¿Puede un país capitalista desarrollar una economía social competitiva, con total respeto del medio ambiente, alcanzando encomiables niveles de bienestar y un elevado desarrollo cultural y de educación ? La respuesta, a la finlandesa, es un rotundo sí : frente al ultraliberalismo hay alternativas sin tener que echarse al monte. La experiencia de este pequeño país nórdico integrado en la Unión Europea evidencia que con una utilización humanística y solidaria de las nuevas tecnologías y sus patentes, un sistema fiscal altamente progresivo sometido al principio del interés de la res-pública y el indispensable soporte de una sólida estructura formativa universal, otro mundo-red es posible.

¿Puede un país capitalista desarrollar una economía social competitiva, con
total respeto del medio ambiente, alcanzando encomiables niveles de bienestar y
un elevado desarrollo cultural y de educación ? La respuesta, a la finlandesa, es
un rotundo sí : frente al ultraliberalismo hay alternativas sin tener que echarse
al monte. La experiencia de este pequeño país nórdico integrado en la Unión
Europea evidencia que con una utilización humanística y solidaria de las nuevas
tecnologías y sus patentes, un sistema fiscal altamente progresivo sometido al
principio del interés de la res-pública y el indispensable soporte de una
sólida estructura formativa universal, otro mundo-red es posible.

En ocasiones la realidad derrapa y se ve obligada a asumir un átomo de utopía.
Ocurre pocas veces, porque lo normal es que hechos y derechos confirmen lo
establecido. Lo que pasa es que cuando se plasman experiencias autónomas que
avanzan en dirección de un desarrollo humano y social, los medios y las
instituciones al servicio del poder hacen todo lo posible para ningunearlo. Es
lo que sucede con lo que se ha llamado exageradamente “el milagro finlandés”,
una revolución tecnológica narrada en el libro “La era de la información” de
Manuel Castell y Pekka Himanen, que explica cómo ha sido posible que un pequeño
país como Finlandia se haya convertido en un modelo reforzado de sociedad
informacional vitalizando el Estado de Bienestar, en vez de contribuir a su
desmoche.

Finlandia posee los mejores indicadores de dinamismo económico y social que
homologan los organismos internacionales, aparte de lo que ya constituye un
tópico en cuanto a su política de paridad, que se concreta en tener una mujer
en la presidencia de la República y en la mitad de sus ministerios. Por algo
las mujeres accedieron al sufragio en el temprano 1906 en el país nórdico,
impulso que a su vez debe influir decisivamente en esa ya casi constante
estadística de ser la nación de la OCDE con mejor rendimiento educativo
(Informe Pisa).

Con cifras de 2001, aquella es la geografía líder en desarrollo tecnológico y se
encuentra entre las tres primeras del mundo por competitividad, pero al mismo
tiempo es la más avanzada del planeta en economía-social a gran distancia
respecto de otras abanderadas de la sociedad red y figura en primer lugar en el
Índice Mundial de Sostenibilidad Medioambiental. Aunque, por si fuera poco,
también tiene los niveles más bajos de injusticia y exclusión social por
analfabetismo funcional existentes hoy y es el miembro europeo de los Quince
con mayor índice de lectura de periódicos por habitante (430 por cada 1.000)

Establecidos estos pilares, el texto de Castells analiza en qué forma un país
relativamente pobre ha podido en apenas cuatro décadas transformar su tejido
productivo logrando niveles de excelencia en un mestizaje de Estado de
Bienestar y pujante economía informacional.

Este gran salto adelante, sin embargo, no fue un proceso de crecimiento y
desarrollo económico-industrial pautado en los esquemas tradicionales. Por el
contrario, su especificad radica precisamente en que se hizo cabalgando sobre
un conjunto de nuevos valores, que los autores sintetizan en “la innovación de
la innovación” como motor del cambio. Un combinado constituyente formado por el
Estado, corporaciones punteras, universidades y hackers fue lo que permitió
cambiar la fisonomía de Finlandia hasta afianzarla, según datos del Foro
Económico Mundial para los años 2002 y 2003, como la economía más competitiva
del mundo.

