“Yo no mendigo. Conseguiré trabajo : tengo contactos. Los árboles aún siguen creciendo”. Un conductor de tranvía ha sido despedido junto a algunos de sus compañeros y responde así a la sugerencia de su mujer para que solicite el subsidio de desempleo. Se trata del protagonista de Nubes pasajeras, una de esas películas de Aki Kaurismaki, rebosantes de amor a los olvidados.
Nuestro conductor en paro, que ya sobrepasa los 40 años, está contento la mañana en la que va a afrontar la primera entrevista de trabajo. Se ha afeitado cuidadosamente y se ha enfundado su mejor chaqueta. En la despedida, su mujer le desea suerte. “Un profesional no necesita suerte”, responde altanero. De vuelta a casa, ya en la madrugada, un amasijo de alcohol y derrota se desploma nada más abrir la puerta. Nuestro confiado obrero ha sido rechazado en la oferta de trabajo.
Primero la ilusión, luego la culpa. Es la historia de millones de trabajadores arrojados al paro por la máquina del capitalismo. Es el sufrimiento común, la violencia invisible contra el obrero, la ordinaria producción de excedente laboral. Mientras el trabajador “suda hoy para adentro su secreción de sangre rehusada”1 los mecanismos del mercado van acoplando ejércitos de reserva y tasas de ganancia, poblaciones desechables y rentabilidades financieras.
Primero inflamos el globo de la ilusión. Regamos de currículum los polígonos, nos agarramos al “Quizás más adelante” del encargado de turno, repetimos mil veces “Lo importante es meter la cabeza”, aunque haga mucho tiempo que la lista de espera de las contrataciones temporales se mantiene inamovible… El poder está atento a hinchar nuestra inagotable e imprescindible capacidad de autoengaño ; anuncia ofertas públicas de empleo, presagia olimpiadas, exposiciones universales, capitalidades culturales, aves y, sobre todo, reparte algunas migajas de esperanza en forma de trabajo precario.
Después empezamos a escuchar una y otra vez la palabra perfil. No das el perfil, no reúnes el perfil, veremos si el INEM nos puede cambiar el perfil. Nos familiarizamos con las polisemias de la palabra : perfil le llama el responsable de Recursos Humanos a la negativa amable, pero también es una de las formas de denominar al clientelismo de nuestro tiempo. Es la excusa para decirte que no, pero es también el toqueteo previo para decidir sobre la mercancía laboral en cuestión, las comprobaciones de la doma, los tanteos sobre la disposición a subordinarse…
Nuestra vida se convierte en cásting permanente, un cásting “donde giran los hombres sin descanso”2. La trabajadora social, precaria también ella, nos previene antes de la entrevista de trabajo : “La entrevista te la hace un psicólogo. Tienes que mirarle a los ojos, no desviar la mirada. Debes ir aseado, obviamente ; si llevas abrigo, cuélgalo en la percha, que no dé la impresión de que tienes prisa. Llega diez minutos antes de la entrevista. Y pregunta algo : cuando te diga que si tienes alguna duda, pregunta, por ejemplo : ¿cuándo empezamos ?”. Del gorila amaestrado de Ford al pícaro cínico del posfordismo. En la escuela nos adiestran para las selectividades y desde el televisor se imparte a todas horas la más principal y decisiva asignatura : Educación para la Competencia. Y al tiempo que nos prometen una vida de triunfo y nos repiten sin cesar “Tú sí que vales” nos van enseñando el tortuoso arte de competir por el trabajo y competir en el trabajo.
Luego no viene la rabia, sino la culpa. Las fantasías de la meritocracia, que hemos ido interiorizando de forma casi imperceptible, se derrumban. El diploma universitario o profesional se devalúa, las expectativas se achican, la promesa de hacer fijos a los contratados mes a mes como barrenderos o carteros no acaba de hacerse realidad. El paro y la precariedad se van alternando, constituyéndose en único horizonte. Llega la ansiedad, el tiempo descuajado, las paranoias.
“¿Qué ha aprendido usted en estos dos años de desempleo ?”, le pregunta la responsable de Recursos Humanos al protagonista de Arcadia, el parado cualificado de la película de Costa Gavras. “Creo que si el tiempo de desempleo es corto, puede servirte para reestructurar tu vida ; si es largo, lo destruye todo”. El paro como una degradación minuciosa va socavando la salud física y psíquica, desestructurando la existencia privada, deteriorando las relaciones familiares y sociales.
El paro se nos presenta con los atributos de lo natural, como una condición del juego, en este caso como el destino que espera a los perdedores sociales. La ruleta inapelable de los talentos dicta su veredicto ; “el darwinismo social muestra a la burguesía en el punto culminante de su autoconciencia”3 y, por el contrario, la pavorosa ausencia de conciencia de sí de las clases trabajadoras.
