“Si no es a lo grande no merece la pena estar en esto”.
“Yo fui el único responsable, porque si hubiera tenido los santos cojones de arrimarme al toro, habría funcionado” (Luis Alfonso Garcés, novillero de éxito en Madrid en el año 1958 y retirado pocos años más tarde).
Ese mismo año (yo tenía cinco) y los siguientes, hasta que me hice jovencito, mi padre me llevaba a la Glorieta a ver torear a Antonio de Jesús, Diego Puerta, Paco Camino y a S. M. El Viti, en esa plaza aprendí a saber qué era el arte del toreo.
Ese mismo año (yo tenía cinco) y los siguientes, hasta que me hice jovencito, mi padre me llevaba a la Glorieta a ver torear a Antonio de Jesús, Diego Puerta, Paco Camino y a S. M. El Viti, en esa plaza aprendí a saber qué era el arte del toreo.
Mi padre es un aficionado de los pies a la cabeza, tanto que ahora con 87 años, no se pierde una sola corrida que transmitan por la televisión. Él me llevaba a la plaza sin pagar mi entrada, yo me metía entre sus piernas, mientras él giraba en torno a sí a la vez que le daba su entrada al portero de la plaza, yo salía corriendo en cuanto no veía piernas a mi alrededor a buscar la localidad repetida de la corrida anterior, luego llegaba mi padre se sentaba a mi lado y me iba diciendo las denominaciones de los pelajes de los toros, la forma de los pitones y de la cabeza, mucho antes de estudiármelo en el Cossío.
Mi padre no quería que fuera a la plaza sin enterarme que el mejor lidiador era El Viti, y que torear de verdad venerando al “respetable” era como había que hacerlo. Me instruía en cómo había que adelantar la pierna contraria a la de la dirección de embestida del toro, qué era la querencia, cómo se tapaba la salida del toro, y que las faenas grandes se hacen en los medios y, sobre todo, cómo se entraba a matar sin marrullerías.
Todo me parecía una fiesta inigualable, me llamaban la atención la amalgama de colores, luces, el olor a puro Farias, y el vocerío de los vendedores de refrescos y helados que nunca me compró, sería porque la crisis de entonces era aún más dura que la de ahora, y yo veía cómo pasaban de largo con sus cajas de madera de doble tapa y pintadas de blanco.
Entonces, yo no tenía cámara de fotos, ni estaba en el pensamiento de nadie de mi familia, pero lo recuerdo todo absolutamente enfocado y nítido como si lo estuviera viendo ahora mismo. La tarde de toros era grande, las boinas rojas de los acomodadores me llamaban muchísimo la atención, y el color de los trajes de luces eran imán puro para mis curiosos ojos.
La corrida de toros era la máxima expresión de arte que yo había visto hasta que estudié Bellas Artes en Sevilla, y conocí a Pepe Núñez en Salamanca, me relacioné con la gente del mundo del resto de las artes y todo dio un giro de 180 grados, y el toreo me pareció que había sido una cosa pasajera, algo relacionado con la infancia, pero nada más.
Pasaron los años y, ya profesor en Toro (Zamora), conocí a un Juan Carlos González Ferrero, que, aunque yo no quería al principio, me volvió a meter en ese mundo tan increíble, volví a las plazas de toros con él y cuando me fui a Coslada y San Fernando de Henares iba a la plaza sin compañía, hasta que un día en esta última localidad asistí a un espectáculo bochornoso.
Un novillo al que no podían devolver a los corrales, por que no había, estuvieron matándolo, mejor diría asesinándolo, durante más de media hora. El bicho no doblaba y fue acribillado por ¿toreros? inexpertos más de 50 veces entre pinchazos, descabellos, y cachetazos con la puntilla, nadie acertaba a darle el golpe de gracia, la gente reía y se mofaba de los ¿matadores? coreando a gritos las veces que hundían los aceros en la agujereada carne del animal.
El remate lo puso un subalterno que hundió la espada en el pobre toro por debajo del pecho, buscando el corazón del animal. No aguanté más, me levanté, les llamé asesinos y carniceros y me fui de la plaza, habían acabado con mi afición al toreo, se me cayeron todos los palos del sombrajo, y lo que yo creía que era EL ARTE se deshizo en mi interior como un helado puesto al sol de la Maestranza.
Cuando volví a Salamanca, en el 89, intenté reconciliarme con la parte de ARTE que tenía el toreo y que mi padre me había enseñado, fui alguna vez a alguna corrida en Ferias, hice fotos, por algunas de ellas me dieron premios cuyos trofeos regalé a mi progenitor, pero cada vez que mataban a un toro y, sobre todo si no lo hacían rápido, me entraban hasta náuseas.
Evidentemente no he vuelto más, no volveré, no merece la pena asistir a un espectáculo en el que el máximo protagonista, el toro, no se siente, no se ve, está pero como si no, es un medio, es un animal que sirve para intereses ajenos a su condición. Aquella aciaga tarde del año 88, en San Fernando de Henares empecé a pensar el animal, empecé a sentirlo, a admirarlo como cercano, como si fuera mío, como lo es mi gato, mi perro, aquella tarde comencé a sentir los aceros cortando mi propia carne.
¡Que se acabe esta fiesta atávica y salvaje!, que se acaben las matanzas públicas en Tordesillas, los toros “embolaos” y los encierros, así se acabará también el morbo de ver no sé cuántas miles de veces la cogida del infortunado Padilla, o la de El Yiyo, o la de Granero o la de Manolete…
No puedo vivir en el siglo XXI observando cómo una fiesta es sinónimo de muerte convertida en negocio y en espectáculo. Afortunadamente cada vez somos más los que nos damos cuenta de ello.
Padre, si lees estas líneas, no te arrepientas de lo que hiciste conmigo llevándome a la Glorieta cuando era un niño, aprendí muchas cosas muy valiosas, entre otras, que en la vida hay que arrimarse para lidiarla todos los días sin engañar a nadie y menos a ti que me la diste al alimón con mi madre.
Victorino García Calderón
Profesor del mirar y fotógrafo.
Fuente: Victorino García Calderón