De entre estos cuatro factores de producción, el libro destaca por su
originalidad y capacidad de arrastre sobre los demás “la ética hacker”, el
auténtico vector de la cultura de la innovación. El denodado impulso creativo y
el hábito del trabajo en red serían los dos atributos que explicarían el
rentable éxito de la transgresora iniciativa finlandesa.

“La cultura del trabajo de la era industrial, la denominada ética protestante,
que enseñaba que el trabajo debe considerarse un deber (…) funciona muy mal en
la economía informacional en la que el resultado del trabajo está en función de
la creatividad (…). En la competencia global, la idea de colaboración en red que
forma parte de la ética del hacker es crucial porque las innovaciones
fundamentales requieren recursos tan ingentes que ningún actor puede disponer
de todo ellos por sí solo, trátese de empresas, investigadores o ciudadanos. En
la competencia global, lo que se necesita no es una revolución, sino una red de
rebeldes” (p.60).

El detonante de la revolución hacker. La cantera hacker, que tanta influencia
cuantitativa y cualitativa habría de tener en el “milagro finlandés”, fue
posible porque previamente se dio la feliz conjunción de unas instituciones que
apostaron por el camino adecuado en el momento preciso, arriesgándose fuera del
circuito cerrado de las economías convencionales más rentables del momento. Y
aquí, de nuevo, Finlandia representa un modelo a contracorriente :
fundamentalmente fue el capital público quien hizo posible la mutación al
invertir en dotaciones para el sistema universitario.

Así, de una situación con serias limitaciones en la década de 1960 y sólo dos
ciudades dotadas de universidades completas, se pasó diez años más tarde a 20
centros públicos gratuitos y de alta calidad en diez ciudades. Una eficaz
política financiera de concentración de recursos para investigación y
desarrollo, y la descentralización de los nuevos centros de enseñanza superior,
logró sentar las bases para el despegue y fagocitar los semilleros de lumbreras
para consolidar la posterior transformación.

El texto reconoce no obstante que, dentro de sus limitaciones, Finlandia contaba
a su favor con una ventaja comparativa respecto a otras experiencias que
explicaría en parte la asombrosa fecundidad de su economía informacional. La
raíz de esta baza es de índole político y combina las necesidades nacionales
con una subrogación al capital privado en el control de las telecomunicaciones.
Ya en 1877, un año después de su invento por Bell, Finlandia estableció su
primera línea telefónica y en 1886 abrió el sector a operadores privados para
zafarse de las garras de Rusia, de la que fue provincia autónoma hasta 1917.
Este sería el activo principal que daría a aquél país un conocimiento
estratégico en dicha área de conocimiento, posibilitando que antes de la II
Guerra Mundial compitieran en su suelo 815 compañías telefónicas.

Pero la verdadera dimensión de esa realidad tecnológica, histórica y
sentimentalmente ligada a la experiencia vital de pueblo finlandés, no
eclosionaría, según el texto, hasta la introducción de los móviles y el
internet. La economía nacional tuvo entonces en los cinco millones de
habitantes -ciudadanos e investigadores salidos de las universidades públicas
incorporados a empresas punteras como Nokia- un auténtico hormiguero de
emprendedores que parece justificar su escalada al podium del sector
informacional mundial.

“Esta nueva cultura de la comunicación, que se ha extendido a otros países
cuando han alcanzado niveles parecidos de penetración de la telefonía móvil, es
creación sobre todo de los usuarios jóvenes” (p. 76).

Los talentos y la masa crítica surgidos de las universidades de Finlandia no
sólo fueron los pioneros de Internet. Su principal aportación a la red de
redes, la clave de bóveda que distingue aquella innovación informacional de la
que ha tenido lugar en otros países, es su dimensión solidaria e incluso
antilucrativa. La verdadera impronta de la cultura hacker radica en haber
contribuido a transformar la red en un entorno social, democratizando y
compartiendo conocimientos y valores. Gentes como Johan Helsingius, creador del
primer repetidor de correo electrónico funcional ; Tatu Clonen, que a los 27 años
creó el programa de seguridad SSH, que encripta las conexiones de la red ; Jarkko
Oikarinen, inventor del Chat en tiempo real, y Linus Torvalds, el genio que
alumbró el sistema operativo de código abierto Linux, son los jalones de esa
revolución hecha, en muchas ocasiones, “totalmente al margen de las empresas y
del sector público”.

