Artículo publicado en Rojo y Negro nº 384 de diciembre
No tenemos Poder, carecemos de cargos en las instituciones, no nos escudamos en una mayoría política o sindical, tampoco poseemos influencia mediática, ni recibimos subvenciones públicas, y sin embargo hoy la huella de anarcosindicalistas y libertarios es inapelable. Entonces, ¿cómo es posible que ante semejante desamparo la trazabilidad antiautoritaria sea una realidad sin parangón en su género? Quizás porque, además de la persistencia de CNT y CGT como cabezas de puente de la trabazón orgánica, pervive y burbujea toda una constelación de iniciativas autónomas que ha arraigado en la ciudadanía más consciente. Me refiero a ese iceberg formado por ateneos, cooperativas de todo tipo, escuelas racionalistas, radios libres, editoriales, centros sociales, asociaciones culturales, círculos naturistas, publicaciones impresas, portales digitales y tantas más actividades bienvenidas bajo el signo de la independencia alternativa y el libre pensamiento.
Si en el pasado el músculo de la acción cultural del movimiento anarcosindicalista llegó hasta el titánico proyecto de alentar una lengua franca en el esperanto, hoy se puede asegurar que ninguna organización política le supera en el ámbito de eso que antaño se llamaba algo ampulosamente «misiones pedagógicas», y en la Atenas clásica Paideia (transmisión de valores en el ser y en el hacer). Esa gota malaya que contra todo pronóstico constata orgullosamente «y sin embargo se mueve». No uso solo metafóricamente la referencia a lo argumentado por Galileo frente al tribunal de la Inquisición. Lo cito porque la dinámica emancipadora del anarquismo supone una enmienda a la totalidad a la distopía que se ha naturalizado como imaginario de convivencia. La edificante propaganda por el ejemplo, a menudo más allá del sindicalismo y más acá de la anarquía, es el antibiótico más eficiente contra la enfermedad terminal que implica el desorden establecido que amenaza nuestra existencia en el planeta. Y digo también «antibiótico» conscientemente. De hacer caso al academicismo rampante, un antibiótico sería algo mortal por necesidad, de anti (contra) y bios (vida), contrario a la vida, y en la práctica ocurre precisamente al revés, es un antídoto contra las enfermedades del organismo. Por idéntica razón, la «anarquía» no es equivalente a «caos», su cacareada mala reputación, sino su antítesis en el cuerpo social: la más alta expresión de un orden que vigoriza el auténtico derecho y la verdadera democracia.
De ahí la importancia estratégica de esa «polinización libertaria» multicultural. Esa Paideia que con su esfuerzo, mérito y capacidad encarna el «vivir auténtico» de las iniciativas autónomas y descentralizadas del ecosistema moral antiautoritario. Y de nuevo empleo los términos «polinización» y «ecosistema» con todas las consecuencias. Es en el crisol de esas experiencias donde, refutando el troquel hegemónico de dominación y explotación (y sus trasuntos de jerarquía, insolidaridad, competitividad, violencia, coerción, mercado crematístico y esquilmación de recursos naturales) se cultiva la cepa del antibiótico libertario. Porque, como escribió Rousseau, «es muy difícil reducir a la obediencia al que no quiere mandar».
Esta es la legitimidad que, al margen de las derrotas que pueda infligir el panóptico estatal, velará por el olvido que nunca seremos. De hecho, aunque nuestra herencia no procede de ningún testamento, como escribió el poeta René Char, venimos de una larga memoria. Fue en 1866, en el Congreso de Ginebra, cuando la Asociación Internacional de Trabajadores (AIT) dejó inscritos los dos principios cenitales que aún hoy semillan el quehacer libertario. Uno es tan reconocido como postergado, aquel que afirma: «la emancipación de los trabajadores ha de ser obra de los trabajadores mismos o no será». La categoría de «acción directa» que hoy ha sucumbido ante la entronización de la «representación». Un cheque en blanco a favor de la delegación, que sirve de arquitectura fundacional a esta sociedad del escalafón entre dirigentes y dirigidos. Acción directa que como recuerda Juan Peiró en Problemas del Sindicalismo y del Anarquismo: «Esencialmente significa acción de masas en todos los problemas de la vida pública y social, sean ellos morales, políticos, jurídicos, administrativos, culturales, y cuantos se refieran al orden de la justicia y la libertad».
El otro principio legado por la AIT apenas es recordado y sin embargo contiene el elemento activo que, siguiendo a Protágoras, haría del hombre (y la mujer), y no del dinero, la medida de todas las cosas. Hablo de ese péndulo bidireccional que prescribe «no más deberes sin derechos ni más derechos sin deberes». Un aserto que aglutina en un único haz el compromiso con la responsabilidad y la política con la ética, señas de identidad que encarnaron los viejos cenetistas cuando rechazaban oficios que implicaran facilitar instrumentos de opresión (cárceles, por ejemplo). En la actualidad el extremo «no más derechos sin deberes» se ha expurgado de la hoja de ruta de las instituciones mal llamadas representativas. Por eso los derechos suelen ser concesiones del poder, beneficencia.
He nombrado antes el gradiente «ecosistema moral» atribuido al anarquismo y debo aclarar de nuevo que no solo utilizo la expresión en su declinación convencional. Esa cadena humana de eslabones virtuosos que nos debe vincular como ciudadanos en plenitud. Este «ecosistema moral» entraña una declaración de solidaridad de mayor alcance que lo suscitado por su estricta semántica. Añadiré que esa parte sería baldía si no se complementara con otra dimensión que enlaza legado y herencia. En concreto, con lo que debemos tanto a los que nos precedieron como a los que nos sucederán. Un imperativo categórico que impele cuidar lo recibido y preservar, y si es posible mejorar, lo que dejamos a futuros. La conciencia de «ecosistema moral» exige frenar la cantidad de entropía que genera una producción devastadora y un consumo irresponsable. La tradicional «frugalidad» de los libertarios de la vieja escuela, exige hoy un cambio radical sobre la escalada depredadora contra los recursos naturales. No nos asiste ningún derecho a la esquilmación. Al contrario, tenemos el deber de impugnar la voracidad de hoy para que no hereden miseria ambiental los no nacidos. Y eso vale tanto en el terreno ecológico como en el de la deuda financiera. Ese vivir canalla por encima de las necesidades lastrando las posibilidades existenciales de los que aún no han llegado reproduce al peor capitalismo. Un por venir sin porvenir, un simulacro de democracia.
(Nota. Este artículo es una versión abreviada del texto leído en las XXV Jornadas Libertarias de CGT Valencia).
Rafael Cid
Fuente: Rojo y Negro