Hace tiempo a Rosa Díez, sí, la de UpyD, taurófila confesa, le cayó “la del pulpo” por utilizar en un alarde de ingenio chabacano la gracieta de llamar “gallego” a quien pretendía calificar de “tonto”. Y yo, “zoquete” de nacimiento, me siento muy satisfecho ante la reacción de repulsa provocada por su grosera agudeza no sólo en mi tierra, sino también en otras Comunidades, como en Cataluña, la de los “separatistas” en el sentido más peyorativo del término, los que abolieron la tauromaquia no porque les duela el maltrato institucionalizado a un animal, sino, según los taurinos, por afanes independentistas.

Y puestos a seguir con
tópicos que inundan esta España, todavía subtitulada en algunas
conciencias con guiones del NODO, he de admitir que a mí, nacido y
criado a muchos kilómetros de Andalucía, me “vendieron” la
imagen de esas tierras del sur, como aquellas donde habitan un buen
número de vagos chistosos y marrulleros que viven por y para ir a
los toros. Quien tenga dudas sobre la afirmación que consulte con el
hijo de la Duquesa de Alba.


Y puestos a seguir con
tópicos que inundan esta España, todavía subtitulada en algunas
conciencias con guiones del NODO, he de admitir que a mí, nacido y
criado a muchos kilómetros de Andalucía, me “vendieron” la
imagen de esas tierras del sur, como aquellas donde habitan un buen
número de vagos chistosos y marrulleros que viven por y para ir a
los toros. Quien tenga dudas sobre la afirmación que consulte con el
hijo de la Duquesa de Alba.

Lo cierto es que durante
años me lo creí. Yo, el gallego con fama de paleto y de roñoso,
supongo que también pensaba que los madrileños eran chulos, los
extremeños pordioseros, los asturianos desaseados, los catalanes
tacaños, los vascos brutos y los valencianos antipáticos. Pero dejó
de ser así en cuanto fui capaz de sacudirme la ignorancia que me
hizo admitir como reales lo que no eran más que falacias, el
producto de un analfabetismo convertido en instrumento al servicio de
un sistema al que aterra que los ciudadanos sean capaces de analizar
y de discernir por si mismos.

¿De verdad son casi
todos los andaluces taurinos? ¿Es una Comunidad en la que la mayor
parte de sus habitantes encuentran arte, cultura y diversión en la
tortura de un toro? ¿Es, en definitiva, el malagueño o el gaditano
un ser que disfruta con la agonía de otro? ¿Le estimula los
sentidos al cordobés o al onubense contemplar cómo se hunde el
acero en el cuerpo del animal? ¿Aplauden los almerienses o los
granadinos ante la visión de un toro vomitando sangre? ¿Está de
acuerdo el jiennense o el sevillano en que se destinen partidas
millonarias de dinero público para sufragar un espectáculo de por
si deficitario? No, ahora que ya no me creo que el andaluz sea
indolente o tramposo, tampoco me trago esas otras patrañas.

Y vayamos con otro
aspecto de este mismo tema, con lo que constituye un despropósito
examinado desde la razón pero un argumento en manos de los
partidarios de la continuidad de las corridas: el culto a la persona
y su modelo, cuando les conviene, como patrón de conducta
trasladable a toda la Sociedad. ¿Cuántas veces no hemos oído
aquello de que Goya o Picasso eran taurinos?, utilizando esos nombres
universales para intentar vestir de dignidad la ignominía por la
supuesta creencia de que tales personajes eran grandes aficionados a
la tauromaquia.

Digo supuesta porque si
bien Picasso efectivamente gustaba de la lidia Goya la aborrecía, y
este hecho ha sido incluso admitido por taurófilos declarados, en
esos arranques de sinceridad que muestran cuando no necesitan
recurrir al embuste para convencer. Son instantes en los que hablan
entre pares y por lo tanto el engaño está fuera de lugar. Los
mismos momentos en los que reconocen que a estos animales se les
afeita o menoscaba físicamente antes de salir a la plaza para así
garantizar la superioridad del matador, ese cuyo nombre le viene
pintiparado, pues por mucho que nos cuenten que es una lucha “de
igual a igual”, nadie podría concebir ese sustantivo que conlleva
la certidumbre de acabar con la vida de otro aplicado al toro, pero a
ninguno nos sorprende en el torero.

Ambos pintores compartían
esa fascinación por cuestiones ligadas a la brutalidad, al
ensañamiento y a la vileza del hombre. Los fantasmas más tenebrosos
que habitan en la mente humana se manifestaron en sus lienzos. Así,
otorgaron color y sombras a la tauromaquia como lo hicieron a la
guerra, a las ejecuciones o a la antropofagia. ¿Habremos de deducir,
por ello, que sentían dilectación por los cuerpos desmembrados tras
una explosión, frente al gesto de terror de un prisionero ante un
pelotón de fusilamiento o contemplando los trozos sanguinolentos de
carne humana desgarrada en las encías de otro hombre? No creo que
nadie se atreva a afirmar tal cosa y aún con Picasso seamos
cautelosos, pues suya es la frase en la que refiriéndose al Guernica
afirmo que “El toro no representa el fascismo, sino la
crueldad”.

No juguemos a la
divinización de los seres humanos, ni por apoyar nuestras tesis ni
por rebatirlas. Por cada nombre de personajes ilustres en alguna
disciplina que hallaron placer en el sufrimiento de un toro podemos
mencionar otro al que le causaba repulsión. ¿Merece mayor
veneración el pensamiento de Picasso, el de Ortega o el de
Hemingway, quien por cierto participó también de actividades
ligadas al gangsterismo en Chicago, que el de Unamuno, Gandhi,
Nelson Mandela, Gregorio Marañón o Ramón y Cajal? Voy más allá:
por el hecho de haber destacado en la pintura, la literatura o la
filosofía, ¿son estos virtuosos en su materia moralmente superiores
a los ciudadanos Manolita García o Pepito Pérez?.

Torturar a un animal es
un acto execrable y digno de ser erradicado. Intentar presentar
engañosamente a una Comunidad como valedora en masa de tal
perversidad es mezquino, y hacer creer que hay individuos dotados de
perfección y sabiduría absolutas en todas las facetas de su vida,
es alentar la ignorancia y la servidumbre ética. Es llamarnos
idiotas.

Julio
Ortega Fraile, Delegado LIBERA! Pontevedra


Fuente: Julio Ortega Fraile