Artículo de opinión de Rafael Cid
Escribo estas líneas el último miércoles de mayo, la víspera de los debates sobre la moción de censura planteada por el PSOE contra el gobierno del Partido Popular presidido por Mariano Rajoy. Una formación que se ha ganado a pulso representar el paradigma de la corrupción política y hacer imperativo su desalojo del poder.
Escribo estas líneas el último miércoles de mayo, la víspera de los debates sobre la moción de censura planteada por el PSOE contra el gobierno del Partido Popular presidido por Mariano Rajoy. Una formación que se ha ganado a pulso representar el paradigma de la corrupción política y hacer imperativo su desalojo del poder. De ahí que pase lo que pase durante la votación la suerte del PP estará echada para una mayoría de ciudadanos y votantes, muchos de los cuales están emigrando hacia otras marcas ideológicas, como el centro izquierda recauchutado de Pedro Sánchez y el centro derecha de ciudadanos. Por eso, lo que voy a exponer vale tanto si gana la iniciativa de exigencia de responsabilidad aquí y ahora, como si se atasca hasta la próxima sacudida. Porque existe un argumentario en perspectiva que descansa en otras variables igualmente reveladoras.
Supongamos que estamos en trance de inaugurar una Segunda Transición. Que pocos meses antes de cumplirse el cuarenta aniversario de la vigente Constitución se están creando las condiciones para armar a otro consenso como el que antaño hizo posible aquel ciclo histórico. Hablo de la manoseada “correlación de debilidades”, el término parachoques con que grupos y líderes antagónicos confluyeron para descorchar el posfranquismo que denominaron democracia. Todo para superar aquella dictadura que moría en la cama tras designar albacea y sucesor en la jefatura del Estado y las Fuerzas Armadas. Entonces, porfiar en los valores que balizaban la lucha contra el Régimen del 18 de Julio se demonizó como un gesto melancólico de neófitos de la realpolitik. Así se hizo y aún dura.
Pues bien, bajo la consigna “hay que echar a Rajoy de La Moncloa” hoy se escenifica un sicodrama de parecidas características al que todo el arco parlamentario parece convocado por derecho propio, y ello después de haber protagonizado broncas memorables y colosales desencuentros por razones programáticas, tácticas, estratégicas e ideológicas. Desde Ciudadanos, el favorito de las encuestas, hasta Podemos, superado su plebiscito inmobiliario, pasando por independistas y nacionalistas, todo el mundo parece querer comprar entrada en la taquilla que ha abierto Ferraz para inaugurar la nueva era que la caída del PP despejaría. De ahí que los soberanistas olviden el 155 agravado que reclama Sánchez y su promesa de plurinacionalidad. Podemos la guillotina del 135, madre de todos los ajustes y recortes habidos y por haber, y las contrarreformas de pensiones y laboral perpetradas por el PSOE en la etapa Zapatero. Y que Ciudadanos incluso envaine su furibundo rechazo de nacionalistas y antisistemas por razón de Estado. Todo con tal de pasar página nominal de Génova 13 y sus tramas corruptas.
Es decir, que de pronto (no tanto, porque todo tiene su cocina y sus pinches oportunos) existe una rara unanimidad en ese totum revolutum en que hay que cambiar algo para qué todo siga. ¿Igual? No, ciertamente. Cuando se altera una cosa, por pura ley física, se concita una reacción y no todo permanece en sus trece. Aunque también es cierto que nada garantiza que el resultado final de la maniobra no culmine en regresión. Precisamente esa fue la base sobre la que se trenzo la Primera Transición, la que implantó el Régimen del 78 que desde hace cuatro décadas nos contempla. Cuando los aparatos políticos y sindicales sellaron un armisticio sobre sus anteriores posiciones y experiencias para abrir un tiempo nuevo “dándose la paz”. El Partido Comunista de España (PCE) de Santiago Carrillo abrazó la bandera nacional con sus pompas y sus honras, y el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) entregó su aval republicano y luego el escaso marxismo que aún adornaba su perfil socialdemócrata. O sea, la izquierda claudicó de hoz y coz para poder entrar en sociedad con sus antiguos adversarios políticos y presuntos enemigos de clase. En suma, no hubo ruptura democrática ni proceso constituyente, sino un acuerdo entre notables al margen del “pueblo soberano” que garantizaba el statu quo.
En esta Segunda Transición que se intuye en el devocionario de esa moción de censura, se dan pautas similares en la sedicente izquierda. Por ejemplo, tanto el anfitrión, Pedro Sánchez, como el meritorio, Pablo Iglesias, declamaron sus respectivas posiciones interpretando a priori el sentir de sus afiliados. En el caso del PSOE por poderes, y a toro pasado en Podemos. Es la misma fórmula de hechos consumados (y “consumidos”) utilizada con éxito en la Primera Transición. Esa cuyo espíritu busca reencarnarse mediante una moción de censura sin condiciones que recuerda la bendita “concurrencia de debilidades”. Porque evidentemente, lo que salga de ella no alterara en lo sustancial la arquitectura del Reino de España (si la calderilla, por supuesto). Misma unidad territorial a rajatabla, nulo derecho a decidir aunque sea un clamor, idéntica monarquía vitalicia, hereditaria e inmune; renovada fe en los dictados de la Troika: una clonación en toda línea, mutatis mutandis. La imagen de Iglesias ofreciéndose como compañero de viaje a Rivera para materializar su propuesta de moción instrumental, solo es comparable a aquella otra de Fraga presentando a Carrillo en el Club Siglo XXI. Y desde lejos entierra cualquier tentación de salida progresista a la portuguesa.
En esta segunda ocasión la historia no se repite como farsa sino como franquicia del original. Antaño el cambio fue del monopolio del partido único al bipartidismo alternativo, hogaño el bipartidismo dinástico busca un cambio de pareja para no colapsar. Por más que calque hasta las excepciones que confirman la regla. Me refiero a la postura del Partido Nacionalista Vasco (PNV), que entonces declinó estar en la comisión constitucional por no ver aceptados sus planteamientos, y ahora puede alzarse con el santo y seña por estar en el momento adecuado en el sitio justo. Del muy pio PNV y sus ocho apellidos vascos podría decirse que es el único nacionalcatolicismo del Estado español que siempre tuvo como destino manifiesto “los oriundos primero”. Privilegio diligentemente respetado y concienzudamente retribuido por los distintos gobiernos que en Madrid han sido.
Rafael Cid
Fuente: Rafael Cid