Por LUIS MONTES MIEZA y FERNANDO SOLER GRANDE
La obsesión que muestra la derecha ideológica en nuestro país por calificar públicamente de asesinatos a la eutanasia y el suicidio asistido, o su insistencia en denominar eutanásico al genocidio nazi, no parecen responder a otra cosa que a una premeditada intención de ofuscar, obstaculizar y, finalmente, impedir el debate racional y sosegado sobre la eutanasia y el derecho ciudadano a una vida y una muerte dignas. Sería necesario admitir un enorme grado de estulticia entre sus filas para considerar como de buena fe ignorar que la voluntad demorir separa radicalmente la eutanasia y el suicidio asistido del asesinato o el genocidio.
Por LUIS MONTES MIEZA y FERNANDO SOLER GRANDE

La obsesión que muestra la derecha
ideológica en nuestro país por calificar
públicamente de asesinatos a
la eutanasia y el suicidio asistido, o su
insistencia en denominar eutanásico al
genocidio nazi, no parecen responder a
otra cosa que a una premeditada intención
de ofuscar, obstaculizar y, finalmente,
impedir el debate racional y sosegado
sobre la eutanasia y el derecho ciudadano
a una vida y una muerte dignas. Sería
necesario admitir un enorme grado de
estulticia entre sus filas para considerar
como de buena fe ignorar que la voluntad
demorir separa radicalmente la eutanasia
y el suicidio asistido del asesinato o
el genocidio.

Es ciertamente deprimente
para quienes gozamos aún de cierta capacidad
de raciocinio el modo en que el
vicesecretario de Comunicación y portavoz
del PP, González Pons, presentaba a
su parroquia el valiente pronunciamiento
del ministro Soria a favor del suicidio
asistido achacándole la intención de “liquidar
al personal con cargo a la Seguridad
Social”. Pensábamos inocentemente
que semejantes ocurrencias tabernarias
eran privativas de los sectoresmás cavernarios
de la sociedad. Oírlas en boca de
este conspicuo representante, que parecía
querer encarnar la cara amable y educada
del principal partido de la oposición,
nos hace albergar muy pocas esperanzas
de que el debate en que nos encontramos
pueda desarrollarse en términos
civilizados y de racionalidad.

Por nosotros no ha de quedar, sin embargo ;
seguimos dispuestos a aportar serenamente
a la opinión pública los argumentos
que, a nuestro juicio, sustentan
la pretensión de que nuestras leyes reconozcan
el derecho al suicidio asistido
—médicamente asistido— y la eutanasia
activa voluntaria (tales adjetivaciones
son precisas para evitar el interesado totum
revolutum terminológico que algunos
tienen interés en mantener).

En primer lugar, y para clarificar el
debate, digamos que tanto el suicidio
asistido como la eutanasia voluntaria
son acciones muy similares. Ambas consisten
en la muerte de una persona que
no desea seguir viviendo por razón de
una enfermedad terminal o por una situación
de sufrimiento intolerable, aun
no mortal a corto plazo. En ambos casos
existe la voluntad inequívoca y libremente
expresada de morir. La diferencia
reside en que en el suicidio asistido
la muerte es auto-administrada por
quien desea morir, con la ayuda de otra
persona, médico en el caso del suicidio
médicamente asistido, que le facilita los
fármacos o medios para producirse la
muerte. El término eutanasia se emplea
cuando, bajo las mismas condiciones, es
otra persona, sanitario o no, quien produce
directamente la muerte deseada.

El adjetivo “voluntaria” sirve para distinguirla
de la llamada eutanasia involuntaria
en la que alguien administra la muerte
a otro por razones altruistas pero sin
que exista la expresa voluntad de morir
por el interesado.

En nuestra opinión no tiene sentido
seguir hablando de eutanasia indirecta
ni de eutanasia por omisión o pasiva porque
sólo complican el debate y porque,
además, ambas conductas están ya despenalizadas
en el vigente Código Penal de
1995. Digamos de paso que, aunque algunos
se empeñen en presentar como especialmente
rechazable el homicidio eutanásico,
hasta asimilarlo al genocidio, el
Código Penal les desmiente al establecer
el carácter eutanásico de un homicidio,
como atenuante, sin duda en atención a
su carácter altruista.

