Artículo de opinión de Antonio Pérez Collado
Apenas han transcurrido unas semanas desde las últimas elecciones (generales, europeas, municipales y mayoría de autonómicas) y ya hemos vuelto a donde estábamos: a la vieja política, a los pactos con quien sea en tal de tocar poder, a la decepción de la mayoría de quienes creían que esta vez lo del cambio iba en serio, a los telediarios donde la noticia estrella es que hace calor, etc.
Apenas han transcurrido unas semanas desde las últimas elecciones (generales, europeas, municipales y mayoría de autonómicas) y ya hemos vuelto a donde estábamos: a la vieja política, a los pactos con quien sea en tal de tocar poder, a la decepción de la mayoría de quienes creían que esta vez lo del cambio iba en serio, a los telediarios donde la noticia estrella es que hace calor, etc.
Pero el Estado, la maquinaria que recauda, vigila, reprime e imparte su justicia sigue funcionando. Los ricos duermen tranquilos en sus mansiones y yates, sabiendo que sus intereses están protegidos y que sus beneficios seguirán subiendo: sin gobierno o con gobierno; incluso con un cada vez más improbable gobierno de progreso.
Claro, que llamar progresista a un gobierno donde la voz cantante acabaría llevándola el PSOE no deja de ser un ejercicio desmesurado de optimismo. Un partido que, pese a su S y su O, ha sido artífice de “avances” como la OTAN, el GAL, la mayor ola de privatizaciones y cierres de sectores productivos, la ley Corcuera, la no menos lesiva de Boyer, la reforma laboral y la de las pensiones, la fallida e inocua ley de Memoria Histórica, etc.
Porque un triunfo de Unidas Podemos no se lo creían ni los más incondicionales de Iglesias y Garzón. Aunque después de pasarse años diciendo que el PSOE era de la casta (lo que no deja de ser cierto) y de gritar en las manifas aquello de “PP y PSOE la misma…” no parecía muy aconsejable rebajar las expectativas de cambio anunciando, ya durante la campaña, que el objetivo era portar algunas de las carteras ministeriales del futuro gobierno presidido por Pedro Sánchez.
Mucho nos tememos que el electorado se acerca a una nueva legislatura perdida, a otros cuatro años de desengaños pasajeros que, indefectiblemente, se olvidan y superan meses antes de que empiece la nueva campaña electoral. Y es que, entonces sí, será la ocasión definitiva para elegir un gobierno verdaderamente progresista. Ello a pesar de que los partidos con opciones de ganar sean los mismos que llevan décadas defraudando al paciente y generoso votante.
Este es el sistema parlamentario y así funciona la democracia representativa. Nada que objetar mientras sea la opción preferida por la gran mayoría -silenciosa o susurrante– del vapuleado pueblo. Bueno, una cosa sí que se debería alegar. Me refiero, cómo no, al derecho a no participar en ese juego con final conocido que nos asiste a las personas que, libre y democráticamente (faltaría más) decidimos no votar… al menos mientras las cartas estén tan marcadas como en las últimas partidas electorales.
Porque de un tiempo a esta parte parece que se ha perdido cualquier atisbo de sensatez y reflexión en aras a conseguir apoyos para las candidaturas presuntamente de izquierdas, pasando sus adeptos y simpatizantes de defender el programa de gobierno de tales candidaturas (como sería lo lógico) a atacar a cualquiera que ponga en duda la bondad y firmeza de tales propuestas. Más que buscar votos de indecisos o votantes de los partidos contrarios, lo que se hace es culpar de todos los males y fracasos a quienes por ideas, cabreo o cansancio han decidido no acudir a estas urnas que nos ponen cuando el poder lo decide.
Que lo hagan los políticos al uso se podría entender, puesto que en campaña electoral dicen que todo vale, pero que militantes que se reclaman (y no seré yo quien les niegue el derecho a hacerlo) del movimiento libertario estén asumiendo la misma práctica requiere mayor esfuerzo de comprensión. Evaporado rápidamente el argumento de que esta vez había que votar porque se presentaba una ocasión real de cambios profundos, lo inmediato ha sido agarrarse al clavo ardiendo del mal menor; el mal mayor parece que era un gobierno del PP y alrededores.
Evidentemente la ecuación no podía ser más clara y elemental: mejor un gobierno del PSOE (aunque habrá que presionarle para que no actúe como tal) que un ejecutivo secuestrado por el “trifachito”. Y, lógicamente, si tú -que vas de pogre o incluso de anarquista- no haces lo que está a tu alcance (votar a los buenos) estás poniendo el destino colectivo en manos de la hiena fascista (más o menos).
Y como tú, que igual llevas treinta o cuarenta años sufriendo las dejaciones o traiciones de estos partidos reformistas, podrías dar mil argumentos para razonar tu posición abstencionista (activa o testimonial) nada mejor que aplicar el plan B. En esta segunda andanada lo fundamental es hacerte ver lo poco que la sociedad ha mejorado con tus añejas teorías ácratas y la nula influencia que el anarquismo tienen en nuestros tiempos. Además, te recuerdan que los cenetistas votaron y tuvieron ministros en el 1936, y que hasta Bakunin se apuntó a defender algún cambio de viejas monarquías por nuevas repúblicas. Es de suponer que el contexto y las condiciones eran diferentes a las de hoy, pero el objetivo es que veas lo perdido y caduco que estás con tus cuatro consignas y dos libros de hace un siglo.
Con ese presente tan negro y con una interpretación tan interesada de la historia, pareciera ineludible que los restos del movimiento libertario pongamos manos a la obra de cambiar el mundo, aunque sean cambios parciales, y el sistema injusto, explotador y represor salga reforzado y más legitimado. Nos dicen que hay que hacer este camino, aunque sea cogiéndonos del brazo de las fuerzas políticas que si algo han cambiado con sus leyes ha sido porque la calle ya lo había conquistado con su lucha.
Las ideas libertarias tienen que seguir renovándose y contagiando a la sociedad. Sin pausa, pero sin prisa. Ante el fracaso de todas las ideologías autoritarias, el anarquismo sigue siendo una opción válida para lucha y la organización. Puede parecer difícil, casi imposible; por eso es una Utopía. Un proyecto que se puede realizar… o por lo menos soñar.
Con todas sus limitaciones y errores, creo que no debemos cambiar el sueño de la anarquía por la pesadilla que representa el modelo dominante.
Antonio Pérez Collado
Fuente: Antonio Pérez Collado