La caída del dictador Mubarak como resultado de la movilización popular es un motivo de alegría para toda persona con sensibilidad democrática. Pero esta misma sensibilidad democrática debiera concienciarnos de que la versión de lo ocurrido que ha aparecido en los medios de información de mayor difusión internacional (desde Al Yazira a The New York Times y CNN) es incompleta o sesgada, pues responde a los intereses que los financian.

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Así, la imagen general promovida por aquellos medios es que tal evento se debe a la movilización de los jóvenes, predominantemente estudiantes y profesionales de las clases medias, que han utilizado muy exitosamente las nuevas técnicas de comunicación (Facebook y Twitter, entre otros) para organizarse y liderar tal proceso, iniciado, por cierto, por la indignación popular en contra de la muerte en prisión, consecuencia de las torturas sufridas, de uno de estos jóvenes.

Así, la imagen general promovida por aquellos medios es que tal evento se debe a la movilización de los jóvenes, predominantemente estudiantes y profesionales de las clases medias, que han utilizado muy exitosamente las nuevas técnicas de comunicación (Facebook y Twitter, entre otros) para organizarse y liderar tal proceso, iniciado, por cierto, por la indignación popular en contra de la muerte en prisión, consecuencia de las torturas sufridas, de uno de estos jóvenes.

Esta explicación es enormemente incompleta. En realidad, la supuesta revolución no se inició hace tres semanas y no fue iniciada por estudiantes y jóvenes profesionales. El pasado reciente de Egipto se caracteriza por luchas obreras brutalmente reprimidas que se han incrementado estos últimos años. Según el Egypt’s Center of Economic and Labor Studies, sólo en 2009 existieron 478 huelgas claramente políticas, no autorizadas, que causaron el despido de 126.000 trabajadores, 58 de los cuales se suicidaron. Como también ocurrió en España durante la dictadura, la resistencia obrera democrática se infiltró en los sindicatos oficiales (cuyos dirigentes eran nombrados por el partido gobernante, que sorprendentemente había sido aceptado en el seno de la Internacional Socialista), jugando un papel clave en aquellas movilizaciones. Miles y miles de trabajadores dejaron de trabajar, incluidos los de la poderosa industria del armamento, propiedad del Ejército. Se añadieron también los trabajadores del Canal de Suez (6.000 trabajadores) y, por fin, los empleados de la Administración pública, incluyendo médicos y enfermeras (que desfilaron con sus uniformes blancos) y los abogados del Estado (que desfilaron con sus togas negras). Uno de los sectores que tuvo mayor impacto en la movilización fue el de los trabajadores de comunicaciones y correos, y del transporte público.

Los centros industriales de Asyut y Sohag, centros de la industria farmacéutica, energía y gas, también dejaron de trabajar. Las empresas en Sharm El-Sheikh, El-Mahalla Al Kubra, Dumyat y Damanhour, centros de la industria textil, muebles y madera y alimentación también pararon su producción. El punto álgido de la movilización obrera fue cuando la dirección clandestina del movimiento obrero convocó una huelga general.
Los medios de información internacionales se centraron en lo que ocurría en la plaza Tahrir de El Cairo, ignorando que tal concentración era la cúspide de un témpano esparcido por todo el país y centrado en los lugares de trabajo –claves para la continuación de la actividad económica– y en las calles de las mayores ciudades de Egipto.
El Ejército, que era, y es, el Ejército de Mubarak, no las tenía todas consigo. En realidad, además de la paralización de la economía, tenían temor a una rebelión interna, pues la mayoría de soldados procedían de familias muy pobres de barrios obreros cuyos vecinos estaban en la calle. Mandos intermedios del Ejército simpatizaban también con la movilización popular, y la cúpula del Ejército (próxima a Mubarak) sintió la necesidad de separarse de él para salvarse a ellos mismos. Es más, la Administración Obama, que al principio había estado en contra de la dimisión de Mubarak, cambió y presionó para que este se fuera. El Gobierno federal ha
subvencionado con una cantidad de 1.300 millones de dólares al año al Ejército de aquel país y este no podía desoír lo que el secretario de Defensa de EEUU, Robert Gates, estaba exigiendo. De ahí que el director de la CIA anunciase que Mubarak dimitiría y, aunque se retrasó
unas horas, Mubarak dimitió.

Ni que decir tiene que los jóvenes profesionales que hicieron uso de las nuevas técnicas de comunicación (sólo un 22% de la población tiene acceso a internet) jugaron un papel importante, pero es un error presentar aquellas movilizaciones como consecuencia de un determinismo tecnológico que considera la utilización de tecnología como el factor determinante. En realidad, la desaparición de dictaduras en un periodo de tiempo relativamente corto, como resultado de las movilizaciones populares, ha ocurrido constantemente. Irán (con la caída del sha), el Muro de Berlín, la caída de las dictaduras del Este de Europa, entre otros casos, han caído, una detrás de otra, por movilizaciones populares sin que existiera internet. Y lo mismo ocurrió en Túnez, donde, por cierto, la resistencia de la clase trabajadora también jugó un papel fundamental en la caída del dictador, cuyo partido fue
también sorprendentemente admitido en la Internacional Socialista.

El futuro, sin embargo, comienza ahora. Es improbable que el Ejército permita una transición democrática. Permitirá establecer un sistema multipartidista, muy limitado y supervisado por el Ejército, para el cual el enemigo número uno no es el fundamentalismo islámico (aunque así lo presenta, a fin de conseguir el apoyo del Gobierno federal de EEUU y de la Unión Europea), sino la clase trabajadora y las izquierdas, que son las únicas que eliminarían sus privilegios. No olvidemos que las clases dominantes de Irán, Irak y Afganistán apoyaron el radicalismo musulmán (con el apoyo del Gobierno federal de EEUU y de Arabia Saudí) como una manera de parar a las izquierdas. Una de las primeras medidas que ha tomado la Junta Militar ha sido prohibir las huelgas y las
reuniones de los sindicalistas. Sin embargo, esta movilización obrera apenas apareció en los mayores medios de información.

Vicenç Navarro es Catedrático de Políticas Públicas de la Universitat Pompeu Fabra y profesor de Public Policy
en The Johns Hopkins University

Ilustración de Mikel Jaso