Clarificados los conceptos, analizaremos
algunas contradicciones que se dan
en nuestro ordenamiento jurídico actual.
Es cierto que el Tribunal Constitucional
(STC 120/90, de 27 de junio) negó
la existencia de un derecho fundamental
al suicidio pero, dado que este pronunciamiento
se enmarcó en el ámbito de una
huelga de hambre penitenciaria, nada autoriza
a pensar que esta negativa sea extensible
al derecho de un paciente a terminar
con sus sufrimientos por símismo
o con la ayuda de terceros. Una cosa es el
suicidio como único medio para terminar
con un sufrimiento, intolerable a juicio
de quien lo experimenta y otra el suicidio
mediante una huelga de hambre
con el fin de extorsionar al Estado.

Desde luego esmuy difícil compatibilizar
coherentemente la negación del derecho
general al suicidio con el derecho
concreto del paciente a rechazar la aplicación
de un tratamiento, aun cuando
ello dé lugar a la muerte, derecho que
nos reconoce la Ley 41/2002, conocida
como Ley Básica de Autonomía del Paciente.
Es muy difícilmente comprensible
que se tenga el derecho a decidir la
propia muerte mediante la desconexión
por un tercero de un respirador (el caso
de Inmaculada Echevarría) y no se tenga
el de pedir que se le administre a uno un
fármaco letal al que tampoco se puede
acceder sin ayuda (como Ramón Sampedro).

Se podrán emplear cuantos tecnicismos
legales se quieran, pero los ciudadanos
de a pie no entendemos cómo es posible
que en iguales circunstancias de rechazo
de la vida, que ambos consideraban
como una condena, sólo uno tuviera
el derecho legal de conseguirlo. ¿Terminaremos
deseando estar atados a unamáquina
de soporte vital porque será la única
forma de poder decidir nuestro final ?

La desigualdad con que la actual legislación
trata a personas en lamisma situación
de rechazo vital se amplía en el Código
Penal que, en su artículo 143.4, penaliza
a quien “causare o cooperare activamente
con actos necesarios y directos a
la muerte de otro”. Esta delimitación de
los hechos punibles a actos necesarios y
directos ha despenalizado de hecho, como
hemos dicho, la eutanasia en sus modalidades
pasiva e indirecta, protegiendo
jurídicamente prácticas de buen hacer
médico como la limitación del esfuerzo
terapéutico o la sedación del paciente terminal
(la protección es, en todo caso,
muy relativa : aquí estamos los médicos
del Severo Ochoa como prueba) pero al
limitarse a los actos necesarios, deja fuera
del tipo penal el facilitar un veneno
letal a una persona que hubiera podido
conseguirlo sin ayuda, mientras que penaliza
a quien se lo facilita a un paciente
impedido para conseguirlo por sus medios,
como Ramón Sampedro. ¿Hay discriminación
más injusta e injustificable,
precisamente con el más indefenso ?

A nuestro juicio, estas disfunciones legales
se deben a que no se ha abordado
directamente el problema que late en el
fondo de esta cuestión trascendental.

Hay que definir de una vez por todas si el
derecho de autonomía personal significa
realmente la capacidad de decidir por
unomismo hasta dónde quiere o no quiere
llegar. O si se trata de un derecho
tutelado. Si, como ha dicho el ministro
Bernat Soria, sólo uno mismo —ni una
iglesia ni un partido político— puede decidir
sobre su cuerpo y ésta es la opinión
de su partido en el poder, el tema se
aproxima a su resolución : la ley debe reconocer
el derecho a poner fin a la propia
vida, por sí mismo o ayudado por
otros, cuando estime que lo que resta de
ella no merece ser vivida.

Quienes, legítimamente por supuesto,
se consideran a sí mismos como meros
administradores de la vida, no deben tener
temor a ser desalojados de ella contra
su voluntad. Para ellos, como para
nosotrosmismos, exigimos la real universalización
de los cuidados paliativos y de
la sedación terminal como un derecho
cívico que ayude a sobrellevar el final de
la vida, pero rechazamos, con igual firmeza,
la indecente utilización de los cuidados
paliativos como coartada para oponerse
a la eutanasia y suicidio asistido.

Ni los mejores cuidados paliativos, que
desde luego no son los que tenemos, podrán
impedir el ejercicio de nuestro derecho
a decidir, con absoluta autonomía, el
momento desde el cual nuestra vida no
es digna de ser vivida.

Para ese trascendental momento, esperamos
poder contar con la ayuda de
compañeros médicos que, protegidos
por la ley, no se pongan por ello en riesgo
de persecución.

Luis Montes Mieza y Fernando Soler Grande
son médicos del hospital Severo Ochoa de
Leganés.


Fuente: EL PAIS | Por LUIS MONTES MIEZA y FERNANDO SOLER GRANDE