Las devoluciones de heridos en la frontera marroquí obstaculizan la atención sanitaria

LOLA HIERRO
A Souaibou Tangara aún le sobresalen unos tornillos entre las vendas de su muñeca izquierda. Se los colocaron mediante cirugía hace apenas dos meses, un 28 de mayo en el que él y otros casi 500 compañeros lograron cruzar la valla que separa Melilla de Marruecos. «Tienes que ser rápido, fuerte, resistente», describe el camerunés con solemnidad. «Si tardas más de tres minutos en saltar, te cogen los alis [Fuerzas Auxiliares marroquíes] y te pegan».

LOLA HIERRO
A Souaibou Tangara aún le sobresalen unos tornillos entre las vendas de su muñeca izquierda. Se los colocaron mediante cirugía hace apenas dos meses, un 28 de mayo en el que él y otros casi 500 compañeros lograron cruzar la valla que separa Melilla de Marruecos. «Tienes que ser rápido, fuerte, resistente», describe el camerunés con solemnidad. «Si tardas más de tres minutos en saltar, te cogen los alis [Fuerzas Auxiliares marroquíes] y te pegan». Tangara, con solo 22 años, logró su objetivo, pero no le salió gratis: se rompió las dos muñecas y casi todos los dientes cuando se precipitó desde los seis metros de altura que tiene la alambrada.

Él tuvo suerte: recibió asistencia sanitaria porque logró cruzar la frontera, al igual que los más de 3.500 inmigrantes que han entrado en Melilla en lo que va de año, un 234% más que en 2013, según datos facilitados por el ministro de Interior, Jorge Fernández. Sin embargo, la suerte de Tangara podría haber sido muy diferente de no haberse quedado en España. La mayoría de inmigrantes subsaharianos —el 80%, según estimaciones de la ONG Prodein— son devueltos sin identificar por la Guardia Civil a Marruecos, donde son agredidos por las autoridades, después de haber entrado en territorio español. Esta práctica viola la Ley de Extranjería y es ilegal, según han denunciado repetidamente diversas ONG, el Defensor del Pueblo y un grupo de expertos juristas en el informe Expulsiones en caliente: cuando el Estado actúa al margen de la ley, de junio de 2014. En ninguna de esas devoluciones se avisa a los servicios de emergencia.

En este contexto, Cruz Roja celebra en 2014 su 150 aniversario con grandes dificultades a la hora de desempeñar su labor de atención sanitaria a migrantes en Melilla. Sus trabajadores y voluntarios están sobrepasados por la saturación del Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes (CETI), con capacidad para 480 personas pero que en julio de 2014 está cobijando a unos 1.480 —la mayoría de origen sirio y, alrededor de 400, niños—. También encuentran trabas a la hora de asistir a los heridos que sortean la valla fronteriza. La organización coordina una amplia cartera de programas de empleo, formación, intervención social, emergencias o voluntariado en la ciudad autónoma pero, en lo que a la asistencia en la valla se refiere, el protocolo acordado con el Gobierno limita su acción: «Somos parte de un proceso que se activa cuando hay una amenaza de salto importante», explica Mariano Fernández, secretario de Cruz Roja en la ciudad. «Tenemos siempre una persona de guardia con un teléfono móvil. La Delegación del Gobierno, a través de la Guardia Civil, nos activa cuando hay heridos potenciales».

El ejemplo más notorio de la limitación de movimientos de esta organización tuvo lugar el 3 de abril de 2014. Cerca de 200 africanos intentaron cruzar la frontera melillense por una zona conocida como los Pinares de Rostrogordo, pero solo unos 25 lograron subirse a la tercera alambrada, sobre suelo español, sobre la que permanecieron cinco horas encaramados. Abundantes vídeos y fotografías difundidos en internet muestran a los jóvenes subsaharianos exhaustos en lo alto de la valla con pies, manos y ropas teñidas de sangre, la misma que luego quedó impresa en los postes blancos del vallado. El Defensor del Pueblo llamó a los servicios de emergencia ante la pasividad de la Guardia Civil, pero cuando las dos ambulancias de Cruz Roja hicieron acto de presencia en el terreno, los agentes ordenaron que se dieran media vuelta. Y así lo hicieron. Un rato después, estos inmigrantes fueron bajados por unas escaleras de mano y ellos y sus heridas fueron devueltos a Marruecos. El Instituto Armado aclaró que solo pidió a los sanitarios que se apartasen. Numerosas ONG han mostrado su desacuerdo informalmente con lo que consideran una falta de compromiso por parte de la organización.

