Artículo publicado en Rojo y Negro nº 387 de marzo
Cuenta la leyenda que, a las afueras de las murallas atenienses, se orquestó una ceremonia solemne en la que se ofrecía un ciervo como sacrificio a los dioses. Gran sorpresa se llevaron los asistentes a la ofrenda cuando un perro blanco de gran tamaño, ni corto ni perezoso, tomó el sacrificio entre sus fauces y huyó del lugar. El evento se interpretó como una señal divina, y se tomó la decisión de erigir un templo en honor a Heracles. Al monte donde ocurrieron los hechos se le llamó el cinosargo, que vendría a significar “montaña del perro blanco”, y años después este lugar, que haría las veces de gimnasio público, albergó a un grupo muy peculiar de filósofos que terminarían recibiendo el nombre de cínicos, similares a perros.
Detrás de la vida y obra de los cínicos se erige un gran número de incógnitas, pues es relativamente poco lo que sabemos de su filosofía. La mayoría de sus escritos no resistieron el paso del tiempo, y en los pocos relatos que dan noticia de ellos hay una clara presencia de elementos fantásticos. Se dice, por ejemplo, que Crates murió estrangulándose a sí mismo, o que Diógenes encontró la muerte por aguantar la respiración; como estas, hay otras muchas anécdotas que cubren a la filosofía cínica de un aire fantástico que los hace ver como personajes de cómic o novela de ciencia ficción.
Me encantaría poder contar a ustedes todas aquellas historias que se tienen de los cínicos, de ahí interpretarlas para presentar una suerte de tratado cínico para el hombre del siglo XXI que prometa soluciones a todos nuestros problemas, pero sé que eso haría que esos llamados perros me arrojaran cosas e hicieran gestos obscenos. Al cínico no le interesan las diatribas y la charlatanería, él quiere demostrar que las verdades profundas de la vida se pueden enseñar sin tanta palabra, con gestos simples cargados de profundos significados.
Quiero que nos pongamos más bien en situación: que intentemos pensarnos como atenienses de a pie que un día se encuentran con uno de estos extraños personajes en la calle. Llevan pescados atados a los pies y, lo que es peor, cargan consigo pocas pertenencias: un bastón, ocasionalmente un cuenco y tan sólo una manta para cubrirse; a veces nada. Tienen fama de revoltosos y rehuyen del reconocimiento y las buenas costumbres. Se reúnen en un lugar que queda fuera de las murallas de la ciudad y le hablan a los no ciudadanos, a los relegados, sobre libertad.
Se dice por las calles que uno de esos filósofos-perros se encontró con el hombre más poderoso del mundo, el magno Alejandro, y ante la oferta del gobernante de pedirle lo que quisiera, el sabio le pidió lo que verdaderamente quería: que se apartara, pues le estaba tapando el sol. Su modo de pensar y actuar es extraño, ningún ser en sus cabales haría lo que Diógenes hizo. ¿Quién podría rechazar una oferta tan tentadora? Todo lo que el poder y el dinero pueden conseguir en la palma de sus manos, pero decide abandonarlo.
Ellos llevan a la práctica sus enseñanzas: creen que una vida virtuosa sólo es aquella en la que reine la autosuficiencia; una vida no necesariamente fácil, pero que vale la pena ser vivida. En una comunidad donde el dinero y el estatus social lo son todo, este grupo de hombres quieren demostrar que ninguno de los dos son la fuente de la verdadera felicidad.
Hoy en día, estamos acostumbrados a asociar los bienes materiales con la felicidad. Nos han hecho creer que el éxito, el reconocimiento, así como una vida llena de comodidades son requisitos indispensables para lograr alcanzar ese estado casi místico, casi perfecto, que creemos consiste en ser felices. Pero, nos dirán los cínicos, la posesión de bienes o influencia trae consigo grilletes. Quien posee se vuelve esclavo de lo que tiene: debe ocuparse de sus pertenencias, cuidarlas y mantenerlas; mientras que aquél que posee fama y reconocimiento se vuelve esclavo de su reputación, pues debe tener precaución de no perderla. Tanto el adinerado como el famoso están atados a unas normas que le son impuestas. Ni hablar del poderoso, que debe siempre cuidar sus espaldas.
El cinismo aboga por la imposición de reglas propias deslindadas del statu quo, de aquellas convenciones que fijan lo que está bien o mal, pues muchas veces lo que dichas convenciones ofrecen no son más que ilusiones que nos llevan hacia una vida vacía de nosotros mismos. Se debe volver la vista entonces a nuestro estado más natural y aprender de él para guiar nuestros pasos. Decía antes que para el cínico la fuente de felicidad debe venir de la autosuficiencia, y ese estado se alcanza mediante un proceso emancipatorio que se da en tres momentos: el primero, consiste en la renuncia tanto de los tan amados bienes materiales como de la reputación o el poder: es la eleuteria; el segundo es la búsqueda por la autosuficiencia, es valernos de nuestros propios medios para subsistir: lo que se llamó autarquía; y, finalmente, se busca tener la capacidad de expresarse sin tapujos, sin mentiras, sin filtros: la parresía. Eleuteria, autarquía y parresía. Despojo de lo superfluo, suficiencia propia y expresión abierta, he ahí los constitutivos del proceso de liberación cínica, manifiestos, sin tanta palabra, con gestos simples, así: cuando un ministro del emperador vio comiendo lentejas a Diógenes, aquél le dijo a este: “si aprendieras a adular al emperador, no tendrías que comer tantas lentejas”; a lo que el cínico liberado respondió: “y si aprendieras a comer lentejas, no tendrías que adular al emperador”. La lógica del poder se desestructura.
El camino del cínico es espinoso, y hace difícil entender qué tiene que ver su libertad con la felicidad. Nuestra sociedad nos tiene tan acostumbrados al consumo y a los bienes materiales, que nos parece impensable hallar bien y valor algunos en una vida no de opulencia sino de prudencia, una vida libre. Pero la crisis de nuestras sociedades capitalistas le están dando la razón a estos llamados filósofos perros. Muchos siglos después de la Grecia antigua, donde vivían estos pensadores tan peculiares, sigue habiendo una profunda carencia en ese estilo de vida centrado en la búsqueda de poder, fama y riqueza. Lo dramático del asunto es que hoy en día ese estilo de vida se ha estirado tanto que amenaza la misma supervivencia de nuestro planeta. Y no es sólo el mundo el que sangra, también son nuestros hermanos, los relegados, los no ciudadanos quienes deben huir de sus hogares a causa de guerras impulsadas por motivos económicos. El cinismo nos demuestra que no hay virtud en una vida opulenta llena de excesos, y la crisis de nuestras sociedades modernas les está dando, más que nunca, la razón.
David Higuera Flechas
Investigador en Filosofía Fundamental
Fuente: Rojo y Negro