Artículo de opinión de Rafael Cid publicado el 23 de enero de 2022
Técnicamente lo que plantea Vladimir Putin es un viejo conocido. Se llama Lebensraum, el término germanófilo con que se acuñó la teoría imperialista del <<espacio vital>>. O sea, la ampliación de las fronteras de un país por la fuerza acosta de la soberanía y la territorialidad de su vecino adosado. Eso en resumidas cuentas, y sin adornos ideológicos, es la fórmula utilizada por el presidente ruso para exigir que su vecina Ucrania cambie de estatus a uno más grato a los intereses del Kremlin. Lo que significa revertir lo acordado en 1994 en el Memorándum de Bucarest, tratado por el que aquella URSS en retirada admitía la independencia de Ucrania a cambio de que Kiev retornara a Moscú su arsenal nuclear. Cesión que se vio facilitada por el rechazo antinuclear que produjo el accidente en la central Vladimir Illích Lenin de Chernóbil en abril de 1986.
Lo firmado en aquel momento suponía que la ex república soviética entregaba a Rusia un arsenal de 5.000 cabezas nucleares y 220 plataformas lanzadoras, junto a 176 misiles balísticos intercontinentales y 44 aviones bombarderos con capacidad nuclear. La contraparte del acuerdo, que fue refrendado por los gobiernos de Estados Unidos y Reino Unido y posteriormente secundado por China y Francia, garantizaba a futuros la soberanía y la integridad territorial de Ucrania. De ahí que las actuales exigencias de Putin tendentes a “satelizar” a Ucrania representen de facto una ruptura unilateral y flagrante de aquel pacto. Además, la amenaza de intervención se produce después de que en 2014 Moscú apoyara la rebelión secesionista de la región del Dombás, se anexionara ilegalmente Crimea y que un misil ruso Buck, disparado desde las posiciones de las autoproclamadas Repúblicas Populares de Donetsk y Lugansk, abatiera un avión comercial MH17 que hacía la ruta Ámsterdam Kuala Lumpur con 298 personas a bordo.
La nueva doctrina de seguridad que exhibe la diplomacia rusa es una reedición de la que en los años treinta del siglo pasado utilizó la Alemania nazi para crear un cordón sanitario allende sus dominios reconocidos. Para cual necesitó burlar las condiciones impuestas en el Tratado de Versalles como reparación por la responsabilidad germana en la ruptura de hostilidades que llevó a la Primera Guerra Mundial. La capitulación, considerada humillante por Berlín, incluía la estricta limitación de su potencial militar, aparte de distintas y dolorosas cesiones territoriales. Todo eso fue concienzudamente violado cuando Hitler alcanzó el poder y procedió al rearme de Renania en 1936, seguido dos años más tarde de la anexión de Austria (Anschauss) y Los Sudetes. La escalada del III Reich (el envío de efectivos y material bélico para apoyar a Franco en la guerra civil sirvió como campo de operaciones para su ejército en el exterior) se consumó sin que las democracias occidentales armaran un frente común de oposición a la avalancha nazi. En la Conferencia de Munich, celebrada el 30 de septiembre de 1938 bajo el liderazgo de Gran Bretaña, las potencias europeas se decantaron por aplicar la vía diplomática de <<esperar y ver>>. Aquella <<política de apaciguamiento>> terminó siendo un factor determinante para que el fortalecido régimen nazi planificara la Segunda Guerra Mundial. La unidad de destino del Lebensraum nazi-soviético se evidenció en el pacto secreto entre Hitler y Stalin que dio origen a la conflagración, con la invasión de Polonia por ambos ejércitos en septiembre de 1939 y la sucesiva ocupación mancomunada de los países bálticos hasta junio de 1941.
Ciertamente, la historia ni se detiene si tropieza. Ni la Rusia de Putin es la Alemania de Hitler, ni el contexto epocal es equivalente. Pero la experiencia pasada siempre deja huella si la desmemoria no confunde el entendimiento. Cuando Putin acaricia la idea de reunificar <<la Gran Rusia>> (el sueño euroasiático que predica su ideólogo favorito Alexandr Duguin) para superar la desintegración de la URSS (calificada por dirigente ruso como <<la mayor catástrofe geopolítica del siglo>>), nos situamos en la misma longitud de onda de la Lebensraum con que Hitler abanderó su proyecto para la Gran Alemania. Con algunos inquietantes hechos diferenciales. Si aún está por ver si de nuevo se impone la política de apaciguamiento sobre la base de la disparidad intereses de los países inmersos en el área de influencia del conflicto, ahora Putin tiene a su favor nuevas armas de disuasión masiva: la capacidad de desinformación de su impresionante arsenal mediático de última generación; la existencia de una quinta columna ideológica nostálgica del capitalismo de Estado soviético que da la espalda a la realidad de una Rusia volcada al neoliberalismo salvaje; y en muy importante medida la operatividad de los poderoso lobbies transversales prorrusos que manejan ingentes recursos estratégicos, donde el gas es la estrella. La petrolera Rosneft, controlada por el Estado ruso, fichó como presidente de su consejo de administración al ex canciller y antiguo secretario general del partido socialdemócrata alemán SPD Gerhard Schöder, en septiembre de 2017, cuatro después de la anexión de Crimea por Putin. Ya en 2005 el Kremlin le había puesto al frente de la Junta de accionistas de Nord Stream AG,3 consorcio para la construcción y operación del decisivo gasoducto Nord Stream, que tiene la llave del apagón energético a Europa.
Fuente: Rafael Cid