O hijos del desencanto. Porque la etapa histórica que va desde la muerte de Franco en 1975 hasta el autogolpe de Estado de 1981 llevó a una nueva era social marcada por la pérdida de valor de algo tan vital como es el compromiso por asegurar una sociedad mejor.
Aquellos que nacimos en plena transición somos, en definitiva, hijos de una generación desencantada. Los jóvenes trabajadores, nuestros padres, que vivieron la muerte de Franco como una liberación que despejaba el horizonte para construir una nueva sociedad se toparon con las consecuencias de la operación política de alto calado que engañó y traicionó a muchos luchadores.
Las ilusiones, sus energías, su enfrentamiento muchas veces físico a la represión, los arrestos, los días o años de cárcel, la dedicación ferviente a la causa, el sacrificio en pos del Partido, la Idea, la Revolución o el Sindicato sólo se vieron recompensados con el establecimiento de una democracia burguesa profundamente cercenada por una oligarquía franquista que jamás ha abandonado el poder y por una nueva clase política de exluchadores antifranquistas instalados y, en ocasiones, adiestrados o comprados para servir al capitalismo proyanqui… Sólo insignificantes matices diferencian a los dos partidos y a los dos sindicatos que detentan hoy las riendas del poder.
Ésta es la principal causa que explica el desierto que asoló la opción anticapitalista entre los años 80 y el inicio del nuevo milenio. El engaño, las manipulaciones, el vaciado de contenido del discurso obrero han marcado la generación de nuestros progenitores. En el mejor de los casos han continuado siendo críticos con el devenir político y social pero se han alejado para siempre de la lucha organizada y, lo que es peor, son escépticos respecto a la importancia de comprometerse. Otros han caído en un reformismo resabiado y perverso que lo que transmite a su prole es que todo es relativo excepto el bienestar individual, nada se puede hacer para cambiar las cosas y no merece la pena “pringarse” salvo para recoger las migajas que ofrecen los que mandan.
Lozano y Castañeira retratan muy acertadamente a la generación hija de la transición : “Viven generacionalmente en la ardiente oscuridad” y se preguntan “¿Cuál es el sueño actual de los hijos de la transición ?” a lo que responden con “No disponen de un horizonte generacional compartido”.
Sin embargo, descritos los síntomas y aun señalando el peligro de que la inexistencia de un sueño suponga “la entrada en la senda de la decadencia”, ambos autores soslayan esbozar las causas de la enfermedad y cómo remediarla.
Porque remontarse a la Transición y hacer patentes los males que entrañó entre la clase trabajadora supone, hoy por hoy, un ejercicio imprescindible pero profundamente complicado por ese telón de silencio impuesto desde el poder y recogido por los sectores reformistas y domesticados en la máxima de que más valía perdonar, callar y amnistiar que pelear, no se fuera a perder lo poquito conseguido.
Miedo y traición han sembrado lo que hoy somos en gran medida : acérrimos individualistas, sin perspectivas de futuro colectivo, atrapados muchas veces en una infancia anhelada que encierra sueños ingenuos pero mezquinos, de ésos que no tratan de responsabilidad, ni de revolución, ni de emancipación. Nos impusieron un modelo político nefasto y nos dijeron que eso era lo máximo a lo que debíamos aspirar. Recuperar la capacidad de respuesta y la ilusión pasa necesariamente por analizar aquella “modélica transición” e identificarnos con los sueños de nuestros abuelos, los mismos sueños que guiaron a sus hijos pero que no fueron capaces de cumplir.
Libertad Montesinos, Equipo Comunicación CGT-PV
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