"Derechos" y "Animales" son dos términos cuya presencia en una misma frase no es algo reciente. Ya Pitágoras, vegetariano por motivos éticos y que compraba animales en los mercados para dejarlos libres, entendió a los segundos como sujetos de los primeros. Pero Pitágoras no dictaba la ley, como tampoco lo hicieron Virgilio, Schopenhauer, Bentham o Regan.

Por eso, lo que se le ha negado a lo largo de la
historia a muchos seres humanos: el derecho a su vida o a su
libertad, formaba parte del mismo saco donde hoy arrojamos el dudoso
privilegio de explotar, torturar y matar animales.

Por eso, lo que se le ha negado a lo largo de la
historia a muchos seres humanos: el derecho a su vida o a su
libertad, formaba parte del mismo saco donde hoy arrojamos el dudoso
privilegio de explotar, torturar y matar animales. Conseguimos vaciar
de ese costal ignominioso – al menos lo hicimos legalmente – la
discriminación sangrienta de mujeres y hombres pero, expresando con
energía y hasta con orgullo el horror que ahora nos producen
aquellas atrocidades del pasado, nos alejamos de puntillas para no
tener que ofrecer explicaciones a nuestra conciencia, cuando dejamos
que permanezcan en su interior idénticas aberraciones cometidas con
víctimas no humanas.

Diez
de diciembre. En esa fecha se celebrará el Día Internacional por
los Derechos de los Animales. En las calles y plazas de numerosos
lugares del mundo se reunirán gentes de todas las edades y razas
para recordar que, en esos instantes, hay miles de millones de
criaturas conscientes de su propia existencia y capaces de sentir
convertidas en esclavas, condenadas a muerte, sin voz, sin esperanza,
sin ley que las ampare y sometidas a normas que legitiman su fatídico
destino. Pero la mayoría de las personas se quedará en sus casas,
indiferentes a una tragedia que, piensan, no les afectará jamás.
Sin embargo, entre ellos habrá muchos que compartirán condiciones
con seres humanos que en el pasado – y aún ahora – hubieron de
padecer sometimientos nacidos del mismo sistema que hoy explota y
mata a los animales: niños, mujeres, personas de raza negra, sin
recursos, con su salud mental afectada, refugiados… La falta de
memoria cuando ya nos creemos a salvo es el cultivo en el que habita
el germen de las injusticias presentes y futuras. Y creer que nuestro
sufrimiento es más inmerecido o espantoso que el de los animales,
denota una profunda ignorancia y nos equipara a los verdugos que no
escogen a sus víctimas según la especie, sino en función de la
legalidad vigente en ese momento.

Durante
esa misma jornada por los Derechos de los Animales en España morirán
165 seres vivos en festejos, 30 de ellos serán toros y vaquillas, se
cazarán 83.000 de diferentes especies, 366 perros y gatos se
abandonarán y 55 serán sacrificados, 1718 animales perecerán en
laboratorios de experimentación y vivisección, se acabará con la
vida de 2.115.000 en mataderos … La lista de actos de crueldad
legal es muy larga y la suma final de víctimas aterradora. Y todo
eso ocurrirá en un solo día y en nuestro País. Sumad los
resultados que obtendríamos en todos los lugares del Planeta,
multiplicad la cifra por 365, y el balance de criaturas torturadas y
asesinadas anualmente será un número prácticamente imposible de
leer. Pero detrás de cada una de las unidades que conforman ese
ingente guarismo existe un sufrimiento psíquico y físico real,
porque esas «unidades», concebidas como datos estadísticos
y desprovistas formalmente de su naturaleza de seres vivos, sienten y
padecen como nosotros lo haríamos en su lugar. Esa, es una realidad
que pasa desapercibida para la mayoría de las personas. La
educación, las costumbres, las leyes de mercado y sobre todo lo
cotidiano de la tragedia, han convertido a los hombres en actores y
espectadores inconmovibles.

