Artículo de opinión de Rafael Cid
“El callejero incluirá también el nombre del último alcalde
anarquista de Madrid, Melchor Rodríguez García”
(El País, 27/01/16)
“El callejero incluirá también el nombre del último alcalde
anarquista de Madrid, Melchor Rodríguez García”
(El País, 27/01/16)
Gentes como Schindler, el próspero comerciante alemán de origen judío que utilizó su influencia entre el mando nazi para poner a salvo a compatriotas en peligro de ser enviados a los campos de exterminio, ha habido en la reciente historia de los conflictos bélicos. Aunque no es habitual y sí muy elogiable, entra en lo razonable que alguien se esfuerce por ayudar a los suyos. Pero lo que ya no es tan frecuente es que en plena guerra civil, con una población casi inerme ante un amenazante ejército sublevado, haya personas con responsabilidades públicas que pongan sus vidas en peligro por impedir el linchamiento de sus enemigos presos. Sobre todo cuando los militares golpistas se encuentran a las puertas de Madrid y su aviación lleva días bombardeándola criminalmente sin distinguir objetivos militares de civiles.
Eso representa otro nivel ético. Pero en la revolución española existe un precedente de semejante calibre, aunque su autor fuera un simple obrero y no tenga ni pedestal ni película que lo glorifique. Hablamos de un novillero de 43 años, afiliado a la CNT-FAI, que por aquello de encontrarse en el momento inoportuno en el lugar inadecuado actuó como le dictaba su conciencia libertaria sólo ante el peligro. Este hombre sencillo pero firme en sus ideas se llamaba Melchor Rodríguez, y siendo director general de Prisiones en 1936 se echó a la calle pistola en mano para detener la matanza de miles de prisioneros en Paracuellos, mientras los responsables del departamento de Orden Público de la Junta de Defensa, integrado por los dirigentes de las JSU-PCE, Santiago Carrillo, Serrano Poncela y Fernando Claudín, miraban para otro lado. Esos sangrientos “paseos” se produjeron durante las jornadas del 6 y 7 de noviembre de 1936, aniversario de la Revolución Rusa.
El anarquista Melchor Rodríguez acabó de raíz con las ejecuciones clandestinas y dos años más tarde, cuando la troika stalinista ponía tierra por medio ante la inevitable capitulación de la ciudad a manos de Franco, como alcalde Madrid en funciones sería la persona encargada de realizar un traspaso ordenado de poderes a los sublevados para intentar evitar que los fascistas cobraran su temida revancha en vidas humanas. Melchor Rodríguez, sevillano de nacimiento y oficial chapista de profesión, pagó su osadía con una condena a muerte, reducida luego a 20 años y un día de cárcel, dictada por un tribunal militar que desoyó los testimonios a su favor de algunos influyentes falangistas a los que había salvado del pelotón (Muñoz Grandes, Fernández Cuesta, Martín Artajo y Blas Piñar, entre otros) Este faísta de reconocido prestigio entre el movimiento libertario, convencido de que “por las ideas se podía morir, pero nunca matar”, falleció pobre de solemnidad el 14 de febrero de 1972 en Madrid enterrándosele con la bandera anarquista casi al mismo tiempo en que el secretario general comunista Santiago Carrillo se preparaba para entrar en la historia en el cadillac regalado por Ceaucescu como una de las personalidades que mejor encarna el espíritu de concordia de la transición.
Mientras esperamos la biografía que le ha dedicado Alfonso Domingo, sirva el recuerdo de Melchor Rodríguez para enmarcar el tsunami revisionista que nos invade, quizá para conmemorar el 70 aniversario de la guerra civil desatada por el golpe homicida franquista reconviniéndonos de que fueron las víctimas quienes “sublevaron” a los verdugos. Perverso axioma éste que ha constituido la piedra de toque sobre la que se fraguó la famosa amnistía semigeneral de 1977. Porque ya no son sólo conversos ex maoístas como Federico Jiménez Lozanitos, ácratas de la rive gauche como Carlos Semprún Maura o marxistas-leninistas rama búlgara como Pío Moa los que nos vienen con esos cuentos. La historiografía del martirologio patriótico tiene en este momento protagonistas mucho más emblemáticos. Desde periodistas metidos a historiadores, como Jorge Martínez Reverte, que en su libro La batalla de Madrid deriva la acusación del caso Paracuellos hacia la CNT interpretando a la tremenda una curiosa acta donde se habla del tema, sin que por el contrario en sus páginas haga la más mínima alusión a su íntimo amigo Claudín, uno de los que sí estaba en el secreto de la masacre, que aún es un misterio envuelto en un enigma. Hasta historiadores doblados de tertulianos en Telemadrid, como Antonio Elorza, que tuvo la ligereza de asumir en una tribuna de El País la pieza de una investigación panfletaria sobre “el terrorismo anarquista” financiada por la Comunidad de Madrid, que preside la teocons Esperanza Aguirre (a más Aguirre menos Esperanza) y la Fundación Policía Española. Incluyendo en la nómina al ex honorable Jordi Pujol, quien ahora afirma que en Catalunya se mató a mucha más gente de derechas que de izquierdas (” casi tres veces más”).
