“De tanto vivir frente del cementerio

no me asusta la muerte

ni su misterio” (Alfredo Zitarrrosa) 

Matar se puede hacer de muchas maneras y no todas provocan la misma repulsa. Se puede matar con camisa parda y al paso de la oca, selectiva o masivamente, como han hecho sucesivamente las hordas nazis u otras igualmente dañinas bajo la impronta del patriotismo redentor. Pero igualmente se puede matar de civil, con traje y corbata, desde la legalidad de un despacho y con la impunidad que da estar en el gobierno salido de las urnas. También esta es una modalidad de destrucción conocida a lo largo de la historia.

Matar se puede hacer de muchas maneras y no todas provocan la misma repulsa. Se puede matar con camisa parda y al paso de la oca, selectiva o masivamente, como han hecho sucesivamente las hordas nazis u otras igualmente dañinas bajo la impronta del patriotismo redentor. Pero igualmente se puede matar de civil, con traje y corbata, desde la legalidad de un despacho y con la impunidad que da estar en el gobierno salido de las urnas. También esta es una modalidad de destrucción conocida a lo largo de la historia. Pero la globalización ha puesto de actualidad una nueva y más mortífera manera de liquidar a los seres humanos superfluos, a escala planetaria, ante la resignación de muchos y con la complicidad inerme de los más. Esta fórmula es la que ahora mismo están aplicando los gobiernos de la órbita occidental con sus falaces “políticas de austeridad”, cuyo trágico balance es miseria, paro, suicidio, degradación, exclusión, desamparo, hambruna, enfermedad y condena a muerte lenta para millones de personas.

Entre unas y otras formas de exterminio hay diferencias pero al mismo tiempo una traza común: la banalidad del mal. La misma sicología que describió Hannah Arendt en los criminales del III Reich más odiosos, aquellos que asumían su papel de siniestros verdugos con la misma simpleza con que un buen burócrata realiza su planilla para la empresa donde trabaja, se encuentra en el perfil de los genocidas que por mandato de la Troika (FMI;CE,BCE) instrumentalizan los ajustes y recortes. Y es precisamente esa rutina de tendero lo que desarma a muchas de sus víctimas, acostumbradas por la experiencia histórica a intuir en las disciplina cuartelera, los correajes, la fanfarria militar y la parafernalia guerrera a los asesinos emprendedores.

Craso error, la mística cambia pero la lógica que encubre las degollinas permanece. Hoy, en pleno siglo XXI y con un formato teórico de democracia representativa, los matarifes que ejecutarán a nuestros vecinos, familiares y amigos se sientan junto a nosotros, los vemos todos los días en la televisión y hasta los saludamos por las calles comprando el periódico o tomando el vermú. La banalidad del mal impregna más que nunca sus trayectorias. Los anónimos “mengeles” de antaño son aquí y ahora esos políticos que afirman sin doblez que no hay alternativa al horror económico, los sindicalistas que piden otro voto de confianza para ver si escampa, pero sobre todo, lo que constituye la verdadera SS del sistema, aquella organización que hace del holocausto un mero ejercicio administrativo de obediencia debida, son esa tropa de expertos, intelectuales, periodistas, sabios, académicos y profesores que ofertan su conocimiento para demostrar con datos, cifras, teorías, estadísticas y juicios de valor la necesidad del sacrificio masivo de los de abajo por el bien de la humanidad.

Si no existieran esos escribas del sistema que justifican lo injustificable con cuentos y mentiras de cátedra, esa corte de asesinos de fin de semana, el poder tendría que bajarse al ruedo, manchándose las manos de sangre y dejando en evidencia su innata criminalidad. La banalidad del mal, hoy como ayer, permite por el contrario que el genocidio avance sin que despierte el rechazo masivo necesario para hacer fracasar su tétrica cacería humana. Durante el nazismo y el stalinismo, medio mundo en el exterior y gran parte de su población miraban para otro lado cuando los campos de exterminio y el gulag eran una insoportable realidad.

Ya no basta con decir “preferiría no hacerlo”. Ni refugiarse en el exilio interior. Ni avergonzarse por reaccionar tarde y mal, cuando la medicina que ahora nos quieren aplicar es la misma cicuta que durante decenas de años han aplicado ante nuestros ojos en el tercer mundo. Desenmascarar el protagonismo de la banalidad del mal, hoy en manos de esas clases subalternas del poder que atribuyen propiedades milagrosas a la eutanasia de las pensiones o el harakiri de los jóvenes, es una necesidad vital para frenar la solución final en marcha. Un imperativo ético insoslayable. El dilema es dignidad o extremaunción.

Rafael Cid


Fuente: Rafael Cid