Por supuesto que hoy en día no se acuerda nadie de él, y así seguiría siendo si el poeta Enrique Baltanás no lo hubiera evocado en una de las entradas de su blog.

A mí me habló de Melchor Rodríguez uno de los periodistas más valientes que conozco, el vasco Santiago González, quien lleva mucho tiempo enfrentándose a ETA desde sus columnas de El Correo de Bilbao. Un día hablábamos de los peligros de resucitar de forma partidista la Guerra Civil, culpando a los políticos de ahora de los crímenes de hace setenta años, cuando Santiago González mencionó a Melchor Rodríguez, el anarquista que salvó la vida de cientos de presos franquistas encerrados en la Cárcel Modelo de Madrid. Yo no sabía nada de aquel hombre, así que Santiago González me contó la historia.

En noviembre de 1936, la aviación nacional bombardeó Madrid. Un grupo de milicianos republicanos llegó a la prisión y quiso llevarse a varios presos franquistas para fusilarlos en señal de represalia (por desgracia, aquellos fusilamientos eran una práctica habitual en los dos bandos, sobre todo en el franquista). Melchor Rodríguez, que acababa de ser nombrado delegado especial de prisiones, se opuso. Los milicianos -entre los que cabe imaginar a algunas malas bestias como el etarra Iñaki Bilbao, ése que le gritó a un juez que le iba a arrancar la piel a tiras- se pusieron farrucos y lo amenazaron con fusilarlo también a él. Pero Melchor Rodríguez era un hombre valiente. Cogió una pistola, ordenó que los guardias de la cárcel defendieran las celdas y cerró el paso a los milicianos. Al ver la firmeza de aquel hombre, los milicianos se fueron. Uno de los presos que se salvó de ser fusilado fue el escritor falangista Rafael Sánchez Mazas. En la novela Soldados de Salamina, Javier Cercas se inventó a un miliciano ficticio que le había salvado la vida a Sánchez Mazas en un bosquecillo de Gerona. Me pregunto si Javier Cercas ha oído hablar alguna vez del personaje real que le salvó la vida a Sánchez Mazas en la Cárcel Modelo de Madrid.

De Melchor Rodríguez se saben pocas cosas. Nació en Sevilla en 1893, fue chapista, se fue a vivir a Madrid y fue nombrado director de prisiones durante la guerra. Es probable que no sintiera ningún respeto por las ideas políticas de los presos franquistas cuya vida salvó, poniendo en riesgo su propia vida. Y es seguro que desde su propio bando lo acusaron de ser un traidor o un quintacolumnista, aunque a él le dio igual. A pesar de la muerte y de la violencia que tuvo que ver a diario, él supo que la vida de un hombre, de cualquier hombre, es sagrada.

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Uno de los signos más extraños de nuestra época es que nos gusta más recordar a la gente que hizo el mal antes que a la gente que hizo el bien. Si pensamos en nuestra guerra civil, por ejemplo, podemos citar cientos de nombres de personajes históricos que cometieron o que permitieron toda clase de barbaridades, pero es dudoso que recordemos el nombre de una sola persona que hizo cuanto estuvo en su mano por evitar el sufrimiento ajeno. El anarquista sevillano Melchor Rodríguez, que fue delegado de prisiones en el Madrid sitiado del otoño de 1936, es una de esas escasas personas que lograron arrojar un poco de luz en medio de la oscuridad de una guerra despiadada. Por supuesto que hoy en día no se acuerda nadie de él, y así seguiría siendo si el poeta Enrique Baltanás no lo hubiera evocado en una de las entradas de su blog.

A mí me habló de Melchor Rodríguez uno de los periodistas más valientes que conozco, el vasco Santiago González, quien lleva mucho tiempo enfrentándose a ETA desde sus columnas de El Correo de Bilbao. Un día hablábamos de los peligros de resucitar de forma partidista la Guerra Civil, culpando a los políticos de ahora de los crímenes de hace setenta años, cuando Santiago González mencionó a Melchor Rodríguez, el anarquista que salvó la vida de cientos de presos franquistas encerrados en la Cárcel Modelo de Madrid. Yo no sabía nada de aquel hombre, así que Santiago González me contó la historia.

En noviembre de 1936, la aviación nacional bombardeó Madrid. Un grupo de milicianos republicanos llegó a la prisión y quiso llevarse a varios presos franquistas para fusilarlos en señal de represalia (por desgracia, aquellos fusilamientos eran una práctica habitual en los dos bandos, sobre todo en el franquista). Melchor Rodríguez, que acababa de ser nombrado delegado especial de prisiones, se opuso. Los milicianos -entre los que cabe imaginar a algunas malas bestias como el etarra Iñaki Bilbao, ése que le gritó a un juez que le iba a arrancar la piel a tiras- se pusieron farrucos y lo amenazaron con fusilarlo también a él. Pero Melchor Rodríguez era un hombre valiente. Cogió una pistola, ordenó que los guardias de la cárcel defendieran las celdas y cerró el paso a los milicianos. Al ver la firmeza de aquel hombre, los milicianos se fueron. Uno de los presos que se salvó de ser fusilado fue el escritor falangista Rafael Sánchez Mazas. En la novela Soldados de Salamina, Javier Cercas se inventó a un miliciano ficticio que le había salvado la vida a Sánchez Mazas en un bosquecillo de Gerona. Me pregunto si Javier Cercas ha oído hablar alguna vez del personaje real que le salvó la vida a Sánchez Mazas en la Cárcel Modelo de Madrid.

De Melchor Rodríguez se saben pocas cosas. Nació en Sevilla en 1893, fue chapista, se fue a vivir a Madrid y fue nombrado director de prisiones durante la guerra. Es probable que no sintiera ningún respeto por las ideas políticas de los presos franquistas cuya vida salvó, poniendo en riesgo su propia vida. Y es seguro que desde su propio bando lo acusaron de ser un traidor o un quintacolumnista, aunque a él le dio igual. A pesar de la muerte y de la violencia que tuvo que ver a diario, él supo que la vida de un hombre, de cualquier hombre, es sagrada.


Fuente: eduardo jordá