Oaxaca es un estado lleno de problemas sociales. Centro turístico de sur de México, sus enclaves están rodeados por villas de miseria sostenidas por las remesas de los trabajadores migrantes. Mayoritariamente indígena y rural es una de las dos entidades más pobres del país. En su territorio están a la orden del día luchas por la tierra, enfrentamientos con los caciques y los /coyotes/, disputas por los ayuntamientos, reivindicaciones étnicas, acciones por mejores precios para los productos del campo y resistencia al autoritarismo estatal.

Oaxaca es un estado lleno de problemas sociales. Centro turístico de sur de México, sus enclaves están rodeados por villas de miseria sostenidas por las remesas de los trabajadores migrantes. Mayoritariamente indígena y rural es una de las dos entidades más pobres del país. En su territorio están a la orden del día luchas por la tierra, enfrentamientos con los caciques y los /coyotes/, disputas por los ayuntamientos, reivindicaciones étnicas, acciones por mejores precios para los productos del campo y resistencia al autoritarismo estatal.

A ese atraso económico le corresponde un ejercicio de la autoridad arcaica, vertical y autoritaria. Uno de los usos y costumbres del poder en Oaxaca establece que cada nuevo gobernador que toma posesión del cargo comienza su mandato reprimiendo. Demuestra así a los funcionarios que se van, a los políticos que se quedan y a la población que lo padece que él es quien manda. Así lo hizo a su llegada Ulises Ruiz. Su unción como jefe del Ejecutivo oaxaqueño, el primero de diciembre de 2004, fue bautizada con el agua bendita del castigo a sus opositores.

El saldo de la violencia en el estado durante los primeros meses de su mandato fue escalofriante : encarcelamiento de dirigentes sociales, desalojo brutal de protestas ciudadanas, persecución policial de luchadores populares, detención de negociadores de movimientos sociales cuando se dirigían a negociar con el gobierno, derramamiento de sangre en varios municipios, aplicación discrecional de la ley a insumisos.

Ulises Ruiz necesitó mostrar fuerza. Debió conseguir desde el poder lo que no pudo obtener en las urnas. Para ganar los comicios tuvo que echar mano de sus mejores dotes de defraudador electoral. Aun así, triunfó por una mínima diferencia de votos, en unas elecciones seriamente cuestionadas con una abstención de 60 por ciento.

Para imponer su autoridad en la sociedad oaxaqueña, Ulises Ruiz echó mano de la «experiencia» de sus antecesores. Un ejército de burócratas y caciques regionales se encargó de tomar en sus manos presupuestos y recursos institucionales para negociarlos a cambio de lealtad política. Indujo en municipios rebeldes el desarrollo de conflictos intercomunitarios. Propició la injerencia estatal en los ayuntamientos que se rigen por usos y costumbres y que no simpatizan con el PRI, acelerando su desgaste.

Pero, aunque las reglas no escritas del poder oaxaqueño eran las mismas desde hace décadas, la sociedad no lo es. Más de 30 años de luchas de resistencia, conquistas legales, autodefensa y obtención de gobiernos locales han formado un tejido asociativo que ha transformado las relaciones entre la administración pública y la sociedad civil en el estado. De manera que, lejos de provocar la desmovilización social con el uso de la fuerza, la criminalización de la disidencia ha provocado una explosión de descontento popular.

La protesta en Oaxaca comenzó como expresión de la lucha del magisterio de la entidad por un aumento salarial por la vía de la rezonificación por vida cara.
La protesta se radicalizó ante la cerrazón de las autoridades estatales. En lugar de sentarse a negociar, el gobernador mandó a sus policías a desalojar por la fuerza a los mentores acampados en el centro de la ciudad de Oaxaca. La represión salvaje el 14 de junio radicalizó a los maestros que, a partir de entonces, exigieron la destitución del gobernador de la entidad.

El reclamo de los maestros encontró rápidamente eco en una amplísima parte de la sociedad oaxaqueña que se sumó a él. Agraviados tanto por el fraude electoral como por la violencia gubernamental en contra de multitud de organizaciones comunitarias y regionales, centenares de miles de oaxaqueños tomaron las calles y decenas de ayuntamientos. Junto al magisterio, cerca de 350 organizaciones, comunidades indígenas, sindicatos y asociaciones civiles constituyeron la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca (APPO).

La sociedad oaxaqueña está altamente organizada en agrupaciones etnopolíticas, comunitarias, agrarias, de productores, civiles, sindicales, de defensa ambiental y de inmigrantes. Ha construido sólidas redes trasnacionales permanentes. Ese denso tejido asociativo, forjado en más de tres décadas de lucha y con una fuerte vocación autónoma, rompió masivamente con el control del PRI y los mediadores políticos tradicionales. Los métodos tradicionales de dominio gubernamental, basados en una combinación de cooptación, negociación, división, manipulación de demandas y represión, se agotaron. El modelo saltó por los cielos hecho pedazos. La guerra sucia contra los opositores se convirtió en el último recurso de una clase política arrinconada para recuperar la cadena de mando-obediencia.

Hay luchas sociales que anticipan conflictos de mayor envergadura. Son una señal de alarma que alerta sobre graves problemas políticos sin solución en un país. La movilización magisterial-popular que desde el 22 de mayo sacude Oaxaca es una expresión de este tipo de protestas. Ha puesto al descubierto el agotamiento de un modelo de mando, la crisis de relación existente entre la clase política y la sociedad, y la vía que el descontento popular puede seguir en un futuro próximo en todo el país.

En Oaxaca la desobediencia civil está muy cerca de convertirse en un levantamiento popular que, lejos de desgastarse, crece y se radicaliza día con día. El movimiento ha dejado de ser una lucha tradicional de protesta y ha comenzado a transformarse en el embrión de un gobierno alternativo. Las instituciones gubernamentales locales son cada vez más cascarones vacíos carentes autoridad, mientras las asambleas populares se convierten en instancias de las que emana un nuevo mandato político.


Luis Hernández Navarro es director de opinión de La Jornada y fue asesor de los zapatistas en los Acuerdos de San Andrés.


Fuente: Luis Hernández Navarro