“Interior concede la medalla policial a la Virgen María Santísima del Amor y el presidente del Poder Judicial encabeza la delegación del Reino de España ante el Papa” (De la prensa).
La ofensiva inquisitorial de la Iglesia española (católica, apostólica y romana) contra el aborto libre ha recuperado al primer plano el carácter tridentino del régimen surgido de la Transición. El nacional-catolicismo militante no ha muerto, forma parte inseparable del legado franquista asumido por la monarquía constitucional. Aquel “atado y bien atado” de la soga dictatorial no solo se refería a colocar en la jefatura del Estado a un Rey designado por “el Caudillo” que a su vez blandiera el bastón de mando del Ejército.
La ofensiva inquisitorial de la Iglesia española (católica, apostólica y romana) contra el aborto libre ha recuperado al primer plano el carácter tridentino del régimen surgido de la Transición. El nacional-catolicismo militante no ha muerto, forma parte inseparable del legado franquista asumido por la monarquía constitucional. Aquel “atado y bien atado” de la soga dictatorial no solo se refería a colocar en la jefatura del Estado a un Rey designado por “el Caudillo” que a su vez blandiera el bastón de mando del Ejército. Con idéntica contumacia perseguía entronizar en el nuevo marco político el sesgo teocrático que animó la Cruzada del 18 de Julio. Aunque a menudo, por obvio, esto se olvida.
Topar con la Iglesia ha sido una de las tradiciones culturales de nuestra política. Por eso a la hora de plantear una mayor democratización social no basta con atender a los frentes ideológicos clásicos. Es preciso, además, encarar esos agentes retrógrados que históricamente han escoltado a la rancia derecha nacional para preservar los intereses de los poderosos. Antaño los cómplices eran el llamado “partido militar” y el “bando de las sotanas”. Hoy el primero está en un discreto segundo plano, aunque la fiera aún colea. Mientras, por el contrario, la curía ha logrado un plus de representatividad insólito en una democracia europea. Seguramente porque el podio que disfruta formó parte del gran apaño de la Transición entre los poderes fácticos y las cúpulas de la izquierda franquiciada (PSOE y PCE).
De ahí su influencia “urbi et orbi”, evidenciada en una pertinaz beligerancia pública contra todo lo que perciba como una amenaza (aborto libre, matrimonio homosexual, liberación femenina, etc.). En buena lid, debemos reconocerlo, ya que han sido las propias instituciones democráticas quienes han favorecido a la Iglesia con todo tipo de prebendas. Desde sufragar su extensa nómina de personal hasta subvencionar los centros educativos bajo su batuta, pasando por exenciones fiscales “gratis total” en aspectos como el Impuesto de Bienes Inmuebles (IBI), en una especie de protectorado económico-fiscal a la carta. Todo ello fruto del Concordato suscrito entre España y el Vaticano (la “Santa Sede”) que regula incluso “la asistencia religiosa en las Fuerzas Armadas”. Una especie de Estado dentro del Estado que la izquierda en el poder ensalza y fomenta cuando sus ministros juran y prometen el cargo delante de una biblia y un crucifijo. En esas condiciones, parece claro que cualquier cambio político en profundidad exige reubicar a la jerarquía católica en la estricta intimidad de su fe y lo más lejos posible del BOE.
Eso significa quebrar el trágala consensual que va del “atado y bien atado” del franquismo al referéndum de 1978 que validó mediante una constitución (Carta Magna, en realidad) de corte democrático una monarquía hereditaria que ostenta a perpetuidad la jefatura del Ejército. El tracto sucesorio, que decía el fallecido Javier Pradera, antigua eminencia gris del diario El País para golosinar a una oposición que, declarándose republicanas de espíritu, aceptó los arcanos de la legalidad borbónica. El propio ex presidente José Luis Rodríguez Zapatero acaba de poner en valor el principio monárquico desde puesto en el Consejo de Estado al lograr que ese organismo pida al gobierno mantener en los tratados internacionales el término “Reino de España” que el Ejecutivo del PP proyectaba sustituir por el de “España”. De esta forma, y a petición de la izquierda fetén, hemos recuperado en el siglo XXI la denominación que Franco dispuso para aquel régimen en la Ley Orgánica del Estado 1967 (“El Estado español, constituido en reino, es la suprema institución de la comunidad nacional”, Título 1º, artículo 1º). Lo que en realidad, mutatis mutandis, supone asumir de nuevo un cierto origen divino del poder.
