Vivimos en un estanque. Parece un lago, pero es un estanque. El agua se agita despacio al compás de las ocurrencias y las modas, nuestras tempestades cotidianas. En la pequeña isla de la incertidumbre y las frustraciones -combatidas en Occidente por los psicofármacos, el coche grande y la casa adosada- una parte de la izquierda (moral y marginal) lee libros cubiertos por el polvo de décadas de exilio y represión, muertes físicas y editoriales, añora épocas de creación espontánea (lucha de clases) y expulsa los demonios interiores -no los del jardín, que no tenemos- con una exagerada dosis de cinismo. Otros (lectores de Paul Auster y El País, por situarnos con dos bruscas pinceladas), los modernos o reformistas -sin querer abandonar el prestigio histórico de las siglas y los postulados estéticos que cimentaron décadas de enfrentamientos- piensan en recalificar el erial patrio -maniobras electorales, hoy por ti, mañana por mí- o en adecuar el discurso político al tiempo presente, a los cambios marcados (siempre) por la agenda de los gobernantes y sus redes bancarias. Ignoran estos reformistas, es su determinante condición, que el tiempo ya no discurre de forma lineal hacia el progreso (sabido desde Agustín de Hipona hasta Fukuyama pasando por el lustroso Hegel) sino que este presente, que se hace eterno (elástico) cada instante, es el continuum del nuevo/viejo capitalismo, su tiempo real de combate, ahora en esta nueva fase expansiva, consumista, bélica e imperial.

Vivimos en un estanque. Parece un lago, pero es un estanque. El agua se agita despacio al compás de las ocurrencias y las modas, nuestras tempestades cotidianas. En la pequeña isla de la incertidumbre y las frustraciones -combatidas en Occidente por los psicofármacos, el coche grande y la casa adosada- una parte de la izquierda (moral y marginal) lee libros cubiertos por el polvo de décadas de exilio y represión, muertes físicas y editoriales, añora épocas de creación espontánea (lucha de clases) y expulsa los demonios interiores -no los del jardín, que no tenemos- con una exagerada dosis de cinismo. Otros (lectores de Paul Auster y El País, por situarnos con dos bruscas pinceladas), los modernos o reformistas -sin querer abandonar el prestigio histórico de las siglas y los postulados estéticos que cimentaron décadas de enfrentamientos- piensan en recalificar el erial patrio -maniobras electorales, hoy por ti, mañana por mí- o en adecuar el discurso político al tiempo presente, a los cambios marcados (siempre) por la agenda de los gobernantes y sus redes bancarias. Ignoran estos reformistas, es su determinante condición, que el tiempo ya no discurre de forma lineal hacia el progreso (sabido desde Agustín de Hipona hasta Fukuyama pasando por el lustroso Hegel) sino que este presente, que se hace eterno (elástico) cada instante, es el continuum del nuevo/viejo capitalismo, su tiempo real de combate, ahora en esta nueva fase expansiva, consumista, bélica e imperial.

Nuestra noción clásica, judeocristiana, de tiempo -pasado, presente y futuro, la trinidad del discurrir vital, el ciclo natural- ha cambiado ante nuestros ojos sin darnos cuenta. El pasado es remoto, otra vida, memoria sentimental, Cuéntame, leyenda y/o guión de cine, y el futuro ya está aquí, insiste la mercadotecnia y la publicidad. El presente ha quedado suspendido, como si estuviera entre paréntesis diría Husserl -el fenomenólogo borrado de la dedicatoria de El ser y el tiempo (segunda edición) por el nazismo cultural del poeta Heidegger- encerrando el sentido y la referencia histórica del mundo desarrollado (sic) en una deslumbrante noria de estímulos y respuestas automáticas : el supermercado universal, abierto 24h. Este cambio de paradigma, low cost, de marco semántico y conceptual (No pienses en un elefante de Lakoff desarrolla esta idea al hilo de las técnicas de comunicación política de los neocons y los demócratas USA, y para aquellos que quieran saber más del asunto, Moral politics. How liberal and conservatives think, Chicago, 2002), se ha producido de manera sutil, inapreciable. Esta mutación ha convertido la realidad en reproducción e imagen : multiplicación de mercancías. En este ir y venir por los acogedores pasillos del instante, en este alocado devenir sin movimiento (la bóveda celeste de los antiguos), la alternativa anticapitalista ha sucumbido por la combinación de la fuerza centrífuga, que expulsa a los individuos y los discursos hacia las tinieblas exteriores, y la centrípeta, esa (falsa) tensión interior que ha logrado llevar hasta el centro mismo de la acción y la creación (el desagüe de la política) cualquier intento subversivo al convertirlo en parte de la renovada identidad industrial : piezas del museo de la memoria.

Estamos asistiendo al final de las organizaciones de izquierda revolucionaria, anticapitalista. Las horas caen del reloj (relojes, en sentido metafórico, sin segundero) y las manecillas se clavan en los recuerdos, en los páramos donde nunca amanece mientras los muertos, en las cunetas, juegan al tute. La brillante novela/ensayo Museo de la Revolución de Martín Kohan da cuenta de ello hablando, al revés, del instante y la aceleración. Al fondo, amontonados en alguna escombrera, tratando de levantar la cabeza del barro, los jóvenes antisistema, antiglobalización, alzan la voz desordenada y su música sincopada. Quizá en ellos esté la nueva respuesta. En ellos y en los miles de desheredados que corren por las acequias en busca de su tiempo perdido, un modelo alejado del presente descoyuntado que inspira tanto violento anuncio de detergentes, hipotecas y amores fugaces. Zombis en la izquierda y beatos, más vivos que nunca, en la derecha. La guerra, extendida al mundo, sigue, persevera en su ser, en su naturaleza delictiva y criminal.


Fuente: María Toledano (Rebelión)