“El paro no es un fenómeno natural como el pedrisco, ni es un hecho que aparece casualmente cuando hay una crisis o las cosas van mal. El paro es una manifestación de las tendencias generales del desarrollo capitalista” ; esto se podía leer en un cuadernillo del Curso de Formación Sindical Básico editado por CCOO en 1980. Pero mucho fundamentalismo neoliberal ha llovido desde que alguien escribiese aquellas verdades elementales y hoy los sindicatos oficiales participan como un instrumento más de la estrategia sistemática de culpabilización de los parados y de la naturalización del capitalismo. No sólo repiten como papagayos la cantinela de “las políticas activas de empleo” y el sermón fraudulento que blanquea a los empresarios y los convierte en emprendedores ; incluso, en comunidades como Extremadura, disponen como contratados con cargo al Plan de Empleo de “tutores del desempleado” que, además de brindar tutela al parado desnortado e ignorante en las artes de búsqueda de empleo, origen al parecer de su calamidad, colaboran con el INEM en el control de las ovejas más descarriadas y de sus subsidios. El desempleo pasa así de ser “un producto necesario de la acumulación o de la riqueza sobre base capitalista”4, a constituir un desajuste achacable a la falta de orientación del parado o a la inexistencia de “un itinerario personalizado de inserción”.
Interinos, contratados por obra o servicio, becarios, jornaleros, fijos discontinuos, contratados por horas o a tiempo parcial o eventuales por circunstancias de la producción… La precariedad multiplica sus formas, prolifera sitiando hasta los últimos reductos de la seguridad laboral ; porque la precariedad es muchísimo más que un dato estadístico sobre contratación temporal. “El término precariedad designa dos tipos de relaciones sociales bastante diferentes : las que caracterizan las nuevas formas de explotación del trabajo, y las que conducen a la exclusión prolongada de los individuos respecto a las zonas de protección y de control social” 5. Precariedad es nueva explotación, es exclusión, pero también inseguridad, indefensión, miedo.
La precariedad es el retorno al salario hora, en el que “ya va incluido todo” ; es el caos minuciosamente organizado de la subcontratación ; es la coacción para que el trabajador firme, antes de empezar a trabajar, la renuncia a cobrar vacaciones o pagas extras ; es tener, por sistema, que poner el coche propio, de modo que por el mismo salario te pagan a ti y al coche ; son las dobles jornadas de camioneros asalariados a los que, a diferencia de los vehículos, no hay tacómetro que los proteja de los excesos horarios ni del agotamiento ; es el despido del trabajador cuando está dado de baja por enfermedad, al amparo de la reciente sentencia del Tribunal Supremo ; son las dobles escalas salariales que se plasman, sin apenas escándalo, incluso en los convenios colectivos de grandes empresas como Telefónica ; es el pago de salarios variables “dependiendo de la productividad” ; son los trabajadores inmigrantes pagándose la seguridad social agraria, aunque trabajando en almacenes o en obras ; es el neofeudalismo que anuncia Bolonia y la Universidad-empresa para los titulados universitarios : comprar con el trabajo precario en prácticas de hoy tu derecho a trabajar en el futuro en las grandes empresas financiadoras del presupuesto universitario ; son los miles de muertos en accidentes laborales, las jornadas infinitas, la amenaza de movilidad geográfica o funcional, el trato culpabilizador y clientelar en los servicios sociales, la ingeniería jurídica que hace aparecer y desaparecer, como por ensalmo, empresas matrices, filiales, franquicias…
La relación de estampas precarias sería interminable, dentro y fuera del trabajo. Vivir en el alambre, “estar a la cuarta pregunta”, normalizar la provisionalidad, se convierten en las formas individuales de interiorización de la precariedad. Y la desmoralización y la desmovilización en su expresión colectiva : “La inseguridad objetiva sustenta una inseguridad subjetiva generalizada que afecta hoy en día al conjunto de los trabajadores. (…) Esta especie de mentalidad colectiva es el origen de la desmoralización y la desmovilización. Para concebir un proyecto revolucionario hay que tener un mínimo de control sobre el presente”6.
Como boxeadores sonados vamos de la ilusión a la culpa, de la soledad al descreimiento en la lucha colectiva, de la corrosión del carácter a la fragilización de los vínculos sociales. La construcción del nosotros se hace mucho más difícil : “No somos más que vidas (privatizadas) movilizadas para reproducir esta realidad hecha una con el capitalismo. Esta movilización global reserva un destino diferente a cada vida. A unas las convierte en vidas hipotecadas, a otras en residuales, a otras en emprendedores de sí mismos. El resultado es, sin embargo, común por cuanto en todas ellas el estado que prima es el del “estar solo”. Porque en la sociedad-red, en definitiva, estar conectado paradójicamente es estar solo”7. El individualismo posesivo, la envolvente mentalidad de clase media y, sobre todo, la ficción igualitaria del consumo prenden entre los de abajo. En los pasillos de la gran superficie comercial se disuelve y olvida el malestar precario…
Pero llega la crisis y desmantela los sueños propietarios. El dogal de la hipoteca se ajusta, los salarios se encogen, el paro llama a la puerta. La fiesta prometida se ha suspendido.
Fuente: Manuel Cañada