Ese nudo gordinano jerárquico-descendente, sin embargo, es lo que ahora está saltando por los aires al revelarse la patraña de una Transición presentada como consentimiento del pueblo soberano. Y con ella va ese “atado y bien atado” que ha gobernado en la sombra el país durante estos tres últimos largos decenios. Expresión, que vista su procedencia evangélica (“cuanto atares en la tierra será atado en los cielos”, San Mateo XIV. 18-19), inspiraba el ingrediente teocrático de la Monarquía del 18 Julio. De aquel “Caudillo por la gracia de Dios” inscrito en las monedas de curso legal al vigente “rey inviolable y no sujeto a responsabilidad” de la presente Constitución (Artículo 56,3) solo hay un pispas y la misma irracional “infabilidad”. Porque contra lo que pudiera pensarse, el que algunos en su delirio propagandístico llegaron a calificar “Rey de los republicanos”, tuvo también su “coronación” a divinis. Que es la fórmula consuetudinaria con que la litúrgica feudal expresaba que el monarca lo era por “designación de Dios”. O en palabras del medievalista Walter Ullmann, “la ceremonia por la que se creaba al rey teorcrático” y el acto por el que “el rey era elevado por encima del pueblo”.
Maquillada bajo el palio de “Misa de Espíritu Santo”, la ceremonia de la “coronación” de Juan Carlos como Rey tuvo lugar en 27 de noviembre de 1975 en la Iglesia de San Jerónimo el Real y fue oficiada por el cardenal Vicente Enrique y Tarancón. Una unción que el “arzobispo rojo” puso de manifiesto con todo el boato que requería la ocasión a lo largo y ancho de su homilía. Desde la cruz a la fecha. Comenzó el prelado afirmando: “Habéis querido, Majestad, que invoquemos con Vos al Espíritu Santo en el momento en que accedéis al Trono de España. Vuestro deseo corresponde a una antigua y amplia tradición: la que a lo largo de la historia busca la luz y el apoyo del Espíritu de sabiduría en la coronación de los Papas y de los Reyes”. Y concluyó con idéntica prosopopeya: “Esta es la oración, Señor, que, a través de mi boca, eleva hoy la Iglesia por Vos y por España. Es una oración transida de alegre esperanza. Porque estamos seguros de los altos designios de Dios y de la fe inquebrantable que anida en Vuestro joven corazón para emprender ese camino. Que el Padre de la bondad y de la misericordia ponga su bendición sobre Vuestra Augusta persona y sobre todos nuestros esfuerzos”. De un Caudillo-Dictador por la gracia de Dios a un Rey-Demócrata por la gracia de Dios. Trono y Altar.
De esta forma, y antes de que un referéndum validara constitucionalmente al jefe de Estado, el católico Rey Juan Carlos de Borbón juraba los Principios Fundamentales del Movimiento y era coronado Majestad por la Iglesia que había bendecido la sangrienta Cruzada. Así, el Rey era “Soberano” por partida doble, gracias a Franco y gracias a Dios, y los españoles simples súbditos. De ahí que la soberanía nacional que la C.E. residencia en el pueblo español “del que emanan todos sus poderes” (Art. 2) sea una impostura, ya que los privilegios exclusivos y excluyentes de que goza el Monarca, su adhesión a las normas antidemocráticas de la dictadura y la previa tutela eclesiástica dejan a los españoles en condición de menores en edad y gobierno. Esa es la explicación por la que la jerarquía eclesiástica se atreve, en plena refriega sobre la reaccionaria Ley Gallardón de interrupción del embarazo, a amenazar con la “excomunión ipso facto” a quienes colaboren en un aborto.
El turno del pueblo significa, pues, retomar la soberanía en el mismo punto en que los pactos de la Transición la hollaron. Pero sería un error ignorar lo históricamente vivido y reproducir los mismos esquemas organizativos de antaño que nos llevaron de la nada al tampoco. Una cosa es saber que en el caso concreto de España la ruptura de la alianza entre el Trono y el Altar pasa por la III República, recuperando el espíritu de plena separación entre Iglesia y Estado inserto en el Artículo 26 de aquella Constitución, y otra cosa muy distinta creer que la forma republicana de Estado en sí misma goza de poderes taumatúrgicos. Es posibilismo republicano es estrictamente funcional, como medio para romper el “atado y bien atado” que dio continuidad al franquismo en la monarquía tutelada por la Iglesia de la Cruzada. Remover esa losa es la primera etapa de un camino que debe abrir horizontes de auténtica emancipación y democracia. Un suma y sigue, nunca un punto final. Y desde luego, sin que sirva para que quienes en la Transición abrazaron la Monarquía del 18 de Julio (PSOE y PCE) a fin de obtener una posición en esa corte, renegando olímpicamente de la legalidad republicana, se pongan al frente de la manifestación como si nada hubiera pasado. Sin rencor: gracias por venir.
Rafael Cid
Fuente: Rafael Cid