Derechos,
pedimos. Y nuestras voces, quebradas por el dolor, afónicas de tanto
gritar, se hacen trizas una y otra vez al estrellarse contra los
intereses de los ambiciosos, el hedonismo de los egoístas y la
indiferencia de los políticos. Nos llegan a modo de respuesta sus
risas, su desprecio, su condescendencia o su silencio. Pero no el
reconocimiento del dolor y el miedo de las víctimas, porque hacerlo
significaría que habrían de asumir su papel como tales, y tener que
explicar por qué nuestra especie se arroga la potestad de
martirizarlas a su antojo. Es más sencillo y práctico otorgarles la
consideración de instrumentos a nuestro pleno servicio, evitando con
ello convertirlas en portadoras de derechos que derrumbarían un
gigantesco entramado económico construido con sus cadáveres y
cimentado sobre su sufrimiento. Las escasas excepciones a esa postura
no son normalmente producto de la ética sino consecuencia de un
cálculo de beneficios. De otro modo, si realmente nos moviese el
reconocimiento de su condición de seres poseedores de derechos
básicos que han de ser respetados, no estaríamos hablando de
salvedades sino de normas universales.

Veamos
un ejemplo: en España no está permitido, con excepción de las
perreras, acabar con la vida de gatos o de perros, tampoco se les
puede maltratar y hay reguladas, aunque apenas se vigila su
cumplimiento, disposiciones encaminadas a garantizarles un mínimo de
bienestar. ¿Esto es así porque nos cause repulsión la violencia
contra ellos y nos conmueva su padecimiento? No, esa es la forma pero
no el fondo, pues de otro modo idéntico principio se le aplicaría
por ejemplo a los cerdos o a los toros cuya capacidad sensorial no es
inferior a la de un perro. Lo que ocurre es que al igual que en el
caso de los astados han comprobado que la tauromaquia es el negocio
al que mejor se ajustan y en el caso de los cerdos la industria de la
alimentación, los canes generan muchos más beneficios como parte
del mercado de mascotas y claro, es una actividad en la que hay que
estimular la ternura del comprador ante el animal expuesto para la
venta. No sería compatible con su muerte legal como espectáculo o
deporte. Algo que sí se permite para el lobo, un animal tan parecido
al perro pero para el que sí cabe cada vez más la catalogación de
especie cinegética. ¿Ética? No. Conveniencia.

En
el rechazo moral y formal a la violencia no puede haber exclusiones,
como tampoco silencios complices frente a crímenes disfrazados cuyas
víctimas son idénticas padezcan y mueran bajo la designación que
lo hagan. Y héroe o delincuente, el ser humano es en todos los casos
responsable de una misma acción cobarde, pancista y profundamente
ruin.

A
estas alturas todos sabemos que la Declaración de los Derechos de
los Animales es un documento tan hermoso como inútil. Nos sirve para
saber qué es lo que debería de ser y nunca es. Nos vale para
recordar que la humanidad lava su conciencia con propósitos muy
loables mientras mancha sus manos con sangre ajena. Pero también
representa un objetivo posible y un ideario para permanecer en una
lucha en la que la rendición cuesta vidas. Desistir de ella es
claudicar ante los verdugos, es abandonar a los condenados que ningún
delito han cometido, es renunciar a nuestra dignidad como seres
humanos para transformarnos en criaturas despiadadas y destructivas.
Porque el silencio mata, y no sólo a aquellos a cuyo exterminio
asistimos impasibles, también a nosotros. Nos mata la sensibilidad,
el coraje, la decencia y la bondad. Y sin eso, ¿qué nos queda?

Diez
de diciembre. Día Internacional por los Derechos de los Animales. El
once no olvidemos que seguirán sufriendo y siendo asesinados. Su
defensa puede conmemorarse una jornada, pero su explotación y muerte
se produce todos, absolutamente todos los días del año.

Julio
Ortega Fraile, Delegado de LIBERA! en Pontevedra


Fuente: Julio Ortega Fraile