«Tú, como ciudadano, puedes denunciar lo que te dé la gana, pero como ONG…», se defiende Mariano Fernández. «Aunque tengas tu corazoncito y no estés de acuerdo con esto, si estás representando a la institución no puedes ponerte de una parte porque la otra empieza a desconfiar», asegura el secretario. «Nosotros vamos a la valla porque somos Cruz Roja, porque tenemos en nuestros principios fundamentales la neutralidad y la imparcialidad. La Cruz Roja entraba en los campos de refugiados del Tercer Reich porque tenía el compromiso de no ser beligerante en el conflicto», ejemplifica.

¿Por qué no actúa nadie sin el beneplácito de las autoridades? «La Guardia Civil es la autoridad, no puedes desobedecer sus órdenes. Si no quieren, nadie puede acercarse, ni siquiera la Cruz Roja», afirma José Alonso, abogado y portavoz en Melilla de la Asociación Pro Derechos Humanos de Andalucía (Apdha). Otras ONG de la ciudad, como Melilla Acoge, Prodein, Entreculturas o la propia Apdha carecen de infraestructura. «Funcionamos con nuestros propios medios y con pequeñas subvenciones de la Administración», justifica Alonso. «Pero aunque yo quisiera pagar un médico de mi propio bolsillo a un chico herido al pie de la valla, la Guardia Civil tampoco nos dejaría acercarnos», explica.

El CETI, colapsado

En el CETI, la situación no es mucho mejor. Su director es Carlos Montero, militar del Ejército de Tierra curtido en Bosnia con la ONU en 1994, en Afganistán en 2004 y en unos cuantos destinos nacionales más pacíficos. Cercano y comprometido, siempre está dispuesto a atender y defender a sus residentes, tal y como asegura el camerunés Noe Makembe, que tras seis meses en el centro dice apreciar al director porque siempre tiene tiempo para escuchar. Su experiencia en áreas de logística del Ejército le ha valido para lograr que todos tengan cama, comida y atención sanitaria. Pero es consciente de las carencias. «Esta situación no se puede mantener en el tiempo; las colas son cada vez mayores para las comidas, la enfermería… Hemos llegado a tener listas de espera de hasta dos meses para las clases de español», recuenta.

Una llegada de inmigrantes como las que se produjeron el 18 de marzo y el 28 de mayo, con unas 500 personas en cada tanda, desborda los servicios de atención sanitaria del CETI. En esos momentos, la doctora y las cuatro enfermeras del centro necesitaron apoyo extra de médicos del hospital y de voluntarios de la ONG para atender a los recién llegados. «Ese día vi sacar la sangre de la enfermería con un rastrillo como si fuéramos matarifes en una plaza de toros», recuerda Fernández.

Los recién llegados son clasificados entre los sanos, los que necesitan curas que se pueden hacer en la enfermería del CETI y los que requieren atención hospitalaria, que son los menos. «A todos se les realiza una analítica general llamada Perfil África para saber si son portadores de enfermedades como malaria, VIH, meningitis o hepatitis, un hemograma, una bioquímica y la prueba del Mantoux, para descartar la tuberculosis», explica Hana Marzok, enfermera de la Cruz Roja.

Las cuchillas instaladas en la valla el pasado año y que, según el ministro de Interior, no cortan, han obligado a Hana y sus compañeras a pasar muchas horas sentadas en la enfermería remendando trozos de carne puntada a puntada. «Encontramos arterias diseccionadas, magulladuras y heridas bastante profundas. También fracturas en los tobillos, piernas, manos y brazos. Y mucho dolor porque, cuando saltan, caen con todo su peso. Algunos van descalzos, otros con chanclas…», relata Marzok. Llevan mucha ropa para protegerse, pero los pies van casi desnudos para poder trepar. Ahí las heridas son más graves.