“El ethos del hacker, que nos recuerda que existen otros valores aparte del
dinero, es una importante fuerza de equilibrio para el espíritu de la nueva
economía, ya aporta a Finlandia un tono social diferente al de Silicon Valley”
(pág.86).

Desde esta perspectiva, el “modelo finlandés” incorpora también una lectura
política, ya que formula un tipo de “sobrecarga positiva” al ritmo de cambio al
integrar matices éticos, limitar la soberanía excluyente de los gurus
tecnocráticos y evitar dualizar el poder de la sociedad.

El modus operandi descrito, a decir de los autores de la obra reseñada, ha roto
una tendencia a punto de cristalizar que venía a establecer una suerte de
lógica necrófaga, que el nominalismo a su servicio llama “ajuste”, entre la
expansión del progreso material cimentado en las nuevas tecnologías y el
declinar inevitable del Estado de Bienestar tradicional, cuya misión histórica
fue moderar las desigualdades. Como si la prosperidad prometida exigiera
cercenar la prosperidad vivida.

“En el ámbito de la justicia social, la tendencia global dominante es que la
sociedad real se conecte con aquéllas personas que tengan valor para ella (…) y
desconecta a quienes no tengan valor para ella (…)” (p.91).

La idea de que el Estado informacional del Bienestar es posible, porque gracias
a su creciente productividad -que impelen la innovación y el desarrollo
permanentes- los impuestos crecen más deprisa que los costes del Estado, ha
tenido en el país nórdico efectos estimulantes incluso sobre áreas del sistema
productivo consideradas como rémoras. Por ejemplo, la idea de que el trabajo en
la sociedad red es incompatible con la sindicación. La experiencia de Finlandia
cuestiona también esa especie de pre-perjucio.

“La diferencia respecto a la tendencia global es que, en los años noventa, en
torno a un 80 por ciento de los trabajadores seguían estando afiliados a un
sindicato (en comparación con el 14 por ciento de los Estados Unidos)” (p.99).

Para terminar, Castell e Himanen, problematizan otro de los mitos sobre la nueva
economía, confrontándolo con la experiencia finlandesa. Nos referimos a esa
línea de fuerza que parece exigir una nivelación identitaria global para
allanar el camino a la sociedad informacional. Una acreditada presunción que,
debido a la unilateral diligencia de políticas gubernamentales ad hoc, está
originando movimientos de resistencia en colectivos que se sienten amenazados
por el cambio en muchos de las llamadas áreas emergentes.

Como si la transformación que ha rejuvenecido la faz de Finlandia se hubiera
llevado a cabo respetando su ecosistema espiritual, el libro hace notar que el
cambio ha seguido una pauta de desarrollo integrador, sin grandes solapamientos
traumáticos. Un modelo, en fin, que podría incluso calificarse de endogámico en
lo estrictamente cultural e identitario. Y, como ejemplo, constatan que :

“(…)los medios de comunicación y la literatura en finés se desarrollan en gran
medida como un proyecto nacionalista guiado por el principio un idioma una
nación. El poema épico nacional, el Kalevala, se publicó a mediados del siglo
XIX sobre la base de una larga tradición oral, pero fue deliberadamente
manipulado para construir una historia finlandesa mítica” (pág.144).Mientras,
por otro lado :“(…) el Parlamento finlandés es el único del mundo que tiene una
Comisión para el Futuro formalmente constituida” (pág. 146).

(Este texto es una adaptación de un artículo original para la revista Telos. La
obra reseñada tiene un útil complemento en el libro individual de Pekka
Himanen, “La ética del hacker y el espíritu de la era de la información” )