Y uno en su infinita ignorancia se pregunta de qué va este juego de espejos deformados, cuando no contentos los vencedores con contarnos en exclusiva durante decenios cómo pasó pretenden ahora convencernos también de que debemos ponernos en primer acto de contrición por los pecados cometidos. ¿Será que el atado y bien atado que inauguró esto que llaman democracia y no lo es está en crisis? ¿Será que aquella promesa que hizo Felipe González al general Gutiérrez Mellado de no exigir responsabilidades políticas a los sicarios de la dictadura ha caducado para las últimas generaciones? ¿Será, en fin, que la nueva consigna es invertir la carga de la prueba para que los vencidos sigan otro puñado de años cargando con el mochuelo?
No sabemos muchas cosas, es verdad, pero sabemos que sólo entre el 16 y el 17 de marzo de 1936 la aviación de Mussolini mató en Barcelona a 979 personas, dejó 1.200 heridos y destruyó completamente 76 edificios durante sus ataques indiscriminados. Que el Alzamiento fue santificado como Cruzada por la jerarquía de una Iglesia cómplice. Que terminada la guerra y diezmado el pueblo en armas, la España de Franco, católica, apostólica y romana, se alió con Hitler regalándole una división azul. Que los campos de concentración se llenaron de “enemigos del régimen” hasta casi los infelices cincuenta (el tristemente célebre de Miranda de Ebro se cerró en el año 47). Que Franco y su corte de los milagros ejecutaron fríamente a opositores hasta la víspera misma de la extinción física del Caudillo en 1975. Y que parte de aquel clero alzado sirvió gustosamente como carcelero en las mazmorras de la dictadura (caso las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl, Premio Concordia de la Fundación Príncipe de Asturias 2005).
Y del otro bando sabemos, es verdad, que se cometieron excesos y barbaridades sin paliativos que merecen cerrada repulsa. Pero también sabemos que Durruti eligió como secretario particular al cura de Aguinaliu (mosén Jesús Arnal) para protegerle de fanáticos e incontrolados .Que los cenetistas Juan Saña y el que habría de ser ministro de Comercio de la República, Juan Peiró (luego entregado por los nazis y fusilado por Franco, como el católico general Escobar o el democristiano catalán Carrasco i Hormiguera), salvaron a 17 monjas de clausura que vivían en la calle de la Coma de Mataró al estallar la revolución del 36 en Catalunya.
Sabemos todas estas pocas e insignificantes cosas, porque en la democracia de percepción en que estamos lo que cuenta al fin y al cabo es la verdad oficial. Y ese karaoke legal nos repite –la letra con sangre entra- que aquella democracia republicana fue el error de nunca jamás y que el consenso y la generosidad de la Corona trajeron la libertad y la democracia del 18 de Julio que ahora disfrutamos. Y entonces, cuando me cuentan cómo paso y que otra vez intentan endosar la macabra factura del osario en el balance de quienes sufrieron persecución por la injusticia, pienso como León Felipe en las verdades del barquero de místicos y poetas. Y recuerdo al viejo trotamundos libertario Abad de Santillán cuando al regresar a España tras la muerte del licántropo de El Pardo dijo aquello de “si San Juan de la Cruz viviera hoy sería de la FAI”. Como Melchor Rodríguez, el Schindler de paisano que tenía su propia fe.
(Nota: Una versión de este artículo con una frase mutilada ha aparecido en la web kaosenlared. Ponía “Schindler, el próspero comerciante judío” en vez de “…comerciante alemán de origen judío”. Este lapsus ha servido de excusa para lanzar comentarios descalificadores a la totalidad del texto cuyo objetivo esencial es contribuir a rescatar la trayectoria ética de Melchor Rodríguez en momentos de orquestada criminalización del anarquismo y desmemoria histórica)
(Otrosí: Esta última edición fue publicada por primera vez en la web RadioKlara el 11 de abril de 2008)
Rafael Cid
Fuente: Rafael Cid