El saturadísimo CETI es, sin embargo, un lugar donde todavía se puede respirar pese a que Hana opina que ahora parece, más bien, «un campo de refugiados». Los padres juegan sus hijos en los patios comunes, en el centro del recinto. Jóvenes subsaharianos escuchan música, charlan en la puerta de sus habitaciones, se hacen trenzas en el pelo, fuman o duermen sobre colchones que han sacado al exterior. Los barracones de la escuela, pintados de colores, ahora corresponden a más habitaciones. Junto a uno de ellos está el almacén, frente al que hacen cola una treintena de hombres. Allí, Cruz Roja entrega mensualmente una bolsa con gel de baño, detergente, papel higiénico, pasta de dientes, desodorante, cuchillas de afeitar y otros útiles de aseo. A las madres de niños menores de un año se les facilitan pañales y agua.

Dentro del recinto, un pabellón de cemento gris de tres plantas alberga la escuela de español, la guardería y las aulas de ordenadores. Ahora, pocos se benefician. Mariví, encargada de ocio y tiempo libre de Cruz Roja, cuenta con pesar que no tiene tiempo material para organizar más talleres de informática. Imparte dos clases a la semana de media hora a la que solo pueden acudir siete residentes porque siete son los ordenadores de los que dispone. La guardería recibe a tantos niños que tiene que denegar solicitudes y ni cambiar pañales puede. «Llamo a las madres, yo no puedo perder de vista al resto ni un segundo», explica. El resto del tiempo, ayuda con el papeleo administrativo.

El servicio de psicología prácticamente ha dejado de existir. Nuria, la responsable, hacía rondas a diario y pasaba consulta con los chicos que sus compañeras —enfermeras, médico y trabajadores sociales— le derivaban. «La mayoría está en una situación muy difícil; vienen con altos niveles de estrés y ansiedad y, cuando llegan, se derrumban. Luego pasan un periodo en el que están más relajados pero, cuando llevan unos meses y ven que no salen, se les vuelve a disparar la ansiedad», describe Montero.

No obstante, desde el mes de marzo las rondas se han acabado y las consultas con la psicóloga son a demanda. «Cuando alguien la solicita, ella va», explica Paqui Ruiz Benavides, coordinadora del CETI desde hace ocho años. El ministerio ha enviado a cuatro integradoras sociales a petición del centro y la UE se ha comprometido a entregar 10 millones de euros a España para afrontar la presión migratoria, pero no es suficiente. «Nos gustaría hacer una mejor labor en muchos campos, pero no podemos con estos niveles de ocupación, cogemos muchas cosas con pinzas», se queja Montero. «Además, una sesión psicológica no sirve de nada, tiene que haber un seguimiento», añade Ruiz Benavides.

Un jueves de julio, a primera hora de la mañana, la enfermería del CETI está muy tranquila. Una mujer siria que cubre su cabeza con un pañuelo rosa irrumpe en el vestíbulo con su hija, una niña de tres años. Le supura el oído. Con delicadeza, Marzok limpia el conducto y coloca sobre él un algodón impregnado en antibiótico. En los cinco minutos que tarda en atender a la niña, la enfermería se ha llenado de pacientes como Jason, que tiene una citación y no sabe el motivo.

«Ahora estamos más relajadas, pero hemos tenido días de mucha presión tras el último salto de los 500», comenta Ruiz Benavides. Tras unos minutos rebuscando entre los expedientes, una enfermera halla una respuesta para Jason: la prueba del Mantoux, que se realiza a todos los usuarios para diagnosticar tuberculosis, ha dado positivo, y deberá ir al hospital para que le hagan pruebas complementarias. «Es habitual en muchos compatriotas que luego demuestran estar sanos. Pero para asegurarse, hay que hacer una radiografía», explica Ruiz Benavides. Todos tienen garantizada la atención médica primaria en las instalaciones del centro y también en el hospital cuando es necesaria la intervención de un especialista.

Al igual que Jason, Tangara también tendrá que ir al hospital para que le vuelvan a operar y le retiren los hierros de su muñeca izquierda. Con los dientes no ha tenido tanta suerte, ya que la asistencia sanitaria no incluye la realización de implantes. «Le quitaron los trozos rotos, pero no se puede hacer más por él», explica Marzok. El joven está indignado porque ha perdido seis piezas dentales y ahora se ve feo; cree que su boca se asemeja a la de un anciano. «Y esto sin meterme con nadie, yo aquí solo venía a trabajar y buscar una vida mejor», se queja. Tendrá que trabajar duro para poder costearse una dentadura nueva. Hoy por hoy, sin papeles y sin empleo, es imposible.

http://elpais.com/elpais/2014/07/23/planeta_futuro/1406133073_442090.html


Fuente: El País